JUAN COLETTI
DETRÁS DE LA
VENTANA
*
LOS MALES DE ESTE
MUNDO
Del apotegma hermético, que los
místicos egipcios formulan como embrión y emblema de su filosofía, obtuvo
Witold Jaruleski las bases para iniciar una alucinante investigación que
culmina en su encuentro con la estigmatizada María Waleska en un suburbio de
Varsovia.
“Así como arriba es abajo, así
como abajo es arriba”, expresión atribuida a Hermes Trismegisto,
constituye al mismo tiempo la bipolaridad y el eje del fenómeno de la vida, no
como históricamente ha sido concebida y expresada por los sabios de Occidente
durante los últimos dos mil años sino como una compleja y dinámica esfericidad
que encierra el alfa y el omega; el uno y el infinito; todo y todas las cosas;
la vida y la muerte; el bien y el mal; las preguntas y las respuestas
verdaderas; los gérmenes, el tallo, la flor y las cenizas de todo cuanto
existe, existió o está en potencia generándose; lo accesible y lo inasible; un
Universo finito pero ilimitado, flotando en el océano de la inmarcesible y
absoluta Nada.
Por el carácter casi
herético de sus investigaciones que tanto se alejaron de los métodos
conservadores de sus contemporáneos, adictos al realismo socialista, Jaruleski
no puede ser definido como un científico ortodoxo. Su doctorado en medicina en
la Universidad de Poznan y los posteriores cursos de perfeccionamiento en
matemáticas, psicología y física realizados en Moscú y Viena no le fueron
suficientes para acreditarse como un individuo racionalmente aceptable en las universidades
oficiales de Europa.
Su encuentro con la
dulce María Waleska produjo una ruptura
total con el andamiaje sobre el que estado caminando durante treinta
años de prolijas y decepcionantes investigaciones. La delgadísima capa que
cubre como un barniz el oscilante mundo de la racionalidad se disolvió
abruptamente abriéndole de par en par las puertas de la luz astral.
Durante más de dos años
mantuvo periódicas entrevistas con la estigmatizada, anotando con rigor cada
palabra, cada experiencia, el menor indicio de una respuesta. Ese esfuerzo, que
consumió la mayor parte de sus energías vitales, fue volcado a la redacción de
una anticientífica anatomía de la realidad que es su libro Colisión del que Wladyslaw Wojtkun dijo era “la más irracional,
periférica, increíble y desorientada labor de una mente humana”.
La lectura del libro
pone en evidencia que tanto Jaruleski como María Waleska, siendo los
irremplazables protagonistas de una formidable odisea, hacen el mayor esfuerzo
para pasar a un plano secundario. Los hechos posteriores les dieron la razón y
justificaron la natural humildad en que permanecían. Es que ellos habían
descubierto nada menos que una nueva visión del mundo. Eran los primeros seres
de la Tierra en poseer las Llaves que permiten el ingreso al Reino de los
Cielos en todo cuanto esto puede significar como símbolo y realidad.
La lectura de Colisión nos proporciona una suma de
fantásticos relatos, proféticas anticipaciones y advertencias; pero donde el
misterio brilla con su mayor esplendor es cuando enfoca la propia vida de estos
extraordinarios ejemplares de la especie humana.
Todo está guardado en una esfera de la que no escapa un átomo de gas.
Este es el universo finito pero ilimitado descrito por la ciencia y al mismo
tiempo el cuerpo, la sangre y el espíritu de nuestra Divina Madre. Postrada a
los pies de la Madona Negra de Czestochwa, siento que atraviesan mi cuerpo y mi
alma sus revelaciones, y que nada puedo hacer para impedir que el dolor de los
estigmas de la Cruz me recompense con el manto de su luz divina.
En uno de los capítulos titulado Los males de este mundo, Jaruleski dice
que la alteración del ecosistema planetario provoca riesgos jamás imaginados
por la humanidad actual. Transcribe textualmente una de las sesiones con María
Waleska: El mundo de los hombres está
infectado; pero igualmente lo está el cielo de las almas. Ellas, nuestras
“almas”, provienen de una dimensión que al igual que la Tierra está ahora
completamente sucia. Por primera vez, en millones de años solares, vamos y
venimos portando gérmenes de autodestrucción. Cada cuerpo recibe su alma en un
recipiente análogo y a la vez el genio del alma diseña la arquitectura de su
cuerpo. Hay males que van desde la Tierra al Cielo; pero los más terribles, los
que nadie puede curar, son enfermedades que provienen del mundo astral. La
lepra y el cáncer, las enfermedades mentales, la degeneración de la piel,
ciertas formas de la ceguera y en especial el aumento creciente de
discapacitados son apenas una sombra del mal que se infiltra en la Tierra a
través de la reencarnación incontrolada. Los deformes teratos, verdaderos
monstruos y larvas que aterran a los médicos y enfermeras en las salas de parto
de los hospitales, son otra prueba de la ininterrumpida declinación de la vida
real.
A medida que se profundiza en la lectura del libro
se advierte que Jaruleski asume dos posiciones respecto de las profecías y
visiones de María Waleska. Dos actitudes en las que el experimentador y el
sujeto se confunden con el objeto de la investigación a tal punto que se ignora
el justo límite en que se tocan los relatos de la exploradora y las reflexiones
del científico. A la transcripción aparentemente literal de los monólogos,
donde se registra una estremecedora experiencia sobrehumana, sigue la
interpolación de apuntes y comentarios que Jaruleski hace sobre lo que está
aconteciendo. Por momentos aparece como exaltado, más allá de lo que debiera
admitirse en un racionalista del siglo veinte, pero lo que está sucediendo ante
su atónita conciencia lo hace exclamar: Estoy
convencido de que estamos a punto de encontrar, finalmente, las Puertas del
Paraíso, no por el ejercicio de la
clarividencia, don paranormal por el que algunos privilegiados han podido gozar
de la visión del Edén Pedido, el mítico Origen descripto en los textos que nos
legaron los Antiguos, sino por la penetración totalitaria y volitiva de nuestro
ser. Esto significa la alternativa de máximo riesgo en el desplazamiento de la
corporeidad hacia dimensiones que completan lo que todavía consideramos nuestra
única a inalterable realidad. El instinto de supervivencia biológica impulsado
por el más profundo e irreflexivo automatismo quiere que se revele el secreto
de los dogmas. La desaparición del cadáver de Cristo y la elevación de María en
cuerpo y alma hacia el verdadero Cielo forman parte de las respuestas que
buscamos desde nuestro Primer Instante.
La anciana visionaria parece por momentos vacilar
y se estremece como si padeciera convulsiones eléctricas. La sangre brota con
violencia de sus estigmas crísticos y es necesario interrumpir las sesiones
para lavar su cuerpo y hacerla descansar. El esfuerzo que realiza tras uno y
otro intento es extenuante, pero ya entonces el proceso de transmutación se
está tornando irreversible. Estos altibajos se reflejan textualmente en el
libro señalando pasajes en donde las palabras recorren suavemente una línea
apenas ondulada para dar paso, súbitamente, a oscuras alegorías a las que
Jaruleski en ningún momento se esfuerza por explicar como si la intención fuera
ocultar parte de las claves que domina.
Para la mayoría es posible que la lectura de Colisión resulte un ejercicio agotador,
una auténtica pérdida de dinero y de tiempo; para otros puede que signifique
una serie de relatos fantásticos sin conexión entre sí, un juego literario de
excelente nivel, pero nada más. Para una singular minoría, el estudio minucioso
de este invalorable texto puede ser el hallazgo de claves y señales que los
aproxime, por lo menos, a lo que para María Waleska fue experimentar “en carne
propia” el aforismo del Sagrado Zohar: “Todo
en el mundo está dividido en dos partes, de las cuales una es visible y la otra
invisible. Aquello visible no es sino el reflejo de lo invisible”.
Pero mirarse en el espejo y hacer que la imagen del
espejo se vea a sí misma reflejada es la etapa final de un largo proceso de
sufrimiento y desintegración, que comienza cuando los mecanismos selectores de
la vocación se ponen en movimiento y conducen a María Waleska a través de un
periplo que contradice la esencia misma de las leyes de nuestra cristalizada
realidad. Escuchémosla cuando habla de los “comedores de arañas”: Reposaba mi cuerpo suavemente como lo hago
siempre que deseo penetrar a voluntad al otro lado de las cosas y aguardaba,
con cierta inquietud, el momento de abrir los ojos interiores. Al comienzo
tropiezo con los rizos serpenteantes, el espejismo de las imágenes eidéticas y
el entrecruzamiento de fuerzas magnéticas opuestas que interrumpen mi camino,
desorientándome. En medio de ese remolino desgarrador trato de serenarme y
sorpresivamente, como si fuese transportada sobre un palanquín invisible, mi
cuerpo se traslada a una velocidad creciente y se interna en un espacio gris,
brumoso, vacío de emociones. Barrida por una suerte de viento vigoroso,
bruscamente la niebla se disipa y me encuentro ante un ilimitado desierto de
arenas amarillas y ocres…Bueno, de ningún modo puede ser arena, pero mis
sentidos lo representan de ese modo.
Allí veo, convulsionados por su incontrolada voracidad, a los “comedores de
arañas”. Sus cuerpos desnudos buscan bajo la arena caliente los prietos nidales
y mastican huevos, larvas y arañas con insatisfecha repugnancia. Al principio
son dos o tres, pero de a poco el grupo crece como si brotaran ellos mismos de la
tierra. Una maliciosa idea domina continuamente su arquitectura cerebral y
giran practicando obscenos movimientos mientras se agitan en la búsqueda insaciable de su
alimento. “¡Qué irritación tremenda los sacude! ¡Qué gestos bruscos modelan
esas máscaras cínicas surcadas por infectadas picaduras! Pienso, al tiempo que
un estremecimiento de horror sacude mi cuerpo, adónde irán estos pobres
desencarnados cuando sean llamados a traspasar la puerta del deseo. Nadie podrá
impedir que sean absorbidos por la matriz de una mujer que los enganche con las
vibraciones de su paroxismo genital. Tengo la presunción, mientras permanezco
en este lugar, que una subversión astuta ha desmoronado la fuerza de los
ángeles; que ahora todo está sujeto a la desobediencia compulsiva de las
bestias del desierto. Cuando los “comedores de arañas” ingresen al la sociedad
humana, mediante los mecanismos de la reencarnación, llevarán con ellos una
especial y temible contaminación; y sus llagas y fístulas astrales serán en la
carne del hombre nuevas y repugnantes enfermedades degenerativas”.
Jaruleski se atreve a exponer una tesis muy
personal cuando afirma que la
radioactividad generada a través de la
manipulación irresponsable de la energía nuclear aumenta los riesgos de una
creciente contaminación intraatómica, peligro cuyo símbolo arquetípico son los
“comedores de arañas”, hijos a su vez de la fuerza liberada por las bombas
atómicas que explotaron en Álamo Gordo, Hiroshima, Nagasaki, Atolón de Bikini,
en cuevas profundas y en islas donde la vida quedó definitivamente
esterilizada, en desiertos donde sólo se mueve el cadáver de la arena… Es la
radioactividad ya liberada y la que está en potencia en el arsenal nuclear
diseminado en silos subterráneos, en plantas productoras de energía eléctrica
movidas por el átomo y en miles de millones de instrumentos científicos,
equipos de televisión y teléfonos, artefactos militares y variados objetos lo
que ha marcado en cada hombre un punto inicial de descomposición. Las
consecuencias sociales de la polución nuclear en el Cielo y en la Tierra,
afirma el autor de Colisión, es la
creciente deshumanización por el hambre a que son sometidos los seres humanos,
la asfixia de la energía creadora por medio del terror político y militar, la
fascinación por una civilización esterilizada pero graciosamente provista de un
multifacético escenario de grandeza artificial. Así los “comedores de arañas”
de uno y otro lado de la realidad son el símbolo y la consecuencia de la
degeneración creciente de la Vida.
Cierto día, en horas de la tarde, mientras se
encontraban en plena sesión de grabar, María Waleska dice repentinamente, sin
que nadie le haya preguntado algo: “Los
males de este mundo son la consecuencia de una enfermedad espiritual. No es
solamente el cuerpo el enfermo sino el alma inmortal que apesta y se degrada
sin cesar. Desgastado de tanto procrear, comer y matar, y portando solo un alma
enfermiza que es apenas un opaco reflejo del Ser Original, el hombre actual
está condenado a desaparecer. Debe
morir, interrumpiendo voluntariamente el impulso perverso que lo obliga a
prolongar la cultura agónica de una grotesca civilización, de una humanidad que
ha confundido el significado de sus símbolos y de su lenguaje universal en la
amnesia del tiempo perdido. Es necesario que muriendo, el hombre se salve, que
encuentre la oportunidad de una regeneración definitiva mediante una
interrupción del devenir. Ese momento será el “Día de la Colisión de los
Mundos”.
Jaruleski procura conciliar la idea de la
coexistencia de materia y antimateria como sustento de la transrealidad que
procura identificar. Dice que el mero contacto con la fuerza contraria hace que
el fragmento estalle y se transforme de inmediato en su doble, pero del otro
lado. Así, al morir, un individuo pasa un vallado infranqueable para quien no esté en sus mismas condiciones,
y el mismo término vale para los desencarnados. Todo el fundamento de la
ciencia teológica y las elaboradas
filosofías de la mente han procurado satisfacer el ansia de comprensión,
pero nadie, hasta María Waleska, había hecho posible la experimentación
directa. Un viaje de ida y vuelta que ponía en ridículo el roído adagio de que
“quien muere emprende un viaje sin retorno”.
Por eso Witold Jaruleski se siente
justificadamente emocionado y perplejo al conocer a aquella insólita mujer.
María Waleska no era una médium, un
espíritu clarividente o alguien emparentado con la parapsicología. No es el
tipo de persona que deja su cuerpo denso apoltronado y se marcha a curiosear
por los alrededores. Sencillamente ella se desintegraba en presencia de sus
observadores y regresaba después, como la fotografía que se revela lentamente
en un cuarto oscuro, para narrar lo que había visto con sus “ojos reales”, un
viaje que realizaba en cuerpo y alma, con la totalidad de su ser. ¿Por cuál
puerta o túnel entraba ella sin estallar y polarizarse en un doble antimaterial? Afirmó una y otra
vez que lo ignoraba. Desde niña lograba hacerlo y podía vivir del Otro Lado tan
cómodamente o más de cómo lo hacía en su medio ambiente, es decir en su casa en
Varsovia, en el Planeta Tierra, donde tantos sufrimientos padecía y donde era
objeto de una morbosa curiosidad religiosa y política.
En uno de mis
viajes encontré a Marina Mankievicz.
Ella había sido compañera mía en la fábrica de tanques unos años antes y murió
en un accidente de trabajo. No pareció sorprendida al verme llegar, pero sí
mostró inseguridad cuando le aseguré que yo no era un fantasma, el duplicado
supérstite de mí misma. No estoy muerta –le dije- ni desdoblada, sino
íntegramente viva; puedo entrar y salir a voluntad y las horas que permanezco
aquí son apenas segundos en la Tierra. Después de reflexionar un momento aceptó
complacida mi presencia y quiso que la
acompañara a lugares que yo aún no había conocido. “Nuestro mundo está vacío – había dicho Martina – y solamente
cuando tenemos necesidad condensamos formas a nuestro alrededor. Formas que nos
sirven de apoyo o de consuelo mientras aguardamos una nueva oportunidad. Si no
te afecta permanecer un tiempo más con
nosotros te llevaré a un lugar muy especial para que contemples la batalla de
“Ratas y Dragones”, una guerra que no cesa jamás y que tanto nos conmueve su
representación”. Apenas pronunció estas palabras comenzamos a desplazarnos a
una gran velocidad casi a ras del piso arenoso y atravesamos como un relámpago
la zona de los seres “comedores de arañas” hasta que llegamos a un punto en que
el desierto era casi rosado y refulgía bajo un quieto cielo azul donde no
brillaba luz ni estrella alguna. Aquella visión de prehistóricos dragones
devorando ratas, y de ratas por millones mordiendo los descuartizados cuerpos
de los lagartos gigantes me sobresaltó, pero a pesar de mi esfuerzo no pude
obtener una comprensión razonable de aquella idea-fuerza que estaba
contemplando en el centro mismo de su generación. Marina adivinó lo que yo
deseaba saber y dijo: “Esto es la poderosa energía que mueve el poder y oscila
sin cesar para mantener un equilibrio indispensable sin el cual nada se
sustentaría. Ratas y dragones prefiguran símbolos, pero su verdadera identidad
y las consecuencias del desencadenamiento de su actividad se manifiestan de
modo distinto en cada plano de la gran manifestación”. En ese instante padecí
una visión retrospectiva. ¿Recuerdas a mis padres, Marina? Murieron mientras
permanecíamos prisioneros en el campo de exterminio de Auschwitz y sus cuerpos
fueron cremados muy cerca de allí, en Campo Birkenau. Cierta noche, muerta de
hambre y quemada por la fiebre, soñé que dragones y ratas devoraban el campo de
prisioneros. No se retroalimentaban entre sí como corresponde según la visión
que acabamos de tener, sino que habían elegido un tercer alimento. En Auschwitz
y en tantos otros lugares donde la vida fue envilecida en grado extremo se
produjeron contaminaciones intraatómicas y esos millones de almas viajaron con
sus pestilencias, con sus mutilaciones y llagas al mundo donde se debe reposar
en paz, sin rastros ni polvo de la pasada vida. ¿Sabes de qué estoy
hablando?...Marina no contestó pero bajó su rostro con una delicada tristeza y
comprendí que sabía mucho más que yo de todo aquello. Proseguimos nuestro viaje
rápidamente y nos detuvimos en un punto donde la planicie era blanquecina y
luego vívidamente luminosa. En un estanque de aguas transparentes habita una
familia de flamencos que cada mil años pone un huevo de oro; mas cuando empollan
no encuentran la imagen de su especie sino la de una serpiente que lo
devora. “Cada vez que esto ocurre –dijo Marina Mankievicz- es necesario que un Gran Maestro participe
personalmente en la Salvación del Mundo”. Dejamos aquel sitio de impecables
contrastes y cuando regresábamos volando como rayos sobre la fluorescente
superficie del desierto escuchamos que alguien sollozaba. Marina se detuvo
bruscamente y gritó: “Magda…Magda, eres tú”. Una joven cubierta con un velo
oscuro se nos aproximó. Era muy bella y tenía sus ojos mojados por las
lágrimas. ¿Quién es?, pregunté. “Es Magda Szleper, que ha vuelto a extraviarse.
Ella y sus hijos murieron en Wroclaw durante la guerra, pero no puede
encontrarse con sus pequeños. Y jamás los hallará porque los niños han vuelto a
reencarnar en la Tierra. No estoy autorizada a decírselo, pero de todos modos
debo consolarla hasta que ella misma descubra la verdad y acepte la disipación
de su memoria”.
Witold Jaruleski
quiso encontrar en la visión de los flamencos la metáfora de
Mefistófeles como patrón de la energía cerebral, desprovista de sabiduría y
piedad, que capacita para el sostenimiento
de toda la ciencia del horror que ha desfigurado el crecimiento natural
del hombre y lo ha sumergido en una cruel dependencia, una fascinante
compulsión homicida. Mefistófeles que conduce al Andrógino a cohabitar con las
hembras deformes del mundo inferior y procrea con ellas los hijos de las
sombras.
El adelantado de la ciencia Witold Jaruleski,
vituperado por su mejor amigo y condiscípulo Wladyslaw Wojtkun como un “renegado de la ciencia, impostor
ocultista y pérfido enemigo del pueblo”, pronostica que “…este mundo padece muchos males y todo indica que sobrevendrá al fin
la extinción de todo signo de vida a menos que algunos voluntarios puedan
penetrar como María Waleska al Otro Lado de este mundo y colaborar allá con los
más evolucionados espíritus que vienen construyendo a toda prisa, y hacia
nuestra dimensión, el Gran Puente. O, como dicen alegremente las almas
liberadas, “el Arcoiris más grande y luminoso de todo el Universo”.
“Si podemos
detener la colisión que se avecina –dice en el epílogo de su libro-habremos
ganado la más extraordinaria batalla en la historia de la vida consciente en
esta parte del Cosmos. No seremos otro Agujero Negro sino un potente sol que
irradie y contagie la luz de la transmutación a todas las criaturas
inteligentes de la Galaxia. Tenemos la ingeniería y los planos, sólo nos faltan
algunos voluntarios para construir el Puente que unirá la Vida y la Muerte, la
Imagen y el Objeto, el Anverso y el Reverso de la Única realidad. Las almas
desencarnadas podrán tener contacto directo con aquellos que logren un
entrenamiento adecuado y ellas mismas tendrán, a su vez, la oportunidad de
venir por breves momentos a compartir nuestras vidas. Un puente de inmortalidad
que hará pedazos este engañoso mundo de falsas ideologías, de estúpidos
profetas y de maniáticos destructores. ¿Qué significará la muerte cuando
hayamos superado el Abismo infranqueable
que todavía separa la Tierra del Cielo? Tendremos las Llaves, los
Códigos y el Manual de las Enseñanzas de María Waleska para fundar una cultura
espacial, para establecer comunidades intermedias entre el hombre y el ángel,
una alternativa final en nuestro corazón que nos ayude a aborrecer la bestia
que aún nos habita, una fraternidad de seres bellos y traslúcidos enamorados
definitivamente de la Luz Divina”.
El corazón de María Waleska dejó de latir en el otoño de 1982 en el
mismo suburbio varsoviano donde pasó los últimos años de su humilde vida, pero
¿extrañamente?, segundos después su cuerpo se desvaneció mientras era asistida
por sus familiares y amigos. Ese acontecimiento antinatural jamás fue revelado
por las autoridades del gobierno polaco y recién pudo ser conocido gracias a la
documentación aportada por el Dr. Jaruleski.
Exactamente un año
después (se estima que a la misma hora en que lo hizo María Waleska) el propio
Witold Jaruleski desapareció durante un viaje a Moscú donde había sido invitado
para dictar una serie de conferencias sobre el fenómeno de traslación autógena
en el entrenamiento de futuros astronautas soviéticos. “Sencillamente se
esfumó”, dijo un testigo a la policía. “Bajó de su automóvil frente al hotel y
al cruzar la calle desapareció. Lo vi con mis propios ojos, estoy seguro. Fue
como si lo hubiera tragado la tierra”. Todo cuando pueda decirse de esta
circunstancia será una conjetura superficial
si no leemos detenidamente una de las conclusiones del capítulo final de
Colisión.
Después de que María Waleska se retiró de este
mundo para ir a trabajar voluntariamente en defensa de la salvación de la Vida,
y en posesión yo mismo en esa época de un cierto entrenamiento que aquella
maravillosa mujer me había proporcionado con caritativa deliberación, confieso
desde entones mi indeclinable adhesión a tal alta causa. Sin embargo, no podría
jurar si el propósito de penetrar en el misterio es porque mi propio ser está
dominado por una ansiedad genuinamente mística o porque la aventura de viajar
hacia Allá puede significar que encuentre al fin respuestas a las preguntas que
nadie pudo contestar. Despojado de toda presunción, sin desear nada, habiendo
vencido el temor a la muerte y el sentimiento de posesión hacia mí mismo,
emerjo del lastre de la gravedad a través de un rayo de gracia que me impulsa
lenta e inexorablemente. Disiparé las visiones borrosas de la ilusión y cerraré
mis ojos a la ampulosidad y al desvarío de las formas para borrar mi imagen en
la claridad del Espejo, en la cual me fundo con la mansa docilidad del sueño.
*
DETRÁS DE LA VENTANA
Estoy terminando de cenar. Sobre la mesa,
revistada de hule, juego con los significados de los simétricos dibujos. Los
demás hace tiempo que acabaron de cenar y sólo yo permanezco en una de las
cabeceras, masticando lentamente. Mi madre limpia los platos en la cocina y
desde allí me vigila y sonríe. Le respondo con una seña de mi mano y se pone a
llorar. Siempre pasa lo mismo. No tengo a nadie que me ame tan profundamente y,
sin embargo, no puedo transmitirle idéntica emoción. Me pongo triste y dejo de
comer. Afuera, la luz de la lámpara de carburo apenas ilumina, con su fulgor
azul, una parte del patio y el parral. Oigo voces en la calle y me aproximo
tratando de no tropezar en la oscuridad. Son mis hermanos y sus amigos que
acostumbran reunirse, después de cenar, para fumar a escondidas de los mayores.
Doy unos pasos más y escucho que alguien dice: “Ahí viene el tarado de tu
hermano”. Ríen por algo que les causa gracia y hablan en voz baja para que yo
no escuche. Pienso que alguno de ellos estará contando una historia divertida.
Deseo congraciarme y también sonrío, arrimándome un poco más. Alguien dice:
“Andate de aquí, idiota, y limpiate las babas”. Saco el pañuelo y me seco la
boca pero no me voy. No me iré a dormir tan temprano. La noche es fresca y
serena, y siento el deseo de permanecer junto a otras personas. Parece que ya
se olvidaron de mí y vuelvo hacia ellos una vez más. Veo que hay dos o tres
bicicletas apoyadas entre sí, como fusiles, a la orilla de la calle, junto a la
acequia. Me detengo y quedo a pocos pasos de ese hermoso grupo que forman mis
hermanos y sus amigos. Contemplo, con absoluta claridad, las auras de cada una,
diferenciadas, sutiles y armoniosas, como un ramillete de extrañas flores que se reaniman
constantemente en la medida en que se
agitan y avivan sus pasiones. Pienso, a través de esta visión, en la inmaculada
concepción del Universo, en las radiantes esferas que amplían y determinan la
voluntad de Dios. Imagino los territorios del espíritu circundando las galaxias
plásticas, los astros momificados que los hombres admiran en su cielo de
juguete. Nada me resulta tan grato como penetrar en el interior de las cosas:
ese racimo humano de cuerpos astrales, los esqueletos fosforescentes de los
álamos, la plateada iridiscencia de los alambres galvanizados que unen las
hileras de los viñedos, el arcoiris de átomos incandescentes sobre el tibio
cuerpo de las aves. Me sorprendo al verme en cuclillas junto al grupo, apoyando
mis brazos en los hombros de dos de los jóvenes y escucho al momento voces
airadas: “Decile al idiota que se vaya”. “Déjenlo, si no molesta”. “Che, no te
metás con mi hermano”. “Entonces que deje de apoyarse en mi hombro”. “Dale,
seguí contando”. Son jóvenes y hermosos y vuelven nuevamente a la curiosidad
sexual, a contar una y otra vez las mismas historias excitantes y graciosas.
Rodeo el conjunto de figuras y me acerco casi hasta rozarlo y entonces
descubro, entre regocijados e inquietos fuegos, el cuerpo macilento y apagado
de Raúl. Se está muriendo y él no lo sabe. Siento en mi corazón el destello de
una íntima piedad y me aproximo a su rostro para observarlo mejor. Se vuelve
con un gesto de asco, apartándose de mí, enfurecido. “Decile a tu hermano que
deje de molestarme”. “Che, te dije que te fueras de aquí. ¿Qué estás
esperando?”. Yo no quiero molestar a nadie. Tengo que decirle a Raúl que mañana
no debe bañarse en el canal porque se ahogará. Trato de pronunciar una palabra
pero no puedo. Me pongo rojo por el esfuerzo, comienzo a gemir y a llorar. En
ese momento mi hermano menor me toma de un brazo y me empuja para que vuelva a
casa. Doy unos pasos en la oscuridad con los ojos llenos de lágrimas y descubro
que los cuerpos astrales se han vuelto rojos, llameantes. Todos están enojados
conmigo y me lo dicen con insultos. “Siempre pasa igual con ese imbécil”.
“Decile a tu mamá que no lo deje salir a estas horas”. “Dejalo en paz al pobre,
¿no ves que está llorando? “Sí, llorando a los veinte años, el mujercita”.
“Está bien, muchachos, se acabó la función. Vamos a dormir”. “Mañana a la
siesta nos reuniremos en el puente del canal”. “Chao, hasta mañana”. Cada uno
de mis hermanos se acuesta en su cama y pronto todos están dormidos. No puedo
conciliar el sueño y permanezco atento al silencio de la noche. Distingo, a
través de la ventana, el resplandor amarillento de un gato que trepa a los
techos del galpón. No queda en el mundo nadie más que yo. Me envuelvo como una
crisálida en un hondo silencio y respiro
pausadamente. Quiero dormir, pero no
puedo abandonarme. Dentro de un momento llegará el abuelo Juan y se sentará,
como todas las noches, en su mecedora de mimbre. Viene desde la viña con una
azada al hombro. Es una imagen blanquísima y dinámica como si estuviera
construida con delgados hilos de algodón y cenizas metálicas. ¿De dónde vendrá
nuestro viejo y amado abuelo? Hace tantos años que murió y aún permanece en la vieja casona. Se sienta
con cuidado y enciende una pipa imaginaria. Comienza a hamacarse rítmicamente.
Hacia atrás. Hacia delante. Hacia atrás. Hacia delante. Parece que me quedó
dormido y despierto con las primeras luces del alba. Mi familia toma el desayuno en la cocina en
medio de una animosa conversación. Cuando aparezco todos guardan silencio,
salvo mi madre que me ayuda a sentar. “Hijito, no debés molestar a los chicos
cuando se reúnen a conversar. Sé bueno y te compraré uno de esos libros con
dibujos que tanto te gustan. ¿Verdad que sí?” Afirmo con una señal de cabeza y
al momento todos parecen recuperarse de su enojo. Salgo para la chacra y
comienzo a acarrear bolsas de cebollas y canastos con ajo, recién arrancados a
la tierra. Paso así la mañana envuelto en el aromático olor de las verduras,
yendo y viniendo sin descanso. Nadie es superior a mí en fortaleza. Me gusta
hundirme en la fatiga, transpirar, poner tensos mis músculos y sentir la
acariciante cenestesia que surge de mi ensamble con los órganos vivos de la
tierra. Escucho la campana que hace sonar mi madre para indicarnos que ha
llegado la hora del almuerzo. Vuelvo con una bolsa de cebollas, apartando la
multitud de mariposas blancas y amarillas que cruzan mi camino. Me han servido
carne de puchero, puré de papas y zapallo y un trozo de choclo, tierno y
jugoso. Como sin apetito porque sé que antes de una hora la gente estará
llorando y que yo también derramaré mis lágrimas de participación. Nada puedo
hacer para salvar a Raúl de morir ahogado porque anoche he visto que su cuerpo
vital estaba en los límites de la disolución. De modo que ahora, mientras
escucho los primeros gritos de dolor, entrecierro los ojos para prolongar el alcance
de mi vista y observo a los muchachos que traen el cuerpo inanimado, chorreando
agua. Lloro un momento y después, más sereno, me aparto a meditar. Me duele la cabeza y duermo hasta el
atardecer. Me despierto, sobresaltado por un presentimiento y cruzo el patio,
frente a la casa de los Riquelme, donde están velando el cuerpo de nuestro
amigo. No me gustan las miradas de los que conversan en la calle y me alejo de
las casas en dirección al canal. Me quedo sentado en el puente hasta que la
noche se vuelve silenciosa, impenetrablemente oscura. Entonces, detrás de los
sauces, aparece la imagen plateada del alma de Raúl que procura esconderse.
Está completamente desnudo y se avergüenza ante mi presencia. Trato de
acercarme para consolarlo pero se oculta en el cañaveral. Me quedo quieto para
infundirle confianza y me ligo a su estupor con mis mejores pensamientos y
oraciones. Dos ángeles andróginos, batiendo suavemente el terciopelo de sus
alas, descienden del verdadero cielo en un murmullo de beatitud. Se detienen un
momento, frente a mí, contemplando la esfera anaranjada que oculta la semilla
de mi cuerpo terrenal. Después se aproximan a Raúl y escucho que le dicen
palabras de animosa invitación: “Ven a
descansar a la tierra prometida para que un día vuelvas a germinar entre los
hombres. Deja de soñar y despierta, como un niño, a tu nueva vida”. Los
tres treparon lentamente por la rampa ascendente que conduce al verdadero cielo
y me quedé dormido junto al canal, escuchando la armoniosa melodía del agua.
*
EL ROBOT CHACARERO
Serían las cuatro de la tarde, acababa de
levantarme de dormir la siesta cuando vi, a través de la ventana, que llegaba
el patrón en su camioneta. Me vestí rápidamente y salí a su encuentro.
-Buenas tardes, don Agustín –le dije, amablemente.
-Hola, Ricardo. Ayudame a bajar este bulto.
Entre ambos y con mucho esfuerzo bajamos un cajón
de madera que depositamos en la galería de la casa.
Guadalupe y los niños se arremolinaron, curiosos,
a nuestro alrededor, sin decir palabra.
Don Agustín fue hasta la camioneta, trajo la caja
de herramientas y mientras empezaba a cortar los precintos, dijo
sentenciosamente:
-Esto es una cosa que me ha costado mucho dinero.
Así que tendrán que cuidarla como si fuera de la familia.
-¿Qué es? –pregunté.
-Tené paciencia, ya lo vas a ver.
Continuamos desarmando el cajón hasta que al fin
encontramos, cuidadosamente protegida, una cosa grande, doblada como un
acordeón, que parecía un muñeco de metal, o algo parecido.
-Fijate bien, Ricardo. Agarramos este aparato por
aquí, lo ponemos de pie y le metemos este casete que tiene en medio de la
frente. Ahora vean lo que va a suceder.
Hubo una breve pausa durante la cual todos
permanecimos en silencio, quietos, sin pestañear, procurando no perder un
detalle del curioso acontecimiento.
-A sus órdenes, amo –dijo el aparato, adelantando
su mano derecha al tiempo que se encendían unas lucecitas en el lugar en donde
van los ojos.
-Así me gusta –dijo don Agustín, abrazándolo-.
Desde hoy serás un miembro más de esta familia. Aprenderás todas las tareas que
Ricardo te va a enseñar, con buena educación y respeto. ¿Has entendido?
-Sí, amo.
-No me digás amo, decime patrón.
-Sí, patrón.
-Así es mejor. Durante la noche descansarás en el
galpón hasta que podamos construirte un lugar más apropiado. ¿Te parece bien?
-De acuerdo, patrón.
Mi mujer, siguiendo su vieja costumbre de meterse
en todo, se acercó a don Agustín y le preguntó:
-¿Qué es esto, don Cichinelli?
-Lo que estás viendo, mi querida Guadalupe, es
nada menos que un robot electrónico, una verdadera maravilla de la industria
italiana.
-¿Un robot? ¿Como esos que se ven en las películas
de la televisión?
-Algo parecido, pero de mayor utilidad. Este robot
es un obrero mecánico, una especie de hombre, servicial e inteligente, construido
para colaborar en las tareas agrícolas.
-¿Lo fabrican en Buenos Aires?- pregunté.
-No, Ricardo. Lo acabo de comprar en Italia, para
ser más preciso en Milán, aprovechando el viaje que hicimos mi mujer y yo el
mes pasado. Mirá lo que dice, aquí, en el interior de uno de los brazos: Marca Fiat. Modelo HG – Rural – Año 1998.
Made in Italy”.
-Entonces este aparato es una especie de mensual
–dijo yo-, algo molesto y mostrando mi desconfianza.
-Sí y no –contestó don Agustín, eludiendo la
respuesta sincera y correcta que yo esperaba-. Es un peón que puede llegar a
ser capataz y hasta administrador, si somos capaces de enseñarle a trabajar
como se debe.
-Está bien, don Agustín, se hará lo que usted
ordene. Sabe bien que yo no le tengo miedo al trabajo y que puedo enseñarle a
cualquiera cómo se hacen las tareas del campo. Soy un buen contratista y lo
seguiré siendo por muchos años, se lo prometo.
-Eso quería escuchar de tus propios labios. Dejo
al robot a tu cuidado con la plena confianza de que lo cuidarás como a un hijo.
Don Agustín subió a su camioneta y regresó a la
ciudad de Godoy Cruz, donde vivía. Le dije a Guadalupe que preparara unos mates
mientras Enrique, mi hijo mayor, iba a buscar un animal al corral para empezar la aradura.
-Sentate –le dije al robot, indicándole una
sillita de madera que estaba junto a la maceta con geranios.
-Gracias, señor –respondió al tiempo que tomaba
asiento con gran delicadeza, como si tratara de no estropear la silla con su
peso.
-¿Cómo te llamás?
-Aún no tengo nombre –contestó con sequedad-.
Responderé con aquel que usted me indique. Me resulta indiferente que me llame
por un nombre o por otro.
-Si es así y poco te importa –dije en tono de
burla-, te bautizo con el nombre de Don Fierro. ¿Te gusta?
-Está bien –contestó como si la ceremonia de
bautismo hubiese terminado y se puso de
pie-. ¿Por dónde empezamos? Creo que es hora de ir al trabajo.
-Tomo unos matecitos y salimos.
Aramos toda la tarde, casi hasta el anochecer. Le
enseñé sostener la mancera y el modo de llevar las riendas ligeramente sujetas
al cuello para dominar mejor el arado. La tierra estaba húmeda y a las pocas
horas las chapas del robot se habían cubierto de polvo. Don Fierro, sin mostrar
la más leve señal de fatiga, trabajó incansablemente a mi lado con una ansiedad
casi humana de aprenderlo todo, y rápidamente.
Era entonces el mes de diciembre y como las noches
se presentaban calurosas, acostumbrábamos cenar en el patio.
Encendimos el farol a gas y nos sentamos a la
mesa. Don Fierro se sentó próximo a nosotros y se mantuvo mirándonos en
silencio como si le extrañara nuestro natural hábito de alimentarnos.
-Sé que no podés comer –le dije en tono amistoso-,
pero, al menos, tomate una copa de vino.
-No insista, don Ricardo. Aunque pudiera tomar
líquidos no probaría algo semejante.
-¿Qué decis? No hay nada mejor en el mundo que un
vaso de vino casero cuando uno regresa del
trabajo. No sabés lo que te estás perdiendo.
-No me interesa su argumento porque carezco de
placas sensoriales para captarlo. Deben saber que mi vida es muy diferente a la
de ustedes. Pero bien sé que perderíamos el tiempo si yo tratara de
explicárselos.
-Está bien, Don Fierro, tranquilízate. Era sólo
una broma y en ningún momento quise ofenderte.
Le indiqué cuál era el lugar destino para él
dentro del galpón y ahí nomás se acomodó. Tocó una especie de tecla o botón que
tenía en el pecho y al momento pareció quedar profundamente dormido. ¿Dormiría
realmente un robot? ¿Tendrán sueños?, pensé mientras me metía en la cama muerto
de cansancio.
Muy temprano, cuando todavía ni siquiera asomaban
las primeras luces del alba, escuché los pesados pasos de Don Fierro por el
patio. Me vestí con desacostumbrado mal humor.
-¿Qué pasa, amigo? Es muy temprano todavía para ir
a la viña. Necesito descansar, ¿o creés que soy de acero como vos?
-Aprovecharemos la fresca –dijo acercándome un
azadón-. Las mejores horas para el trabajo son éstas. Con dormir no se gana
nada, Ricardo.
Así fueron sucediéndose días y noches incontables.
Aquella máquina infernal no se agotaba nunca. Yo sentía que mis fuerzas iban
disminuyendo hora a hora pero no podía darme tregua. Ceder sería mi ruina,
pensaba yo. Don Agustín verá qué buen negocio será comprar otro robot. No
comen, no se enferman, no fuman ni toman vino. Son inagotables, perfectos,
discretos… ¿discretos? ¡Qué ingenuo era yo entonces!
A mediados de enero, un día viernes (me acuerdo
bien porque era el cumpleaños de Rebeca, mi nena más chiquita), llegó don
Agustín acompañado por unos señores que luego supe eran miembros del Centro de
Viñateros. Quería mostrar a todo el mundo los adelantos conseguidos en su finca
con la incorporación de Don Fierro. Aunque yo había trabajado como una bestia y
era el responsable de cada tarea, toda la alabanza fue para el muñeco de metal.
-Con el moderno robot Fiat –dijo don Agustín a sus
atentos invitados-, cambiaremos el ritmo de la producción. Ustedes saben que un
hombre puede cultivar sin ayuda, entre cinco a siete hectáreas de viña. Este
robot tiene capacidad suficiente para atender hasta veinte hectáreas o más, sin
mayores gastos que un contratista y su familia.
-Eso es una barbaridad –intervino uno de los
asistentes.
-Increíble –dijo otro-. El costo podría entonces
ser amortizado en sólo dos años.
-Mano de obra de primera – afirmó un tercero.
-Muy bien –dijo don Agustín, poniendo una mano
sobre mi hombro y dándome unas palmaditas de aliento-.Has hecho trabajo muy
especial con este hombre de acero, ha recibido un entrenamiento de primera.
Mirá lo que es el destino, vos, sin ser técnico, has logrado completar su
programación cibernética de un modo admirable.
-Gracias, patrón –le contesté, con ganas de
morirme.
Pasaron otros dos meses. Llegó marzo y con él, la
vendimia. Don Fierro había aprendido a realizar, a la perfección, cada una de
las tareas rurales y era imposible competir con él en habilidad y rendimiento.
Mientras yo, con la ayuda de Enriquito que apenas tenía doce años, podía llenar
unos setenta tachos de uva, Don Fierro hacía ciento cincuenta con toda
facilidad. Yo estaba desorientado y humillado como un perro apaleado. No sabía
qué diablos hacer para calmar mi amargura.
Cierto domingo, después de almorzar, agarré la
bicicleta y me fui hasta Tres Esquinas a jugar a las bochas con mis amigos. Ese
día no pude más y me desahogué delante de todos quienes quisieron oírme.
Describí las desventuras que llenaban de pena mi corazón, las deshonrosas
situaciones que vivía por culpa del robot, el desplazamiento ante los ojos de
mi mujer y de mis hijos, para quienes yo había sido, hasta la llegada del
extraño, el hombre más trabajador y bueno del mundo. Como marido, no tenía
rival; y como padre, era un verdadero héroe.
A la noche, algo borracho y un poco liberado de
mis sentimientos de rencor, pedaleé zigzagueando por el carril a Lunlunta,
pensando en lo injusto de la vida, en los modos en que el destino lo vuelve a
uno inútil e impotente frente a la prepotencia de los más fuertes.
Me extrañó que a esas horas (era ya medianoche)
hubiera luz encendida en mi casa. Dejé la bicicleta recostada en un carolino y
me aproximé en punta de pie para no ser escuchado. La escena que a continuación
vieron mis ojos jamás las imaginé en toda mi vida. Sentados en las mecedoras,
muy juntos a mi parecer, estaban Guadalupe y Don Fierro conversando
animadamente.
-A nosotros también nos gusta la mujer- decía en
aquel momento el monstruo de hierro-. Nos agrada que nos lustren y acaricien,
que permanezcan junto a nosotros conversando sobre distintos temas, haciéndonos
sentir como verdaderos hombres, ya que ése es el destino –no el mío, por
desgracia- de las próximas generaciones de robots que se están construyendo en algunos de los países más
adelantados.
-¡Oh, Don Fierro! Usted ya es un hombre- decía
aquella fiera que yo tenía por esposa-. Al principio me sorprendí y puedo
confesarle que hasta le tuve miedo. Pero ahora, que lo escucho decir cosas
hermosas y agradables, empiezo a conocerlo mejor, a comprenderlo. Me doy
cuenta, por supuesto, de que su aspecto no es totalmente humano pero hay algo
en usted, en su interior, no sé cómo expresarme, que me intranquiliza. Soy
mujer y sé que no está bien que digas estas cosas.
-Lo que usted está diciendo, señora Guadalupe, es
el centro de la verdad –dijo el muñeco parlante, colmado de soberbia-. Soy
inteligente y trabajador, incansable y atento. Pero, por sobre todo, carezco de
vicios vergonzosos como andar bebiendo y fumando en esos malolientes boliches
en compañía de perdidos y haraganes. Además, tampoco se me ocurriría practicar
un juego tan estúpido como el de las bochas.
-Permita Dios que con el tiempo pueda usted
convertirse en un hombre de verdad, Don Fierro. Entonces no habría en el mundo
nadie superior a usted en virtud e inteligencia.
-No crea que falta mucho, doña Guadalupe. Voy a
contarle algo que seguramente usted ignora ya que, supongo, posee una escasa
educación.
-Tiene usted toda la razón del mundo, soy bastante
flojita de la cabeza pero haré todo lo posible por entenderlo. Lo escucho
atentamente.
-Entonces preste atención a cada palabra. En el
año 1985, el inglés Peter Davidson, desarrolló la idea de un tantrismo
cibernético mediante el cual devendrá una nueva religión a la Tierra. Un
radiante credo surgido de la simbiosis de la electrónica y del más refinando
erotismo para sustituir a los antiguos y decadentes evangelios planetarios.
-¡Una nueva religión! –gritó la cínica de mi
mujer, haciéndose la que entendía.
-Exactamente, mi querida señora. Una flamante religión
que empezó con el televisor a quien todos adoran como a una figura sagrada; las
computadoras a las que acuden los científicos como antaño consultaban los
iniciados al oráculo de Delfos; los satélites artificiales que son una
prolongación de los ojos y de la inteligencia humana; y por fin el robot, la
especie que yo represento, heredera de todas las culturas.
“Para mí, ese Don Fierro es el mismo diablo”,
pensé mientras continuaba escuchando el diálogo de los dos traidores.
-No entiendo bien lo que quiere decirme, amigo
mío-dijo la descocada de mi mujer, fingiendo interés por las barbaridades que
decía el robot-, pero quiero que sepa una cosa: lejos de usted la vida para mí
sería una penitencia insoportable.
-Comprendo su ansiedad, Guadalupe, por expresar
sus intuiciones. Ese descubrimiento de admiración casi sagrado, que insinúa
surgir en su interior, es un anticipo de la visión del Segundo Renacimiento que
aporta la electrónica al mundo de los hombres. Lo que usted percibe mediante su
inocente premonición (por la simple presencia de nuestras complejísimas
estructuras), es el principio del desencadenamiento de la sabiduría que viene
del futuro. No me diga que no lo entiende porque no le creeré. Usted está
adivinando el mañana mediante la pureza de su corazón y jamás podría hacerlo de
otro modo.
-Bueno, Don Fierro, algo entiendo de cuanto está
diciéndome. No crea que soy tan ignorante, porque me doy bien cuenta de lo que
está insinuando. ¿Qué será de nosotros, entonces, el día en que seamos sustituidos
por robots? ¿Tendremos que desaparecer?
-Oh, no. No diga esa barbaridad. Coexistiremos
como lo hacen ustedes con los monos, con los caballos y perros. No olvide que
el ecosistema del Universo no admite siquiera la pérdida de un solo átomo. La
única diferencia será que nuestra privilegiada raza constituirá la casta
superior que gobernará el planeta y le aseguro que lo haremos de un modo
implacable y esencialmente práctico.
-¡Qué maravilloso! Pensar que soy una de las
primeras mujeres a quien le ha sido revelada semejante cosa…
-Está bien, pero no se engañe en cuanto a la
primicia. Desde 1960 estamos planificando la sustitución. ¿Quiere que le cuente
un secreto? ¿Me promete que nunca,
jamás, lo repetirá ante nadie?
-¡Oh, Don Fierro, se lo juro!
-No soy realmente un robot chacarero sino un
adelantado explorador que a cada instante
está emitiendo información a un determinado y secreto punto que,
lamentablemente, no puedo revelarle. Mi misión es mucho más excelsa que de un
simple artesano, señora Guadalupe.
Hubiera saltado como una fiera sobre ambos, pero
desconfié de algunos instrumentos y lámparas que Don Fierro tenía apuntando,
permanentemente, a un lado y otro. Contuve mi odio y el instinto de
conservación y me acerqué a ellos, carraspeando para simular que recién llegaba
y no advirtieran que los había estado escuchando. Vi en los ojos de mi mujer
ese brillo lujurioso que provoca la pasión por otro hombre, pero no dije una
palabra. Nuestra vida en común prosiguió normalmente durante los siguientes dos
meses durante los cuales la úlcera de los celos empezó a roerme el corazón.
Una fría mañana de mayo, época en que se inicia el
año agrícola, llamé a Don Fierro que estaba arreglando el chiquero y le dije:
-Andá hasta la toma y soltá el agua para el riego.
Fijate bien que la acequia esté limpia para que no se desborde. ¿Memorizaste
bien?
-Correcto.
-Bien, yo, entretanto, voy a ir al corral de la
finca a traer la mula para que empecemos la primera arada.
-Está bien, Ricardo –me dijo, sin protestar, y se
fue con la azada al hombro a cumplir la tarea encomendada.
Apenas llegué a la Administración, me metí al
corral y busqué a la mula Berta.
-¿Estás loco?, –me recriminó don Domingo Di
Césare, el capataz de la finca-. ¿Para que llevás esa bestia?, ¿estás buscando que te mate?
-No creo una palabra sobre lo que dicen de este
pobre animal –retruqué-, esta mula no es tan mala como la pintan. Por lo menos
para mí pues trabajé varios años con ella. Además, en cuanto se quiera hacer la
loca le voy a dar unos buenos guascazos en el lomo.
-Está bien, es cosa tuya. Pero no me vengás
después con problemas.
Volví a las casas y le puse los aperos a la mula,
la enganché al arado y me puse a trabajar. El animal era joven y brioso, con
esa estampa majestuosa, salvaje y potente que yo tanto admiro en los seres
irracionales.
A eso de las diez de la mañana regresó Don Fierro
con el desayuno. La canasta de mimbre parecía un juguete entre sus manazas de
acero. Hasta donde yo recuerdo, la comida de la media mañana era una tarea que
siempre realizaban mis hijos, pero desde que Guadalupe y Don Fierro habían
comenzado su extraña amistad, era el robot quien se encargaba de ella.
-¿Qué me traés para comer? –le dije en voz alta,
procurando que descubriera, en la altivez de mis palabras, el oculto despecho
que sentía hacia él.
-Huevos fritos, jamón, pan y café –respondió mi
rival electrónico, poniendo los alimentos sobre un rústico mantel a cuadros
bajo la sombra de un olivo.
-Está bien, Don Fierro –dije, tratando ahora de
aparecer como agradecido-. Mientras yo tomo el desayuno seguí vos con la
aradura.
El incansable hombre-máquina tomó las riendas y
empezó a dar idas y vueltas por entre las hileras del viñedo, apurando aún más
el ritmo de marcha de la vigorosa mula Berta mientras yo los contemplaba
tomando lentamente una taza de café.
-Vamos, mula, adelante, más rápido –se escuchaba
sin cesar la voz metálica del odioso mecano.
En un de aquellas apresuradas idas y venidas de Don Fierro llevando con firmeza
la mancera del arado, sucedió lo que tenía que suceder. Al dar la vuelta en el
callejón vi que uno de los tiros se había desenganchado del balancín. Le ordené
a Don Fierro que volviera a colocarlo en su lugar mientras yo sostenía las
riendas del animal para que no se espantara.
-Ya mismo –dijo con la presteza de siempre.
Se agachó y, en el preciso momento en que tocaba
la cadena, la mula Berta le dio tan tremenda patada en la cabeza que los
pedazos de chapa, lámparas y tubitos quedaron desparramados varios metros a la
redonda.
--
Me he reconciliado con Guadalupe y vivimos ahora
en Malargüe, al sur de Mendoza. Trabajo en la fábrica Carbometal como peón de
limpieza. En las pocas horas libres que me dejan mis obligaciones cultivo una
pequeña huerta en los fondos de mi casa para no olvidar mi origen chacarero.
Tengo mi conciencia limpia porque, aunque todos
creyeron que fue un accidente de trabajo, destruí intencionalmente a Don Fierro
para salvar mi hogar y recuperar el amor de mi compañera.
En realidad, debo confesar, la vida no resulta muy
placentera por estos lados. Hace demasiado frío y lo que gano apenas alcanza
para llevar adelante nuestras necesidades familiares. Circulan, además, ideas
raras entre mis compañeros de trabajo. En el fondo, tal vez sea esto lo que más
me intranquiliza.
Los otros días, don José Chirino, uno de los
capataces de la fábrica, me reveló un secreto. Todavía no sé por qué me eligió
precisamente a mí entre tantos compañeros. Dijo, mientras le temblaba la voz,
que los dueños de la fábrica estaban empleando un tipo de máquinas muy
perfectas, idénticas a nosotros, los obreros, en su aspecto exterior, que
actualmente son importadas desde Alemania.
-Tené cuidado, Ricardo –me dijo, muy serio, mi
confidente-, desconfiá de todos tus compañeros porque algunos de ellos bien
puede ser un robot y te puede joder. Si no tenés experiencia en estos asuntos
es muy difícil que sepas distinguir con claridad entre un hombre de verdad y
uno de estos monstruos de acero.
Al principio no creí en lo que se murmuraba en la
fábrica, pero ahora tengo amargas dudas que han vuelto a oprimir mi corazón:
las máquinas inteligentes están ocupando el lugar de privilegio que tuvo el
hombre durante miles de años y pronto lo sustituirán. Hace poco leí en una
revisa que cuando llegara ese momento en que una máquina pudiera fabricar otra
máquina sin intervención del hombre, habría llegado el fin de la civilización
humana. Creo, y ¡Dios me perdone!, que ese momento ya ha llegado.
Las otras noches invité a Germán, un compañero de
trabajo, atento y servicial como pocos, para que conociera a mi familia. Él
había expresado el deseo muchas veces y me pareció de mala educación seguir
ofreciéndole pretextos.
Llegó la hora de cenar pero, extrañamente, no
quiso probar bocado y ni siquiera aceptó tomar una copa de vino.
-Tampoco fumo ni tengo vicios –añadió con
naturalidad, esbozando una inquietante sonrisa mientras Guadalupe no apartaba
un instante de él sus ojos fascinados.
*
LA CAPADA
Azucena era el nombre de nuestra hermana menor que
hace ocho meses tuvo un hijo varón y que murió de pena porque nuestro padre no
quiso perdonar su deshonra. La velamos en la antigua casa de Fray Luis Beltrán,
rodeada de frutales y de flores donde habíamos pasado los alegres y ruidosos
años de nuestra juventud., antes de venir a la cárcel. No se borrará de mi
memoria, mientras viva, el rostro manso y bello de Azucena, dormida como una
pequeña y delgada virgen de cera, en aquella caja de madera, rústica y oscura,
que la guardará para siempre. Jamás olvidaré ese día de imprecaciones y de
llantos, las voces susurrantes de los vecinos maliciosos y el juramento que
hicimos en la cocina mis dos hermanos menores y yo. “Los Tanos”, nos decían a
los tres en la escuela, y al menor, “Tuco”, porque era rojo como salsa de
tomate, con su pelo lacio y amarillo y los ojos de brillante azul. “El mal
genio que se hereda del padre es el peor signo de la naturaleza humana, y por él la maldad se sigue
transmitiendo de siglo en siglo, desde Caín a los monstruos inhumanos de hoy”, dijo
el Fiscal durante el juicio. Yo me río de la justicia y de todos los imbéciles
de este sucio mundo. Vivir en la cárcel o morir por hacer lo que es justo es
mejor que someterse a los villanos de guante blanco. Estoy en paz conmigo y con
el recuerdo de mi finada hermana, alegre, ingenua y servicial como nuestra
madre. Recuerdo que para no dejarla sola los tres varones solíamos jugar con
ella a las muñecas. ¡Quién nos hubiera visto! Los hermanos Spitalieri jugando
como tontos con nuestra pequeña Azucena y al rato repartiendo trompadas para
demostrar que éramos hombres de verdad. He memorizado una nota publicada por el
diario Los Andes, que decía: “Tres
hermanos confabulados para cometer un horrible crimen. Sin demostrar el más
mínimo arrepentimiento, confesaron, con precisos detalles, haber mutilado al
joven Hipólito Gómez, de veintidós años, a quien acusaron de haber abusado de
la inocencia de una hermana adolescente llamada Azucena”. Como acontece en
todas las familias, ella se hizo mujer siendo todavía muy joven y nosotros, que
habíamos nacido antes, parecíamos unos mocosos a su lado. ¿Cuántas veces he
recordado este breve pasado de nuestra desdichada familia? ¡Oh, María
Auxiliadora, Virgen Santísima! No quiero pensar que hicimos mal en nombre del
amor. “Peores que las fieras salvajes,
los hermanos Spitalieri avergüenzan a la sociedad humana de la que deben ser
separados para siempre”. Esto también lo dijo el doctor Bertranou, el
fiscal, durante una de las audiencias. Un recorte de la revista Mundo Argentino que de vez en cuando
vuelvo a leer, dice: “Estos tres
individuos representan los extraños giros de la biología humana, los traspiés
que sufren las leyes de la herencia, las alteraciones de los códigos genéticos,
aparentemente invulnerables que transportan a los tiempos actuales genes
dotados de increíble violencia y a los que el más imprevisible detonante hace
precipitar en oleadas de horror y destrucción. El crimen de Fray Luis Beltrán
se recordará en los anales de la criminalidad como un modelo execrable de la
naturaleza de ciertos individuos que aportan mayor incertidumbre y desesperanza
acerca del futuro inmediato de la sociedad”. Felices aquellos que carecen
de miedo, digo yo, y me río de todas las palabras y advertencias de los doctos.
Auténtico y fiel a sí mismo es aquel que hace lo que siente y no se violenta en
lo íntimo con la culpabilidad de la cobardía. Cada vez que imagino la cara
pálida y ojerosa del Juez cuando me pidió que describiera detalladamente el
método de capar a los chanchos, siento ganas de reír a carcajadas. Recuerdo
bien la descripción que hice de aquella tarea ante los ojos sorprendidos de
tantos hipócritas y masoquistas allí reunidos. “Nosotros aprendemos desde
chicos a realizar las tareas rurales, cómo podar la viña, injertar los frutales,
degollar a un animal (para comerlo, por supuesto), matar liebres a escopetazos
y también a eso que usted me está preguntando. En invierno, durante los meses
de junio o julio capamos a los chanchos machos para que no se alcen, y de ese
modo engordan y sus carnes son firmes y
sabrosas. La tarea se hace muy temprano, porque el calor es malo para la
curación de las heridas. Se necesita, por lo menos, tres hombres fuertes para
agarrar a un cerdo adulto, sacarlo del corral y ponerlo, bien atado, en un sitio
seco y limpio. Entonces les tomamos los ¿cómo dijo usted, señor Juez?, ¡Ah!,
sí, los testículos, apretamos la piel hacia atrás para que queden bien
tirantes y con un pequeño cuchillo, bien
afilado, hacemos un tajo a lo largo, cortamos los ligamentos nerviosos y
separamos el testículo. Curamos la herida con sal, cenizas y vinagre y soltamos
al bicho en el corral. Las infecciones se previenen echando creolina en un
balde con agua y derramándola por el chiquero y los alrededores. Diariamente se
controla la operación para evitar las hemorragias o el agusamiento, que
condecirían a la muerte segura del animal. Apenas el chancho se mejora comienza
a comer y a engordar y tenemos para el carneo un hermoso animal de abundantes
carnes y gruesos tocinos”. Cuando terminé de hablar, el público que llenaba
la sala se había quedado en silencio, pensando en otra cosa, supongo. Aproveché
aquel momento para mirar a mis hermanos y guiñarles un ojo, a lo que ellos
respondieron con un leve gesto de admiración. Aunque estábamos por ser
condenados a largos años de presidio, no era aquel día más triste que el
del velorio de Azucena. Recuerdo que nuestro padre insultaba a Dios y a los
santos, se maldecía por haber nacido, gimiendo como un perro por las
habitaciones y golpeándose el rostro hasta hacerlo sangrar. Aquellos momentos
aciagos fueron los largos, interminables instantes del infierno al que todos entramos
o entraremos alguna vez. Ahora estamos en celdas individuales para presos de
extrema peligrosidad. ¡Qué consecuencias! Cuando éramos niños nuestro padre nos
obligaba a practicar esa ley, no sé cómo se llama, que dice “Ojo por ojo,
diente por diente”. Me pegás, te pego. Me robás, te robo. Emparejar. No dar
ventajas. Cuando Azucena quedó embarazada, el Hipólito, que en aquellos años
era su novio, se fue a vivir a Buenos Aires con un tío que transportaba vino en
camiones de la Bodega Giol y se quedó
por allá en casa de unos parientes.
Entonces comenzó para nosotros un oscuro, insoportable calvario familiar, hasta
el nacimiento del bebé y la muerte de nuestra infortunada hermanita. Unos meses
después, recuerdo bien la mañana fría y
nublada de junio de 1949, cuando un amigo cuyo nombre no revelaré, nos avisó
que por la calle Los Salamanquinos venía el Hipólito en bicicleta. Había regresado
porque al gran hijo de su madre ya no le importaba lo que había sucedido por
su culpa. Salimos como relámpagos a escondernos detrás de los sauces que
bordean el camino y cuando pasó frente a nuestra casa, lo agarramos y lo
llevamos al corral. Le arrancamos los pantalones a los tirones y lo pusimos junto
al chiquero, en la mesa de carneo. No recuerdo si lloraba, gritaba o se reía de
terror. ¡Qué me interesa! Entonces Ernesto, el hermano que me sigue en edad,
sacó el cuchillo de hoja delgada que siempre llevaba oculto en su camisa, y me
lo entregó. Capamos como a un chancho al infeliz y lo abandonamos aullando de
dolor mientras corríamos a entregarnos al comisario de Fray Luis Beltrán. Va
pasando el tiempo, dejando atrás la pesadilla y el horror, la incertidumbre
sobre el bien y el mal, lo incomprensible. Pero hay algo en mí, una sensación
extraña de paz y de equilibrio que no me abandona y que antes no había
conocido. Ayer estuvieron nuestros padres en la Penitenciaría y trajeron, por
primera vez al hijo de Azucena a quien han bautizado con mi nombre.
*
EL GOLEM BABOSO
1
Han pasado casi 40 años
desde el día en que mi joven amigo Miguel García desapareció misteriosamente.
Yo, que durante este insoportable tiempo he guardado, bajo juramento, el
terrible secreto que destruyó su vida, confieso que no puedo seguir haciéndolo si
quiero conservar la razón. Contaré cuanto sé para liberarme de esta pesadilla y
transferir a otros la pesada carga de su redención.
Me siento enfermo e
impotente para frenar el crecimiento de la perversidad, y pongo en este mensaje
un grito de auxilio en nombre de Dios porque aún no he perdido totalmente la
esperanza de encontrar a uno, entre miles de millones de hombres, que entienda
el significado oculto de las palabras en la espantosa historia que voy a
relatar.
No concibo este cruel
exilio y el desamparo espiritual que he experimentado durante la búsqueda del
significado y de la clave primordial, en procura de señales y de guías que me
ayudaran a encontrar la verdad o, por lo menos, el consuelo de saber que no he
vivido en vano.
A pesar de que durante
estos últimos años de mi vida he tenido la fortuna de frecuentar a eminentes
pensadores, conocer disciplinas científicas y técnicas y contactar con
auténticos manantiales de sabiduría, no he alcanzado a comprender el destino
del desdichado Miguel. Por momentos creo que su obra fue generada por la
inevitable ley de consecuencias de donde brotamos o nos hundimos rítmicamente a
través del oleaje de una portentosa vida transcósmica; pero después, cuando
contemplo la inalterable realidad y la consistencia de las leyes fundamentales
de la naturaleza, se apodera de mí un vacío existencial que nada puede colmar y
caigo en la desesperación.
Esa experiencia me lleva
a afirmar que todo cuanto pueda decirse una vez leído este testimonio, todo
análisis y lucubración, serán apenas escasos y mezquinos razonamientos frente a
lo que yo intuyo acerca de los canales por los cuales el mal desemboca
continuamente sobre el mundo.
Londres, 3 de marzo de
1981.
Estimado señor:
No hemos encontrado en los
anales de nuestra Sociedad un pedido de investigación semejante al suyo a pesar
de lo variado y extenso de nuestros archivos.
La naturaleza del caso, realmente sorprendente respecto de
las maniobras genéticas que usted describe y que atribuye a experimentaciones
físico-químicas poco ortodoxas, están al margen de los temas específicos de
nuestras investigaciones, por lo cual no podemos comprometernos a participar en
la búsqueda de respuestas científicamente aceptables.
Entendemos que el decapamiento progresivo llevado a cabo
por los distintos centros de investigación diseminados en el mundo, ha traído
suficiente claridad sobre antiguos fenómenos que, como la Alquimia, van dejando
de lado esa atmósfera de magia y ocultismos que la caracterizaron en tiempos de
Giovanni Battista Della Porta y de Heinrich Cornelius Agripa von Nettesheim,
por nombrar sólo a dos grandes sabios del pasado que legaron a la posteridad
importantes descubrimientos.
Lamentablemente, no contamos en este momento con
voluntarios adecuados para enviarlos a ese gran país sudamericano a investigar
el suceso que a usted tanto preocupa, y difícilmente los encontrará a menos que
aporte mayores elementos de juicio en la
apropiada dirección.
No obstante y para honrar a nuestra institución en aquello
que la caracteriza más notoriamente, es decir su inalterable antidogmatismo y
vivo interés por las ciencias del
hombre, recomendamos comunicarse con el profesor Alfred Bellamy, Director del
Roitman Biology Instituye. A él se deben importantes descubrimientos en el
campo de la biología marina, y del interés que usted logre despertar por el
tema podría surgir la posibilidad de que tan importante investigador participe
en la empresa.
Quedamos a su disposición.
WILLIAM
LODGE
Society
for Psychical Research
2
La época en que tuvieron lugar los sucesos que
voy a narrar data aproximadamente de principios de 1955. En aquel tiempo vivía
yo con mis padres y hermanos en una calle angosta que desembocaba en la
costanera de la ciudad de Miramar, una población construida sobre la margen sur
de la laguna Mar Chiquita, un extenso espejo de agua salada que tenía por
aquellos años una extensión de 75 kilómetros de largo por 26 de ancho.
Miguel García vivía
sobre la misma calle, unas cinco cuadras arriba, cerca de la plaza; tenía 19
años, dos más que yo y era –más bien sigue siendo y lo será por el resto de mi
vida- uno de mis mejores amigos.
Creo que los funestos
sucesos que ocurrieron un tiempo después empezaron aquella tarde de un domingo
que habíamos salido a caminar por la costa de la laguna con un grupo de jóvenes
a contemplar el fascinante vuelo de los flamencos.
-Vean esto –nos dijo de
pronto Miguel, señalando el suelo barroso-. La tierra contiene infinitas y
variadas semillas de vida. Sólo es necesario que llueva para que broten
gusarapos, hongos y mosquitos por todos lados. En cada metro de tierra que
pisamos hay millones y millones de células germinativas que aguardan la
humedad, la electricidad y ciertas condiciones especiales para transformarse y
crecer. Así era en el principio, como dice la Biblia, cuando en este planeta no
había ninguna forma de vida aparente. Todo este inmenso globo no es otra cosa
que un gran óvulo sexual que potencialmente contiene no sólo las especies
conocidas sino también las que se generarán en el futuro cuando la ciencia
pueda formar vida a partir de la sustancia inanimada.
-¿Es verdad, Miguel, que
Dios creó al hombre soplando sobre un puñado de barro? ¿Creés que eso tiene
sentido? –lo interrumpió Oscar Maldonado.
-Como les decía recién
–afirmó Miguel muy serio y convencido-, todo surge de los elementos de la
tierra. Todo lo que fue, es y será, está aquí. Lo que Dios hizo fue tomar un
puñado de barro cualquiera e insuflarle el relámpago de la vida.
Nos sorprendió una
bandada de patos que levantó vuelo
repentinamente ante nuestra proximidad.
-Por eso –prosiguió
Miguel-, la misma Biblia dice que en el principio fue el Verbo. ¿Qué significa
eso? Sencillamente que Dios pronunció una Palabra Sagrada, un texto que sólo Él conoce y mediante el
cual inventaba mundos, especies, ángeles y demonios y todo cuanto existe o
pueda ser pensado como de posible existencia.
Ninguno de nosotros
entendía lo que Miguel pretendía explicarnos pero seguíamos escuchándolo con
respeto y admiración porque, entre todas las personas que conocíamos,
únicamente él podía enseñarnos cómo se formaban los mares y los continentes, de
qué sustancia estaban hechas las
estrellas y el lugar exacto que correspondía a cada cosa.
Aunque solamente había
asistido a la escuela primaria, Miguel poseía una suma de conocimientos
increíblemente superior a la nuestra. Años después, cuando ingresé a una etapa de mayor madurez y capacidad de
reflexión, comprendí que su cultura intelectual era imperfecta y desarticulada,
propia de quienes carecen de una
adecuada formación teórica y sistemática.
Supongo, con sobrados
fundamentos, que su osadía para enfrentarse a una serie de raros experimentos
se la dio el estudio de ciertos libros que encontró olvidados en un viejo arcón
que había pertenecido a su abuelo, un español llamado Francisco Simón, quien
había sido miembro de una organización masónica, rosacruz o algo parecido.
Ciudad del Vaticano, 14 de
abril de 1981.
Amantísimo hijo:
La
terrible congoja que se abate sobre tu corazón es la mayor prueba de la
existencia tangible del Mal y de la insensatez de algunos hombres, puesto que
todo conocimiento y práctica de la ciencia que se ejecuta a espaldas de la
verdadera sabiduría, la que proviene del amor a Dios, por mediación de nuestro
amado Señor Jesucristo y de su dulce Madre María Santísima, conduce al
destierro de la vida divina y a la disipación del alma venturosa, por lo que
merece grave condenación.
Tal clase de información y el lenguaje que la describe nos
parecen extraños y contrarios a un verdadero y sano razonamiento. Esas
formulaciones de juicio están muy próximas al idioma de nigromantes y espíritus
adversos al sentimiento de la Iglesia. Ellos, junto a delirantes alquimistas o
haciéndose pasar por ellos, actuaron durante siglos sembrando confusión y vanos
intentos de desafiar la ira de Dios.
Y es, precisamente, por obra de estos opositores al
sentimiento de sumisión divina, que fluyó hacia el mundo un modelo de
conocimiento que se expresa, en nuestro siglo XX, en la diabólica carrera de
armas y venenos químicos que bien podrían acabar con la obra de nuestro
Creador.
Nos apena tanto desconcierto y nos conduele ese tormento
por el destino de tu buen amigo Miguel García. Sin embargo, no aceptamos ese
pensamiento de vano riesgo y hueca esperanza de encontrar el fin de tal
supuesta monstruosidad mediante el sortilegio. La única cadena de salvación que
nos une a la redención prometida por nuestro Salvador es la oración y la
penitencia devocional. Si en verdad hay algo que pueda ser vencido debe hacerse
mediante el aborrecimiento del mal, la desconfianza a la soberbia gnóstica y el
desprecio por la sabiduría de Satanás.
Olvida, hijo mío, la promesa blasfema que guardas en tu
corazón ya que sólo a Dios podemos prometer fidelidad y renuncia como anhelo de
salvación y único medio de participación al dolor de nuestro prójimo.
No continúes esa alucinante búsqueda de lo imposible. Deja
de interpretar mágicamente lo que es atributo de los sabios e investigadores.
Ellos encontrarán explicación a la expansión de las aguas de esa laguna a la
que llamas “maldita” en tu ofuscación. No olvides que la Santa Iglesia no sólo
acepta el veredicto de la razón científica sino que ella misma, por sus propios
hijos y sacerdotes, es custodia de la lógica y del buen entendimiento que
conducen a esclarecer los caprichos de los elementos de la naturaleza.
Busca en una sincera y limpia confesión el verdadero
sentido y causa de tu angustia. Nada resulta más liberador para la
incertidumbre y el pecado que una humilde comunicación con nuestro director
espiritual. Fuera de aquellos que hacen de tal práctica un hábito insuficiente
y mecánico, la confesión es el resultado del valor personal, modestia interior
y sana conciencia.
Nos comunicaremos con nuestro Obispo en la ciudad de
Córdoba y mantendremos contacto con él respecto de lo que causa tamaña
tribulación a tu alma.
Ora continuamente y aborrece en tu corazón las sombras que
el Príncipe de las Tinieblas ha depositado, repudiando vivamente las perversas
imágenes que se alimentan de tu afiebrada mente.
Reciba nuestras bendiciones.
Cardenal AMITORE
VITALI
Congregación por la Fe y el Dogma
3
Cierto día que estábamos
escuchando radio en su casa, Miguel nos aseguró que iba a enseñarnos cómo
fabricar una víbora.
-Miren atentamente lo
que voy a hacer –dijo, arrancándose un cabello-. Tomo este frasco, introduzco
el pelo de mi cabeza, lo lleno con agua salada de la laguna y lo tapo
herméticamente. Dentro de un par de meses el cabello estará transformado en una
víbora pequeñísima que empezará a moverse y a crecer. Entonces tendré que
arrojarla lejos o matarla porque si no lo hago ella me destruirá a mí.
Nos estremecimos ante la
idea de que nuestros pelos pudieran convertirse en reptiles del agua. Sin
embargo, ninguno de nosotros tenía entonces el conocimiento adecuado para
refutar aquellas absurdas teorías de Miguel.
Estos raros experimentos
y las alucinantes conversaciones fueron raleando al grupo hasta que sólo yo
permanecí a su lado, más por fidelidad a la noble pasión de la amistad que por
interés en sus extrañas ideas.
En una oportunidad en
que nos encontrábamos leyendo en el cuarto de estudios que había construido con
maderas y chapas de cinc en el fondo de su casa, Miguel, vivamente excitado, me
dijo de pronto:
-Voy a fabricar un
golem.
-¿Un qué? –pregunté,
sintiendo que la sangre se me congelaba ante la sola pronunciación del
misterioso nombre.
-Voy a fabricar un
golem. Ya sé cómo hacerlo.
-¿Qué es un golem?
-Algo semejante a un
hombre, una especie de monstruo artificial.
-¡Un monstruo! ¿Y de
dónde vas a sacarlo? –pregunté, ingenuamente, como si se tratara de conseguir
la más común de las materias primas.
-Tengo todo listo. En
principio dispongo de la teoría básica, un programa de experimentos químicos
bastante complejo, algunos elementos físicos ya seleccionados y la casi segura
existencia de una semilla prodigiosa que buscaré en la laguna.
-¿Qué clase de semilla?
-No puedo decírtelo
porque no entenderías –me dijo Miguel, en cuyos ojos ya empezaba a brillar la
obsesión que lo seguiría hasta el fin de sus días-. Se trata de una sustancia
que será la base de la inseminación, una especie de óvulo femenino que las
aguas saladas pueden conservar durante millones de años hasta el momento en que
un “iniciado” las recoge y les da el
destino que sólo él sabe.
-¿Creés que eso será
posible? ¿No te parece una locura, algo que está en contra de nuestra religión?
¿No has pensado que Dios podría castigarte por ese grave pecado?
Me miró un momento,
fijamente, con expresión altiva y segura a la vez que me hizo sentir disminuido
y estúpido.
-No tengás miedo. Todo
lo que un hombre puede hacer es porque, de alguna manea, le está permitido, no
importa por quién. Si realmente existe Dios y no está de acuerdo con lo que
estás haciendo, te fulmina en un segundo y todo se acabó.
Reconozco que fui un
insensato en prestarme a colaborar en aquel experimento y un ignorante que no
supo sospechar el grado de conocimiento
real que mi amigo había alcanzado. Su “ciencia” no era (lo supe
tardíamente) nuestra ciencia, como
tampoco la moral que apoyaba sus actos es la que prevalece en nuestra sociedad.
Todavía conservo algunos
apuntes de Miguel que más adelante contaré cómo llegaron a mis manos. Aparentemente
son comentarios y análisis de algunos textos que él menciona y de los cuales,
supongo, extrajo sus métodos de trabajo y las técnicas de laboratorio que luego
emplearía.
Lo que sigue es una
parte de las mencionadas notas:
“La historia de la alquimia antropológica se remonta a Simón el Mago, compañero y amigo de Pablo de
Tarso (conocido posteriormente como el Apóstol San Pablo), fundador de una
antigua escuela gnóstica y padre de los primeros hijos artificiales del hombre,
los golem, que en el siglo I de nuestra Era formaron parte de las invencibles
guerrillas que actuaron contra la usurpación romana en la antigua Palestina. De
Paracelso, el gran químico suizo de noble familia, iniciado por maestros árabes
en Constantinopla en artes mágicas y herméticas, se sabe que construyó
homúnculos dotados de vida pero carentes de habla y significación interior, por
cuya causa los destruyó.
Un siglo
después, en 1586, quien fuera rabino de Praga, Jehuda Löw ben Bezabel, resucita
las técnicas alquímicas de los sabios judíos y alcanza a fabricar una pareja de
golems azules que sólo alcanzó a vivir dos semanas.
Recientemente,
en el año 1944, en una perdida localidad de los Alpes bávaros, el general
alemán Rudolf Wühler, por expresa “orden superior”, según manifestó en el
juicio de Nüremberg, donde fue acusado de crímenes de guerra, recluyó a un
grupo de rabinos y teólogos judíos condenados a muerte en Polonia, quienes
trabajaron en el desarrollo de un prototipo de soldado-golem que de haber
llegado a concretarse a escala industrial hubiera cambiado la historia del
mundo”.
Otros apuntes contenían innumerables
construcciones matemáticas de compuestos químicos, evidentemente codificados en
una clave que yo jamás podría haber entendido y por cuya causa reduje a cenizas,
impensadamente, ya que bien podrían haber sido descifrados por expertos en esas
disciplinas y contribuido al esclarecimiento de tan desgraciados sucesos.
Nagasaki, Japón, 3 de
agosto de 1981.
Estimado señor:
Con
justo interés hemos recibido su nota dirigida a nuestro Departamento de
Investigaciones Genéticas, cuyos miembros la han estudiado detenida y
respetuosamente, sin considerar la insuficiencia de los métodos analíticos y
las conclusiones apriorísticas que contiene.
Adelantamos a usted que hemos mantenido una previa
comunicación con el Dr. Alfredo Álvarez Gordillo, presidente de la Academia de
Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Córdoba, a propósito de la
investigación que usted nos solicita y
que resulta, evidentemente, más que una seria y ordenada cuestión científica,
una increíble y fantástica descripción de hechos y circunstancias inexplicables
más próximos a la ciencia-ficción que a cualquier otra disciplina.
En el curso de nuestros trabajos que se origina, como usted
sabrá, en 1945, las desviaciones y mutaciones en la genética humana y animal
registradas y cuantificadas, conforman un documento único en la historia de las
ciencias modernas. La amplitud de reconocimientos, resultados e
identificaciones, nos ha llevado al descubrimiento de caracteres límites, la
mayor parte de ellos conservados en el Museo de Teratología de nuestro
Hospital. Sin embargo, no hemos podido localizar en nuestros archivos un
ejemplar de las características que usted describe. Naturalmente, hemos
consultado a colegas de otras nacionalidades y tampoco ellos pueden afirmar que
tal existencia sea posible en un medio salino como el que usted detalla.
Nos hemos limitado, objetivamente, al núcleo de su
información y hemos descartado de plano las subjetividades que escapan, por su
imprecisión e incoherencia, al más
mínimo comentario que corresponda al nivel en el cual deben ser tratados
asuntos de semejante carácter.
Le agradecemos en nombre de nuestro Departamento el honor
de habernos elegido como interlocutores, al tiempo que lamentamos no poder
ofrecerle una respuesta más significativa.
Nos reiteramos a su servicio y lo saludamos atentamente.
Dr.
JEHUDI MATAYOSHI
Hospital Itushiro
Universidad de Kiushiú
4
En el período inicial de
aquellas pruebas secretas, que dieron como resultado el nacimiento de una
formidable bestia del infierno, Miguel me contó como su fiel ayudante,
silencioso, sorprendido y algo atemorizado.
Sus padres, gente buena
y humilde, tenían un almacén y despacho
de bebidas que apenas les aportaba lo suficiente para sobrevivir a una mediana
pobreza. Sólo Miguel, entre sus numerosos hermanos, como contraste y afirmando
para sí el privilegio de su grupo, parecía estar dotado de una predisposición y
energía superiores para enfrentar los acontecimientos y dificultades
cotidianas, circunstancias que después descubrí era la génesis caracterológica
del genio y del hombre creador.
Durante meses recorrimos
la costa de la Laguna Mar Chiquita buscando a través de agotadores kilómetros,
entre el ardiente sol y la tierra salitrosa, aquella semilla multimilenaria que
el “viento genésico del cosmos”, según textuales palabras de Miguel, había
depositado alguna vez sobre aquellas aguas en “el origen del sistema
planetario”, y que era la meta afanosa
de mi amigo y el fin de mi fatiga. Mientras más transcurría el tiempo
mayor era nuestra ansiedad y más justa mi preocupación y desconfianza.
En una de aquellas
largas caminatas, en la obstinada búsqueda de lo imposible, escuché los gritos
de mi amigo quien con una fina red rastreaba las aguas poco profundas:
-¡Aquí! ¡Aquí está! ¡Al
fin la encontré!
Había atrapado algo en
un pequeño recodo donde el agua golpeaba débilmente sobre los juncos. Parecía
un pequeño gusano de color rosado cuyo grosero aspecto me produjo una repentina
repugnancia y deseos de vomitar.
-¿Qué diablos es eso?
–pregunté, manteniéndome alejado.
-Es una especie
alquímica de origen marino, la semilla de la que tantas veces te hablé. Acercate, no
puede hacerte daño. Por ahora es sólo una célula sexual perpetua e
indestructible. Verás después en qué la transformaré. Te sentirás orgulloso de
haber colaborado en esta búsqueda.
Tomó el objeto viscoso,
casi transparente, con sus propias manos y lo depositó en un frasco de vidrio
con agua de la laguna.
Desde ese momento
preferí callar y creo que Miguel tampoco mostraba deseos de dialogar sobre nada
con nadie, de modo que regresamos a Miramar en momentos en que se hacía la
noche, separados por distintos pensamientos.
Al día siguiente ayudé a
Miguel a construir una larga antena, atando tres largos y delgados palos de
álamo en cuya punta superior sujetamos un trozo de metal del que partía un
alambre de cobre que condujimos hasta el improvisado laboratorio que mi amigo
había empezado a montar en la destartalada pieza, utilizando los más dispares e
increíbles elementos.
Después de varios días
de preparativos y cuando todo parecía estar llegando a la fase inicial del
experimento definitivo, Miguel me dijo repentina y bruscamente:
-Gracias por tu ayuda.
No sabés cuánto ha significado para mí
que permanecieras todo este tiempo cerca de mí, ayudándome. Te pido que a
partir de hoy me dejés solo. No lo tomés a mal, pero no quiero que sufras ningún
daño por mi culpa.
-¿Qué clase de daño
puedo recibir por estar con vos? –le dije, intentando demostrarle el interés
que aún yo tenía por continuar viendo cómo se desarrollaba su proyecto.
-Por favor, no sigamos
hablando del tema. Sólo yo sé qué puede ocurrir de aquí en adelante. Hablo en
serio.
Comprendí que nada lo
haría cambiar de parecer. Pasó así un tiempo durante el cual veía a Miguel muy
de vez en cuando pero, jamás, a pesar de nuestra sincera amistad,
intercambiamos algo más que un simple saludo y no volvimos a habla del asunto
en el cual yo sabía que él continuaba trabajando.
Y como sucede en este
cambiante período de la vida que es la juventud, mi interés se modificó y de
pronto estaba metido en mis propios proyectos personales.
Salt Lake City, Utah, 11 de
noviembre de 1981.
Estimado señor:
Su
extensa carta en realidad no me sorprendió. Hace más de tres años que mantengo
correspondencia con los doctores Alfredo Álvarez Gordillo y Abel Tissera, de la
Universidad de Córdoba, quienes junto a dos estimados colegas de mi país, los
doctores Douglas Hautpman y Joseph Mercali, han trabajado intensamente en Mar
Chiquita desde principios de 1976, época de las primeras y más graves
inundaciones, buscando una explicación científica a la notable expansión que
han experimentado las aguas en tan pocos años.
Sin embargo, y lamento decepcionarlo, tanto mis
colaboradores como yo podemos afirmar que no hay evidencia alguna de que en
aquella extensa laguna (o mar interior si prefiere el término), exista un
animal acuático de las singulares proporciones que usted menciona.
En tal sentido y con la autoridad que me otorga el reciente
Premio Nobel (con el cual se han distinguido mis numerosos trabajos y
descubrimientos sobre la fauna oceánica), debo negar, enfáticamente, que
existan pruebas acerca de la existencia del monstruo noruego llamado Kraken. El
origen de este animal mítico se remonta y permanece en los amplios límites de
la ciencia-ficción literaria que ya lo representa como una serpiente de mar o
como un pulpo de dimensiones descomunales. Ya ve usted que yo mismo me veo
obligado a utilizar expresiones tan altisonantes y poco convincentes al tenor
científico para referirme al absurdo.
Con el mismo énfasis, la ciencia actual rechaza la
existencia del monstruo denominado “La Bestia de Lot” que usted menciona como
probable habitante del Mar Muerto. Debe saber y recordar que las criaturas
protoplasmáticas tienen, como toda especie, estrechos corredores de desarrollo
y supervivencia, y mal podría un animal semejante habitar lo inhabitable.
En su carta usted menciona un “golem baboso” cuyo tamaño
oscilaría en alrededor de dos kilómetros de largo por un espesor de casi 200
metros de diámetro en su centro, y atribuye a esa cuantiosa magnitud,
supuestamente viva y en continuo crecimiento, la causa del desborde de las
aguas.
El doctor Mercali, con el auxilio de la Fuerza Aérea de su
país, recorrió la superficie de Mar Chiquita mediante zondas de rayos
infrarrojos, sin encontrar la más mínima
huella de vida biológica de semejante magnitud.
Nos resulta difícil afirmar, sin ofensa, que su presunción
acerca del nacimiento y existencia actual de un ser protoplasmático en ese lago
salado tenga origen en las llamadas “ciencias ocultas”, más precisamente en un
ensayo de laboratorio casero realizado con groseras sustancias químicas.
Consideramos, según nuestro estado actual de investigación, que su sombría
visión debería ser analizada bajo la lupa de la parapsicología o de otras
disciplinas afines, ajenas a nuestro trabajo específicamente científico.
Personalmente me apena el modo en que usted se enfrenta a
esta dramática situación pero nada, que no sea mi sentimiento de comprensión y
solidaridad, puedo ofrecerle en respuesta al vivo interés demostrado por usted
hacia nuestra institución académica.
Salúdole cordialmente.
ALFRED
BELLAMY
Director Científico
Roitman Biology Institute
5
Cierta noche, a fines de marzo de 1956, se
desencadenó una tormenta eléctrica como jamás observé en mi vida. Recordé la
antena pararrayos y los condensadores que habíamos construido con Miguel y tuve
el presentimiento de que algo raro estaba ocurriendo en el laboratorio de mi
amigo.
A falta de noticias volví a subestimar mis oscuras
premoniciones y aparté, deliberadamente, todo intento por caer en falsas
expectativas.
Habrían pasado desde entonces unas dos o tres
semanas, cuando una tarde me sorprendió la silenciosa llegada de Miguel a la
panadería “La Cantábrica” donde yo trabajaba. Se lo veía pálido y más delgado y
estaba visiblemente alterado. Lo noté al mirar sus ojos sombríos y huidizos.
-Tengo necesidad de mostrarte algo –me dijo-. Por
favor, te pido que no lo comentés con nadie. No les digás a los muchachos que
vamos a encontrarnos.
-Está bien, Miguel –le respondí-, esta tarde, a
última hora, apenas salga del trabajo iré a tu casa.
Encontré a mi amigo sentado sobre un cajón de
frutas, mirando fijamente el frasco en el que había realizado su experimento. A
la tenue luz de una lámpara que estaba encendida sobre nosotros, me conmovió la
expresión de inseguridad y desamparo que lo rodeaba.
-Mirá, eso es un golem. Te dije que sería capaz de
hacerlo.
El recipiente de vidrio encerraba una cosa
esponjosa, de color rosado y manchas verdes que se movía como si respirara en
toda la dimensión de su volumen. No recuerdo haber visto que tuviera ni ojos ni
patas pues se desplazaba torpe y lentamente en el agua como un caracol sin
concha, como una especie de babosa, flotando y sumergiéndose sin detenerse un
momento.
-Dijiste que sería semejante a un hombre –comenté,
haciéndole notar mi decepción a pesar de que lo que yo estaba observando me
parecía igualmente increíble.
-Es todo lo que pude hacer. De cualquier forma
tiene vida y yo lo considero un golem, una criatura viva y poderosa que crece
incesantemente.
Sentí una sensación de miedo y de furor al mismo
tiempo por el repugnante ser que estaba contemplando y le grité a Miguel:
-¿Por qué no lo tirás al pantano? Esa basura te va
a volver loco.
-No hablés así –me contestó, visiblemente
irritado-. Es necesario ser muy ignorante para no darse cuenta de lo que este
experimento significa. Esta “basura”, como vos decís, es el sueño de muchos grandes hombres que yo
he convertido en realidad.
-Está bien –le respondí-, ¿pero qué vas a hacer
con esa cosa?
-Me falta aún completar algunos detalles, hacer
varias modificaciones. Cuando llegue ese momento pondré al golem sobre la costa
de la laguna para que se adapte a su medio, para que despierte su natural instinto
de supervivencia. Sé que seguirá
creciendo pero ignoro cuáles serán sus dimensiones definitivas.
Un estremecimiento de terror sacudió mi cuerpo.
Tuve la tentación de tomar el frasco y arrojarlo contra el piso pero me contuvo
el pavor de que aquella “cosa” me mordiera o se prendiera a mis piernas.
-No sé si volveré a verte –le dije con enojo y
salí corriendo hacia mi casa.
Miguel no me contestó y cerró la puerta tras de mí
con gran violencia.
Buenos Aires, 3 de junio de
1982.
Hermano:
Tu carta ha conmovido y trastornado la paz
de nuestra organización. Hemos estado reunidos durante siete noches
ininterrumpidas para espiar, por el ojo de la visión interior, la existencia
del diablo gelatinoso que habita en el abismo de Mar Chiquita.
¡Bendita sea la sabiduría y la misericordia de nuestro
Creador!
Deseamos ser los primeros en el mundo en testificar a tu
favor. Consuela, querido hermano, tu trastornada razón, puesto que en verdad
hemos contemplado ese descomunal iceberg protoplasmático flotando a la deriva
en las aguas saladas, multiplicándose como una bestia apocalíptica, hambrienta,
terrible, idiota y fecunda en sí misma, dotada de suficiente potencialidad para
cubrir toda la superficie de la Tierra con su apestosa y mórbida sustancia.
Nuestra amada Hermana Amalia Díaz de Gudiño fue enviada por
nosotros a Córdoba y allí permaneció, fría de espanto durante dos días y sus
consiguientes noches, parada en la costa oriental de la inmensa laguna,
soportando las pestilentes miasmas y gritando el secreto nombre del Señor tal
como le fue revelado por los profetas de nuestro Templo.
La hemos visto regresar con sus ojos marchitos por el
llanto y el corazón oprimido por el terror que tan violentamente ha padecido.
Su canto psicotónico, su maestría mediúmnica, su alma bondadosa y templada, de
nada le sirvieron para detener a esa infernal criatura, hija de una mente infernal.
Consuela también, querido Hermano, tu atribulado corazón,
pues tu intuición apuntaba en la dirección correcta: el alma desamparada de
Miguel García permanece atrapada en el núcleo
del monstruo acuático y grita desde esa placenta abismal su
arrepentimiento y su culpa.
No hemos podido sacarlo de allí y nadie podrá hacerlo
porque sólo él y nadie más que él es
responsable por osar y repetir las divinas palabras que solamente los dioses
constructores de universos pueden pronunciar.
¡Que nuestro Señor tenga piedad de su alma y de todos
nosotros!
Bendito seas por tu sacrificio y por el don de hermandad
que te une a la familia de los elegidos.
Hermano EMILIO RODRÍGUEZ MORELLO
Apostolado de la Luz Americana
6
Dejé de frecuentar a la
familia García, pero no podía dejar de pensar en la habitación donde Miguel
pasaba la mayor parte del día entretenido con su maldita creación. Me esforcé
para apartarme de aquellas delirantes imágenes y realicé ejercicios para motivar
mi subconsciente y convencerme de que Miguel estaba realmente maquinando una
soberbia burla para divertirse con nosotros. Quería persuadirme de que
“aquello” que estaba en el frasco sería,
apenas, un insignificante gusano u hongo del agua.
A pesar de mis esfuerzos
por permanecer tranquilo y apartado, los acontecimientos de las semanas
siguientes me devolvieron los terrores soterrados en los huecos de mi alma.
Algo inhumano y terrorífico había sucedido en casa de los García. El padre de
Miguel había descubierto, al levantarse por la mañana, a uno de los perros
prácticamente succionado, como si alguien hubiera chupado su cuerpo dejando
sólo la piel y los huesos.
Al día siguiente sucedió
lo mismo con dos de los cerdos y a continuación los vecinos comenzaron a
denunciar a la policía que sus animales domésticos aparecían en el mismo
estado, señalando como dato curioso, que en todos los casos se veía una huella
informe, blanquecina y pegajosa, como si una enorme babosa se hubiera
arrastrado devorando a toda sustancia viva que encontrara en los alrededores.
Cuando rompí los muros
que encerraban mi imaginación, pensé de inmediato en Miguel y en su golem o en
lo que fuera. Como un momento antes se había producido un corte de luz, en
plena oscuridad recorrí las cinco cuadras que separaban mi casa de la suya como
una exhalación.
La familia García cenaba
en el comedor apenas iluminado por una sucia lamparita a kerosén colgada de un
clavo en la pared. Entré y pregunté por Miguel:
-¿Dónde podrás
encontrarlo? –Me dijo doña Remedios-. Buscalo en la casilla del fondo. Ahí se
pasa todo el santo día con sus inventos…encerrado…sin comer…
Llamé a la puerta de la
casilla y nadie me contestó. Insistí una y otra vez hasta que al rato escuché
los susurros de una voz:
-¿Quién es?
-Soy yo, Miguel. Abrí la
puerta.
-Por favor, andate de
aquí. Andate, te lo ruego.
-Miguel, por el amor de
Dios, abrí. Tengo que hablar con vos.
-No voy a abrir. Salí
pronto de este lugar.
Sentí un sudor frío brotar de mi cuerpo. Creo que
si hubiera tenido que correr no podría haberlo hecho, tal era el espanto que se
había adueñado de mi voluntad.
-Miguel, no seas
porfiado –volví a insistir-. Quiero saber qué te sucede. Tenemos que hablar.
Todo el mundo está asustado. En cualquier momento vendrá por aquí la policía.
-No levantés la voz
–escuché que decía en vos muy baja-, esperá un momento junto a la puerta que
voy a pasarte un mensaje escrito.
Le obedecí y me mantuve
pegado a la precaria construcción, tratando de serenarme. De pronto escuché una
especie de sonidos, como el ronronear de un gato mezclado con gemidos humanos.
Juntando las fuerzas que jamás volví a tener en mi vida procuré mirar a través
de una de las rendijas de la puerta de madera y chapas de latón. Entonces vi
aquella escena que sólo la muerte podrá disipar: sentado junto a su mesa de
trabajo, a la luz de una vela, observé el cuerpo esquelético y aterrado de
Miguel quien, dominado por una febril agitación, escribía apresuradamente. A su
lado, del tamaño de un enorme cerdo gelatinoso, estaba aquella bestia
engendrada por la enfermiza mente de mi mejor amigo. La oscilante luz de la
vela dejaba ver apenas la superficie húmeda y viscosa, chorreando aquella baba,
como clara de huevo, pegajosa y hedionda.
-Por lo que más quieras
–dije alzando la voz y tartamudeando-. Tenés que salir de aquí. Llamaré a tu
familia, a los vecinos, a la policía…
-No lo hagas, ya es
demasiado tarde. No abriré ni te explicaré nada más. Te pasaré un sobre por
debajo de la puerta. Allí te dejo escrito lo que me ha ocurrido. Guardalo con
vos y no lo abrás a menos que me suceda una desgracia. Tampoco se lo entregarás
a nadie. Jurámelo.
-Te lo juro –dije sin
pensar en lo que hacía y salí corriendo, con el corazón golpeándome el pecho,
sintiendo tal dolor y tormento de los que jamás he podido recuperarme.
Al día siguiente supe
que Miguel desapareció de su casa y que habían encontrado sus ropas y zapatos
en la costa de la laguna, allí mismo donde una espesa huella de baba se unía al
golpear de las olas saladas.
Patrullaron la zona con
lanchas y helicópteros, con perros amaestrados, con buzos y baqueanos, pero el
cuerpo de Miguel no apareció.
A partir de ese mismo
día cesó el hallazgo de animales succionados pero nadie, salvo yo, supo que ese
hecho y la ausencia misteriosa de Miguel
García estaban íntimamente vinculados.
Los Ángeles, 9 de diciembre
de 1982.
Estimado señor:
La biografía de nuestro
amado fundador, Swami Paramahansa Yogananda, que impresiona tan vivamente al
espíritu del hombre occidental, no debe, a nuestro entender, ser analizada
injustamente bajo la apariencia de lo paranormal. Por el contrario, las
prácticas de Kriya Yoga que instituyó a sus discípulos de la India y América,
son valiosas y únicas por su contenido racional y práctico.
Conmover el alma, accionar sobre nuestro ser auténtico
mediante una actividad compleja e integral, posibilita poner en funcionamiento
fuerzas latentes de increíble poder. Es aquí, sin dudas, donde el hombre
especulativo encuentra su errónea interpretación. Para nosotros, el poder que
se logra mediante la práctica del yoga es un poder subordinado a nuestro espíritu
superior. ¿Y cómo se logra el dominio sobre el poder? Simplemente renunciando a
él. Esa es la clave.
Si usted comprende estas palabras sabrá que no
encontrará entre nosotros una justa
respuesta a sus interrogantes y tampoco el ofrecimiento de mediación o
participación alguna. El discípulo niega las certidumbres de lo cotidiano y se
aleja al mismo tiempo de la enajenación que alucina y empobrece sometiendo al
alma al rigor del poder que ha generado.
Desconocemos la existencia de un mantra cósmico aplicable
a la reducción de una bestia del mar que
usted afirma haber nacido de un engendro alquímico. Nada de eso se practica en
nuestros monasterios.
Suponemos, con dolor, que alguien ha confundido nuestro
sendero de auto-realización con el dominio sobre el mal exterior. Todo cuanto
excede el fenómeno de nuestro ser es un abismo sin medida, el océano de la Gran
Vida, ignoto y misterioso, indominable e impreciso como el concepto mismo de la
divinidad.
Le rogamos comprenda nuestra respuesta. Nada más podemos
hacer por usted.
Swami LAHIRI BASAJI
Self-Realization Felloswship
7
Dejé que pasara el
período de luto riguroso que en aquellos tiempos se estilaba guardar, a cuyo
término decidí visitar a los padres de Miguel con el pretexto de que había
dejado algunos libros de mi propiedad en
la pieza del fondo.
Ellos estaban todavía
tan apenados por los acontecimientos que apenas repararon en mí. Entré con
precaución, cubriendo mi nariz con el pañuelo para soportar aquella nauseabunda
fetidez en la que prevalecían ciertos olores a medicamentos junto a otros que
recordaban la carne putrefacta.
Tomé la carpeta de
apuntes y aquellos extraños libros que a lo largo de los años me sirvieron para
tratar de entender, más bien diría imaginar,
los tremendos sucesos en los que yo había sido el principal testigo.
Hice un inventario, días
después, con los títulos de aquella
terrible y brevísima biblioteca:
“Homunculus” y “De fundamento
sapientiae”, de Paracelso.
“Der golem”, novela de Gustav Meyrink, escrita en alemán.
“Simón el Mago y la alquimia gnóstica”, de Rolf Czapek,
investigador checo, publicada en México.
“De oculta philosophia” de Agripa von Nettesheim.
“Alquimia y Sexualidad”, por Moisés Arduini, publicado por la
Editorial Cisneros, de Montevideo, que llevaba el sugestivo subtítulo: “El origen sexual del golem”.
“Tratado de química oculta”, por Ulderico Goldsmith, sin pie de imprenta.
Cumpliendo con el
juramento que yo había hecho al infortunado Miguel, abrí el sobre y leí su carta
póstuma de la que yo era el único y secreto destinatario.
Querido amigo:
Cada uno
encuentra su vocación de modo diferente. Ignoro por qué motivos mi vida fue
arrastrada desde niño a esta experiencia singular y a un destino inexorable del
que no puedo ni quiero apartarme.
De un modo incomprensible para mí he pasado al bando de
aquellos que desafiaron la ira e dios, tratando de imitarlo vanamente. Pienso,
para consolarme, que no soy el único, como tampoco la alquimia es el único modo
de resistirse a la obediencia divina y transgredir las leyes de la naturaleza.
Gesté un monstruo a partir de células de mi propio cuerpo
(no diré de qué parte), pero olvidé que debía insuflarle verdadera vida
mediante el Verbo Creador, pronunciando correctamente el sagrado nombre de Dios. Repetí, inútilmente, innumerables palabras y fórmulas mágicas
aprendidas en los libros que habían pertenecido a mi abuelo Francisco Simón.
¿Acaso alguien sabe, en este torpe mundo, pronunciar el nombre de Aquello que
No Es? No pude descubrir ese Divino Secreto, si es que está permitido a un ser
humano descubrirlo, y por esa causa la bestia engendrada por el mal no me
obedece y seguirá creciendo sin detenerse
jamás.
Esta noche llevaré a mi golem a la laguna para que
construya allí su morada. Trataré de apartarlo de mi familia y del resto de la
gente. Estoy perdido y no tengo salvación. Por favor, te pido que recuerdes
bien esto que voy a decirte, que lo grabes en lo profundo de tu mente: si un
hombre, entre todos los hombres, logra algún día pronunciar el Nombre
Inaudible, estoy seguro de que la bestia morirá. No descanses hasta encontrar a
esa persona. Buscala por toda la tierra, en cada rincón del mundo. Tengo el
presentimiento de que en pocos años lograrás una sólida posición económica que te facilitará ayudarme, si es que deseás
hacerlo. Vos sos la única persona que sabe mi secreto, la única que puede
salvarme de la condenación eterna. Te abrazo fuertemente. Miguel”.
Desde el momento en que leí aquella especie de
testamento, hasta el momento en que por azares del destino pude afirmarme económicamente y viajar por diferentes
lugares del mundo, transcurrieron casi cuarenta años durante los cuales he
tratado de localizar fuentes de auxilio científico y la comprensión de ciertos
hombres a quienes yo consideraba verdaderos sabios, dignos de consulta y de
buenos consejos.
Sólo me ha quedado, como
experiencia, al final de un largo camino, este apotegma doloroso: “Todo es
vano. Nadie sabe nada. Toda forma de conocimiento es una ilusión”.
A pesar de los miles de libros de ciencia,
magia y ocultismo que he consultado, de los millones de palabras, símbolos y
teorías que todo lo explican con natural irreverencia; de los centenares de
entrevistas, promesas y palabras; de las ambiguos informes, de las pistas
falsas y de las indiferencias, comprendo finalmente que he estado alimentando
mi esperanza con la falsa imagen de un espejismo en el desierto.
Me siento enfermo,
extenuado y sin fe en la búsqueda a la que he dedicado los mejores años de mi
vida.
8
Saint Louis, Missouri, 12
de febrero de 1984.
Estimado señor:
Como
usted bien lo dice en su carta, las raíces de la parapsicología se extienden
hasta las napas más profundas de la prehistoria y están, sin duda, rebrotando
todavía en las culturas más primitivas que sobreviven y nos acompañan en este
súbito proceso de cientifización que no deja de lado disciplina alguna sin
remover.
Queremos expresarle nuestra simpatía por sus conceptos y al
mismo tiempo comunicarle nuestra turbación ante el planteo de trabajo que usted
nos ha hecho llegar.
Los miembros del Consejo Asesor de esta Fundación me han
recomendado comunicarme con usted en términos más bien personales que
estrictamente científicos. Al respecto sugerimos adquiera la obra “Anales Parapsicológicos 1983”, publicado
por la Sociedad Internacional de esta disciplina, con sede en Munich, y que acaba de ser traducida y
publicada hace dos meses por una editorial de Buenos Aires.
Allí se pasa revista a todo el proceso de investigación
científica llevada a cabo hasta hoy, incluyendo el Simposio de Basilea, Suiza,
y codifica la totalidad de las ramas abiertas a la investigación, desde las
teorías y ensayos más ortodoxos hasta las tesis más osadas y especulativas.
Respecto del fenómeno citado por usted, lo conocemos a
través de publicaciones periodísticas y somos nada más que espectadores que
poco comprenden de cuanto allí está sucediendo.
No deseamos subestimar sus conclusiones realmente
inverosímiles, pero le rogamos comprenda que nuestra institución trabaja en
otra dirección.
Cordialmente.
CHARLES
FOREST GRAHAM
Parapsychology Fundation
Agobiado por el
desengaño y la nostalgia, una vez al año regreso a las proximidades de la que
fue la ciudad donde pasé mi adolescencia
y juventud.
La ciudad de Miramar, la
población más cercana a Mar Chiquita, desapareció totalmente bajo las aguas a
fines de 1990. Posteriormente se sumergieron Balnearia, Morteros, Altos de
Chipión, La Paquita y Marull. Docenas de poblados y colonias agrícolas van
quedando en el vientre de ese incontenible mar interior que crece y crece sin
que nadie pueda detenerlo.
Las costas van cambiando
diariamente de lugar y es penoso ver por los caminos a las numerosas familias
que emigran hacia lugares más altos y distantes llevando con ellas lo poco que
pueden rescatar mientras sus valiosos campos se van transformando en el fondo
de un agitado mundo acuático que solo Dios sabe hasta donde se extenderá.
Espero que llegue la
noche y montando a una lancha recorro el que fuera hace millones de años el Mar
de Ansenuza hasta el punto donde sé que está la zona más profunda.
Detengo el motor y
espero en silencio, con mi cabeza a punto de estallar, hasta que aparece la
enorme bestia, cuyo lomo verdoso ceniciento ilumina el resplandor nacarado de
la Luna.
*
DUELO EN EL CIELO DE LOS SUEÑOS
El alazán de cola recortada portaba, a paso corto,
un espléndido jinete. Desgastadas lloronas sujetas a las botas de potro,
chiripá y poncho cubriendo la arrogancia bajo un sombrero de alta copa. Cruzado
a la cintura, bajo la faja, el cuchillo cebado en la violencia.
En el empalme de dos
huellas serpenteantes se levanta el boliche, oasis para la soledad de esos
hombres taciturnos que deambulan por la llanura húmeda y verdosa de la
provincia de Buenos Aires.
Bajo la sombra de los
sauces que cubre un rústico palenque, el hombre ata su caballo y entra,
cauteloso. Los otros, sorprendidos, abandonan los naipes y saludan,
reconociéndolo.
Apenas un momento
después, un viejo gaucho de barba blanca, vestido con humildes bombachas y
alpargatas, cruzó la puerta y levantando apenas con su mano derecha el ala del
sombrero, a modo de saludo, se sentó junto a una mesa y pidió un vaso de caña.
De espaldas a la ventana
de gruesos barrotes, por la que entraba
el último resplandor de la tarde, el alto jinete de pelo largo y barba
entrecana pulsó una guitarra y comenzó a narrar la epopeya de su vida, la
iniquidad de la justicia, el servicio en la frontera, la lucha contra el indio
y la búsqueda de los hijos errantes. Los paisanos lo escuchaban con respeto,
poniendo entre ellos y el cantor la distancia que fija la leyenda. De a ratos
detenía su canto y de un trago vaciaba una copa de ginebra para vigorizar, tal
vez, el pensamiento o reavivar la agudeza de su ingenio burlón.
El viejo escuchaba en
silencio, sorbiendo de a poco su copia de caña. Miraba al hombre con profundo
interés y desconfianza, con ojitos socarrones y astutos, diestros para medir
ofensas y atropellos.
Pareció advertirlo el
cantor y entonces dijo, en coplas:
En mi oficio de cantor,
Del que me tengo por bueno,
Siempre canto como quiero,
Con complacencia y alarde,
Sin dejar que me acobarden
Las muecas de un zorro
viejo.
Guárdense de estas
palabras,
Se las digo con rigor.
Quien no quiera un sofocón
Haga como dije el fraile:
No se metan en el baile
Sin tener invitación.
Los paisanos se miraron
entre sí, desconcertados, haciendo movimientos de reajuste en la escena. Unos
reculando para ganar rápidamente el llanto y otros apostándose contra las
paredes de caña y barro.
Un mulato, que había
permanecido desapercibido en la penumbra, miró al cantor con aire desafiante
mientras se acomodaba, nervioso, en su silla.
Durante un instante el
hombre lo miró con fiereza. Luego, con desdén y gustando de antemano el deleite
sensual que le provoca el dolor y la hemorragia del vencido, prosiguió
cantando.
El pardo, como el peludo,
Busca en su cueva el
amparo,
Cuando no tiene el orgullo
De hacer frente a un hombre
bravo.
Y ojalá me quede mudo
Si al terminar este canto
No veo a un negro cotudo
Apartarse lloriqueando.
El multo de anchos
pómulos se ajustó el pañuelo bordó junto a su cuello y poniéndose de pie le
respondió al cantor:
Yo no voy a pelear
Porque sé, por mi padre,
Que aprender a callar
No es ser cobarde.
Por eso permítanme
Que les diga con lealtad:
Blanco o moreno, el hombre
Tiene la facultad
De vivir en libertad
Sin que nadie lo incomode.
Pobres o ricos venimos
A padecer y a morir,
A según cada destino,
Por eso voy a decir,
Con inocencia y respeto,
Que nadie tiene derecho
A meterse en mi camino.
El viejo gaucho armaba,
acurrucado en un rincón, un cigarro de chala y contemplaba el escenario
mientras lentamente decrecía la luz y se agrandaba la tristeza.
El cantor bordoneó
durante un rato, preludiando las antiguas ideas que surcaban su vida penitente.
Desde chiquito aprendí
A desconfiar de los perros,
De los mulatos y negros
Que andan jeteando por ahí.
Como el tigre viajo solo,
Como el león sé rugir,
Y no me gusta aplaudir
Monicacadas de sonsos.
Pausadamente apoyó la
guitarra en el mostrador y empezó a
desatarse las espuelas, mientras recitaba
estos versos:
Cada vez que me provocan
Y enarbolo mi cuchillo,
Me siento como el padrillo
Cuando le sueltan la yegua,
Que no nada ni pide tregua
Hasta completar su oficio.
Así, de este modo, espero
Advertirles con razón.
Que donde muge este toro
No bala ningún ternero;
Se los dice un servidor
A quien llaman Martín
Fierro.
El mulato se levantó y
comenzó a salir hacia la naciente oscuridad de la noche, pero el cantor, de un
salto, se le cruzó en la puerta revoleando en su izquierda el viejo poncho y en
la derecha el carneador de hombres.
El moreno, imperfecto en
su juventud y en la aventura de morir, le pareció oír el galope del caballo de
osamentas de la Oscura Mujer de la Guadaña y comenzó a rezar.
Y de pronto, como un
refusilo, el gaucho viejo enrolló el rebenque de arrear vacas y acomodó un
guascazo en la cabeza del cantor y mientras, con desprecio, lo miraba rodar por
el suelo, volvió a azotarlo en la cara, haciéndole brotar enfurecida sangre de
la boca.
Esta historia sucedió en
el Cielo de los Sueños, donde los hombres pueden, a su antojo, tejer nuevas
leyendas, mezclarse con la sombra de otros soñadores y vislumbrar, con la
enseñanza del dolor, los caminos del mañana.
El anciano pagó su gasto
al bolichero y salió hacia el campo, iluminado apenas por los candiles del
rancho. Todos lo saludaban con respeto y afecto mientras, en su corazón, él
sentía que habitaba un círculo infinito de poder.
Unos perros ladraban a
lo lejos. Voces bondadosas y sabias llenaban el vacío de la noche pampeana. El
parpadeo de las luciérnagas, en el
código de los Señores de la Noche, tocaba la sinfonía de las almas al tiempo que,
como un suspiro, se esfumaba en las tinieblas la imagen apacible y gentil de
Don Segundo Sombra.
*
LOS RIESGOS DE LA CONTAMINACIÓN
Todo comenzó con la
contaminación de la ciudad. Aparecieron víboras
serpenteando en nuestros frescos jardines, arañas peludas contoneándose
por las aceras. Enormes ratas cebadas en las inmundicias se desplazaban sobre
los relieves de ese mapa sórdido y maloliente que habíamos empezado a integrar
en silencio y casi sin darnos cuenta, como parte del hábito mecánico de vivir
en una sociedad que se degradaba a sí misma cada día.
Al principio era
solamente uno que otro animal surgido de los baldíos cubiertos de yuyos y
desperdicios o de las plazas abandonadas. Se nutrían con las sobras del Mercado
de Abasto y se transmitían a lo largo del Río Suquía; vagaban
despreocupadamente por barrio Pueyrredón o en las proximidades de las
curtiembres y frigoríficos de San Vicente; aparecían cada vez menos
frecuentemente por la Avenida de Circunvalación, por los ventiluces de los
restaurantes y confiterías, por los accesos y calles, triturándose bajo la
violencia de las ruedas de los vehículos y formando sobre el pavimento una
aceitosa y resbaladiza capa con la asquerosa sustancia de sus cuerpos.
Después el número de las
alimañas fue creciendo junto a miles de perros y gatos abandonados, sucios y
hambrientos, roídos por la indiferencia de sus dueños y por la hidrofobia.
Poco a poco, los
peligros de andar por las calles y los espacios abiertos no fue obligando a vivir encerrados en nuestras casas, atentos
a cada movimiento de las bestias que nos cercaban, ahogándonos sin pausa en las
mefíticas emanaciones de la polución. Se pavimentaron los parques y jardines,
pusimos cebos envenenados en cada cueva, en cada rincón sospechoso, en los
techos de las viviendas, en los tachos de los desperdicios. Inventamos trampas
de agresivos y sutiles mecanismos en cada rastro mugriento que encontrábamos en
la proximidad de nuestros cada vez más reducidos oasis. Casi sin repugnancia
nos fuimos habitando a matar bichos, a barrer inmundas lagartijas que aparecían
en los dormitorios, lentos alacranes bajo las camas de los niños, acechantes
víboras entre los libros de las bibliotecas. En cada hogar se mantenía una
continua fogata donde se quemaban los restos de toda aquella basura animal y en
las grandes industrias se construyeron hornos crematorios para meter allí, viva
o muerta, toda cosa apestosa que pudiéramos recolectar.
Sin embargo, a pesar de
ese manto entrópico que empezaba a cubrirnos, no entendíamos en aquellos horribles
momentos que el verdadero Mal es una
acumulación progresiva de desgracias, una de cuyas consecuencias es la
proliferación de los animales inferiores. Ahí estaba –pero entonces no lo
sabíamos- el fruto de todas y cada una de nuestras transgresiones. Y debió ser,
seguramente, una total, absoluta falta de real conocimiento, lo que hizo posible que soportáramos el
horror de la afrenta que nos infligían. Después, cuando empezó a aparecer en
nuestra mente una tenue luz de inteligencia, comenzamos a tener una vergonzosa
conciencia de nuestra directa participación y responsabilidad en la biogénesis
de aquellos repulsivos productos de la naturaleza.
El paso de estos
tormentosos años y las transformaciones experimentadas por mi cerebro han
alterado preciosos conocimientos que poseía sobre aquel mundo y sus
circunstancias. Aún borrosos los términos, jamás pude olvidar un fragmento de
un extraño libro que había leído en mi adolescencia, escrito por Vittorio
Cesaroli, “De lo agreste y lo mágico”, que
decía más o menos lo siguiente: “En la
pieza del hombre corrupto aparecen piojos y cucarachas verdes, en la del
degenerado sexual pequeñísimas víboras casi invisibles arrastrándose por el
piso. La mujer sucia de mente y de cuerpo produce la multiplicación de las
moscas, y en el hogar de ciertas familias envidiosas y maldicientes crecen
sapos escuerzos debajo de las baldosas”.
Una ciudad que era el centro de un vasto y rico
país, devorada por el explosivo crecimiento de especies animales que pretendían
reemplazar a la raza humana que la habitaba. Era inconcebible y también
improbable que ello ocurriera cabalmente. No sabíamos, porque posiblemente
jamás había llegado hasta nosotros la historia, de que algo semejante hubiese
ocurrido alguna vez en algún lugar del mundo. Salvo el espantoso caso de la
ciudad de San Miguel de Catanuha, al norte de Brasil, que había sido devorada
por enormes gusanos, ninguna historia de horror se parecía a la que estábamos
viviendo entonces.
Cedíamos, sin encontrar
vestigios de una voluntad que lo negara, espacios físicos y espacios de
conciencia frente a los invasores. Habíamos borrado los proyectos e ideales que
caracterizan el movimiento del hombre hacia el porvenir de sí mismo. Parecía
irreal que personas que ayer mismo miraban con deleite las místicas
constelaciones del espacio, hoy sólo observaran el piso para evitar que una
serpiente se anudara en sus piernas. Que gente acostumbrada, largamente
adiestrada en el complejo juego de introducirse en las fabulaciones de la psicología
profunda, el estudio de las religiones y la práctica de la metabiología, ahora
limitaran sus vidas a espantar sanguijuelas y arañas venenosas.
Algo había estado ocurriendo en nosotros desde hacía largo tiempo.
Pero no sabíamos qué era o quizá no quisimos saberlo. Ya el mal estaba
concentrado en nuestro secreto, íntimo y siempre justificable mundo interior.
El mal tenía la forma irreducible de
millones de presencias repugnantes y ariscas, que nos enfrentaban con
ensañamiento, provocaban nuestra impaciencia y nos quitaban el sueño y hasta el
mismo deseo de vivir.
Era evidente –ahora lo
sabemos y no en aquellos años oscuros- que estábamos suprimiendo de nuestros
mecanismos naturales los reflejos instintivos de la autodefensa y la salvación.
Dejar abandonar la voluntad de crecimiento y permitir que todo sobrevenga como
parte de una fácil y cómoda interpretación del destino. Determinismo y voluntad
eran sólo polos de una antinomia incomprensible, una fórmula que no podíamos
resolver, tal era la flaqueza de nuestro ánimo. La polución se presentaba
entonces como la falta del poder de decisión, la pérdida del instinto social,
la disminución de las energías necesarias para hacer frente a la violencia
exterior que nos arrastraba al abandono.
Todo esto que cuento fue
antes de la llegada de los pájaros carnívoros. Aún permanece en nuestro
recuerdo la tarde de verano del mes de diciembre de un año olvidado en la
vergüenza. El fulgurante sol se derramaba tras las Sierras Grandes, entre
espléndidos sopores de azufre y naranja. Y allí mismo, sobre las gasas lilas y
grises del ocaso, vimos por primera vez las bandadas de cuervos reflectando la
palidez última del sol sobre sus lomos azulados.
Vinieron directamente a
la ciudad. Se aposentaron sobre los galpones de las fábricas, encima de los
techos del ferrocarril, en las azoteas de los edificios más altos, en las
antenas de televisión, en los árboles de
las plazas y avenidas. Era, aparentemente, una parada de observación y de estudio, una avanzada del gran ejército
que vendría después a provocar el nacimiento de la segunda etapa en el destino
de nuestra mutación. Fueron ellos, los cuervos, quienes proyectaron los
inteligentes métodos de ataque y exterminio que poco tiempo después empezarían
a ejecutar. Fueron ellos, con su soberbia inteligencia, los que trazaron las
rutas aéreas, los puntos de ataque, la estrategia y las tácticas de lucha de las aves invasoras.
Aquella
noche, anticipándonos proféticamente a las desventuras del tiempo por venir, y
como si una idéntica imagen de televisión hubiese atravesado y grabado nuestras
mentes, la mayoría de los habitantes de la ciudad sitiada soñamos con un nuevo
mundo, destartalado y ecléctico, formado por los desperdicios de la sabiduría,
sobras de sentimientos y de invenciones fracasadas, todo sazonado con el agrio
condimento de la desesperanza.
Algo o Alguien estaba planificando, en la trastienda de nuestras almas, un
cambio radical. No sabíamos el porqué, ni jamás lo sabremos. Porque, al fin, la
existencia misma de la Creación parece ser un festín experimental más que un
piadoso destino o un curioso significado.
A la llegada de los
cuervos sucedió, al día siguiente, la de las majestuosas águilas, tan seguras y
fuertes, atentas y diestras en el ataque. Después vendrían los repelentes
buitres, macilentos y encorvados, a inaugurar su insaciable apetito con la
carroña y la podredumbre. Días más tarde, en lánguidas bandadas, llegaron los
simples y campesinos chimangos (pordioseros de la basura) junto a sus hermanos
de instinto, los aguiluchos. Habían sido convocados junto a las otras especies
voladoras a la ciudad sagrada de la pestífera abundancia, donde comer,
destruir, exterminar y multiplicarse era el más puro canon biológico, el más
vasto campo de experiencia y expansión jamás soñado por ellos o por nosotros.
La matanza de alimañas
que de inmediato empezaron a realizar los hijos del espacio obligó a los
habitantes de la ciudad a permanecer ocultos en sus viviendas, atónitos y
expectantes ante el espectáculo de la gran guerra en la que todavía eran
ignorados. No fue aquella una batalla en el sentido en que nuestra cultura
histórica nos había enseñado, sino cientos de escaramuzas y breves combates de
aniquilación a los que seguía el natural banquete. Unas especies comían la
carne fresca, otras la putrefacta; y así continuaba, jornada tras jornada, la
feroz ordalía de aquellas bestias inferiores. Al despertar de cada día le
sucedía el hervor del griterío, las persecuciones y las matanzas masivas.
Pájaros de diferentes tamaños, negros y hambrientos, sobrevolaban la ciudad y
los barrios de los suburbios, ordenando las ejecuciones, barriendo los
desperdicios, espiando los menores movimientos de los enemigos que al final
transformaban en sus alimentos predilectos, en el centro y la justificación de
sus trabajos.
“En un par de días
–aventuraron los vecinos menos escépticos- esto habrá terminado. Los pajarracos
destruirán a las sucias alimañas. Los jardines y las calles quedarán limpias,
se reducirá la polución y el cielo volverá otra vez a ser azul y transparente
como antes”.
Se expresan de ese modo
quienes de continuo acostumbran a menospreciar, por simple ignorancia o por
malsana estupidez, el nivel de inteligencia colectiva de ciertas especies
animales, puesto que según lo descubrimos más adelante no era aquél, precisamente,
el pensamiento de las ratas y las víboras, las comadrejas y los hurones, las
arañas y lagartos, las moscas y los míticos matuastos. También ellos, ante la
depredación de que eran objeto sistemático multiplicaron sus métodos de defensa
y abastecimiento: centuplicaron sus crías, fortificaron sus reductos, los
secretos pasadizos de sus cuevas; ampliaron las líneas de astucia y de traición
para ganar espacio y oportunidad de continuar lo que había sido siempre en el
mundo: una repugnante y cruel realidad.
Pero todo ese esfuerzo
especial y carismático de sus impulsores cibernéticos era insuficiente para
ganar aquella devastadora guerra porque día tras día, hora tras hora, de alguna
distante e inagotable fábrica fluían millones de pájaros rapaces, agresivos y
hambrientos, dispuestos a relevar a las diezmadas huestes voladoras con
idéntica y sanguinaria decisión, con el frenético fanatismo que los conduciría
hacia el hartazgo o el holocausto suicida.
Pasó un largo tiempo,
inconmensurable en nuestra actual y frágil memoria, alterada por las fricciones
de la brusca mutación que estábamos sufriendo. Se agotaron las provisiones,
faltaba agua y medios de comunicación. Apenas podíamos ir, con grave riesgo, de
una casa a otra a causa del caos, la pestilencia y el espanto en que todo se
había sumergido a nuestro alrededor.
El olor nauseabundo de
la carroña, el ruido de las alas y de los picotazos, los árboles destruidos,
sin electricidad ni teléfonos, sin esperanza de comunicarnos con el exterior de
nuestra ciudad, de ser socorridos, nos hundió en una oscuridad melancólica y en
la inanición física.
Ya entonces los pájaros
habían exterminado uno por uno a todos aquellos malditos bichos de la
superficie que habían surgido como florecimiento de la contaminación. Bien
alimentados y satisfechos, los carnívoros aéreos eran ahora más grandes y
fuertes, doblemente agresivos y desafiantes.
Si habían ganado la
guerra y hecho propios los objetivos de la invasión –pensábamos nosotros,
ingenuamente -, estaba llegando el momento en que buitres, águilas, cuervos y
demás especies remontaran su definitivo vuelo
y se marcharan dejándonos en paz.
Pero no fue,
desdichadamente, así. Decidieron quedarse sabiendo que en la ciudad había
todavía suficiente alimento para muchos años. La idea de que se fueran surgió
porque pensábamos que no teníamos nada estimulante para ofrecerles después de
haberse cebado en la abundancia. Sin
embargo, éramos nosotros, los propios habitantes de la ciudad corrompida, la
carne reservada para el banquete final de los invasores.
Lo comprendimos de modo
fulminante cuando empezaron atacando los patios donde a ratos dejábamos jugar a
nuestros niños. Cientos de ellos murieron procurando alcanzar la casa de un
familiar, otros en las proximidades de los casi abandonados sanatorios y la
mayoría mientras eran sorprendidos buscando una porción de alimento.
Estábamos cercados,
sometidos por un cruel enemigo, ensañado en la preciosa carne y en la sangre
del hombre. La gente moría de hambre y de sed, y solo Dios tendrá registrado en
el Libro de la Vida todos y cada uno de los hechos que ocurrieron en ese
terrible tiempo de aislamiento y exterminio. Hemos bloqueado intencionalmente
los recuerdos y vivencias de ese período siniestro que empezó con la
contaminación de la ciudad y culminó con la llegada del Gran Buitre Real.
Así denominamos al
cóndor de alas gigantescas que tomó como Guarida el Parque Sarmiento. Vino con
su corte y su familia, armados con el despreciable orgullo y la típica
violencia que otorga la altura a los rastreadores de basura. Porque eso era el
Gran Buitre Real y todos los suyos: simples comedores de gusanos y podredumbre.
La envergadura de sus
alas tendría unos veinte metros y el
alcance de su ferocidad abarcaba un radio que encerraba a la ciudad en un campo de concentración, un vasto corral de
animales atemorizados corroídos por el pánico.
Para aumentar entre
cinco a seis veces su tamaño normal debió haber sufrido un grave trastorno en
sus dispositivos genéticos en algún lugar y en algún tiempo que nos era
desconocido. Así, cuando lo vimos aproximarse por primera vez, volando en
círculos sobre los abandonados edificios del centro, comprendimos con dolorosa
claridad que la insolvencia y los despropósitos de los ciudadanos acumulan el
desperdicio de energías para generar déspotas y monstruos, haciendo evidente el
escondido masoquismo ancestral, el sentimiento de culpa original que hace de
todo hombre un Adán avergonzado de sí mismo.
En ese hermético
pensamiento se ocultaba la razón por la que la mayor parte de los
sobrevivientes se congregara cierto fatídico día en los principales accesos de
las antiguas autopistas y convergieran, estúpidamente, hacia el centro de la
ciudad para ofrecerse en holocausto al hambre vicioso de las aves de rapiña.
Ese día, que jamás podrá
ser borrado de nuestra memoria porque es una sublime advertencia para lo seres
del futuro, sucedió el más grande acto de suicidio en masa de que se tenga
registro en la historia de las comunidades humanas. Fue el último acto de impotencia
de quienes habían creído ver en el modelo de una ciudad viciada y contaminada,
solamente el signo de la decadencia de los tiempos modernos. En el deseo de
ofrecerse dócilmente como alimento a las feroces aves de rapiña debió estar el
secreto motivo de su parálisis espiritual. Habían sustituido sus credos
religiosos, sus adhesiones políticas y
su interés en la cultura, por el irrefrenable y antinatural deseo de abreviar
drásticamente el duro ejercicio de vivir y de luchar.
El Gran Buitre Real los
convocó al martirio de sus propias vidas y las de sus hijos sólo con la
fascinación de su bárbara e imponente presencia. Ellos acudieron con fanáticos
cantos e improvisados estandartes de ridículos símbolos a la reunión
sacrificial. Sucumbieron ante los picos y garras de águilas y cuervos con el
desventurado pensamiento de que por ese camino encontrarían el cielo de la
libertad espiritual, el final de sus sufrimientos y pesares. Pero, en realidad,
solo sirvieron de banquete en la apestosa orgía de los carroñeros.
Un pequeño grupo de
confabulados, oponiéndonos a los caminos de la concentración macabra, pudimos
huir hacia las montañas, viajando durante la noche y durmiendo de día en pozos
camuflados con malezas y plumas. Famélicos, enloquecidos, desnudos, utilizábamos
nuestras últimas fuerzas en correr agazapados en la oscuridad, escuchar
atentamente el menor sonido de un ala al plegarse en el aire, cavar
diestramente con las manos, comer raíces y tallos de plantas silvestres en un
supremo deseo de no agotar las fuentes instintivas de la supervivencia.
Han pasado desde
entonces inviernos y veranos interminables sobre estas rocas. Durante el día,
observamos por los secretos miradores de nuestras cavernas ese gran valle donde estaban las
grandes ciudades y los campos cultivados, las anchas carreteras, los lagos con
sus vistosas embarcaciones, los teatros y las librerías, los parques y los
juegos infantiles, los cementerios donde quedaron nuestros antepasados, los
lugares de oración y de trabajo.
Hasta donde alcanza
nuestra vista no hay nada que parezca humano, ni seres ni signos de
civilización, ni siquiera un animal que camine
o se arrastre sobre la superficie de la tierra. En otros lugares de
nuestro país y del mundo –si es que ese mundo existe todavía-, nadie sabe de
nuestra existencia. Y si llegaran a encontrarnos no podrían reconocernos,
tantos hemos cambiado.
Millones de animales
voladores han hecho de nuestra pequeña patria provinciana su santuario, el
punto de reunión y de multiplicación. Es increíble, pero siguen allí, creciendo
en número, persiguiéndose y devorándose entre ellos, con la misma y desmesurada
plenitud de violento apetito que tenían las primeras bandadas que se
aposentaron allá hace tanto tiempo.
A imagen y semejanza de
esas odiosas bestias, también nosotros permanecemos en la constante idea de
transmutación, mimetizándonos con el paisaje y con cierto arquetipo axial de
nuestros vencedores. Durante el tiempo en que una generación concede a la
siguiente el privilegio de descubrir los horrores del nacimiento y de la
muerte, nos hemos alimentado con carne y huevos de las aves que ahora ocupan el
lugar que nos había asignado a nosotros la predestinación de la vida. No otra
cosa hemos podido hacer durante este
largo cautiverio para forjar el camino de regreso.
Con astucia y genuina
crueldad aprendimos a poner trampas, a robar los huevos de sus nidos, a matar
sus pichones, a golpearlos a traición, a beber la tibia sangre de sus cuerpos
recién degollados.
Nuestras naturalezas
personales, reducidas por el hábito del espanto y el ocultamiento, han ido
empequeñeciéndose progresivamente. Somos apenas un saco de cuero y huesos cubiertos por un espeso vello,
semejante a escamas plumadas que nos protege de los rigores de las inhóspitas
montañas.
Felizmente (usando este
insólito término por el simple presentimiento de que está próximo el día de
nuestra gloriosa salvación), cada niño que nace es más parecido que sus padres
a un águila. La nariz aplastada, los dientes apretados en una doble fila en
pico, la prolongación de los labios duros como cuero. Garras en los pies, las
manos larguísimas, el vello plumado más
crecido y denso. El cuerpo liviano y muy pequeño, los huesos delgados y huecos.
Nos estamos transformando, esa es la única verdad, en pájaros rapaces que
pronto volarán en bandadas sobre la línea del horizonte hacia la libertad.
Faltando ya poco para
salir de estas hediondas cavernas, nos mantenemos en continuo análisis de la
solemne situación y no dejamos de entrenarnos ni un solo día. Cuando el Gran Buitre Real atraviesa en
meteórico vuelo ese amplio y amado cielo que algún día nos pertenecerá,
mostramos a nuestros polluelos los modelos de la semejanza y el antagonismo
para advertirles y asegurar en ellos la necesaria capacidad de discernimiento y
una estricta disciplina antianalógica. La vocación contestataria y el dominio
de una praxis intuitiva e irracional se refleja en una de las máximas de
nuestra comunidad: “Ser águila veloz,
inteligente buitre, cóndor de poderosas garras, para vencer la rapidez del
águila, superar los movimientos mentales del buitre, destruir la coraza y la
furia del cóndor”.
Ya no existe otra meta que supere el anhelo de
tantos corazones. El impulso hacia el Nuevo Mundo que estamos construyendo en
la más religiosa intimidad provoca en nuestra sangre un delicado entusiasmo.
Amamos con predilección los arquetipos míticos que orientan los sueños de
expansión, los fugaces y eclécticos relámpagos de las más sólidas intuiciones.
Imaginación dura como roca, sentimiento veloz como el rayo, pura voluntad,
dominio de poder.
Cuando tengamos el
tamaño y la robustez exacta, a la
precisa hora que marca el signo de la predestinación, arrojaremos al abismo las
rocas que taponan estas profundas cavernas y echaremos a volar hacia la morada
inexpugnable que hemos cimentado con nuestro sufrimiento.
*
LA SUSTANCIA DEL
SUEÑO
Dice una leyenda seléucida: “En el principio el sueño es sólo humo,
luego llamarada viva y dolorosa, después madera y al fin un número, una
realidad”.
Emilio Venturini
estaba a punto de descubrir la verdadera
naturaleza, la sustancia de la que están hechos los sueños, luego de una
vida consagrada a obtener la más vital de las respuestas: la comprensión del
hecho de la muerte, la transfiguración esencial de la vida y los primeros pasos
en la justa dirección de una biofanía celestial.
Necesitaba –él creía que era
indispensable-, para hacer posible esa respuesta, la consagración de otros
soñadores, los congéneres nocturnos,
masa balbuciente y heterogénea de la que manan, por los canales de los géiseres
oníricos, determinadas claves que no son otra cosa que levaduras del verdadero
conocimiento.
Tenía que soñar una respuesta para
seguir viviendo, pero solo había obtenido hasta entonces trozos incompletos de
un rompecabezas cuya totalidad, imagen, símbolo y significados se le escapaban
como una fluida brisa de entre las redes de la razón.
Soñaba, con esmerilada precisión, que
otros –Ellos- soñaban la misma y constante sustancia de sus propios sueños.
Sabía que Esos Otros estaban allí, en lo inmediato de las divagaciones
nocturnas, que es lo sin espacio y sin tiempo en el irracional proceso de
soñar. Contemplaba, con inocultable simpatía (se refugiaba con felicidad en
él), el modelo del sueño colectivo al que periódicamente tenía acceso y de esa
estupenda visión trataba de elaborar en la vigilia, sin resultado alguno, una
natura comprensión, el sentido lógico que diera formalidad a sus
presentimientos.
Cierta noche despertó sobresaltado. Su
cuerpo estaba húmedo y caliente como si
lo hubiera arrasado la cólera de una fiebre súbita. Acababa de incursionar, una
vez más, en la región de sus visiones predilectas y como consecuencia de su
insanable búsqueda de comprensión trataba, por enésima vez, de cristalizar las
fugaces ilustraciones de la memoria en una idea concreta, clara y justificable.
Mas le fue imposible lograr su desmesurado propósito porque, en ese mismo
instante, los otros soñadores que lo acompañaban en la común visión -¿eran
decenas, miles, millones?- acababan (también como él) de despertar sobresaltados por un estremecedor
presentimiento de exterminio.
Sintió, junto a una profunda angustia,
la certeza de que ya nunca jamás le sería posible, intencionalmente, apoderarse
de la sustancia del sueño. Comprendió que esas pocas habituales relaciones
entre conciencia y comprensión intelectual eran precisas señales de que estaba
próximo a morir. Nadie podría relevarlo del supremo instante en que la
totalidad de su ser -el eje de su única
realidad-, sus ideas y proyecciones, recuerdos y sentimientos, se
transformarían en el humo inasible del sueño.
Como una simple oleada, las imágenes
del sueño recurrente brotaron de su memoria: “Viene el lento cortejo sobre el camino ondulante de una frágil
llanura. Sobre el horizonte se recorta el perfil de un bosque de álamos y a la
izquierda un arroyo que arroja destellos de luz hacia el espacio y que
desemboca en el estuario de un gran lago, en una de cuyas márgenes espera una
barca. El carruaje, arrastrado por cinco caballos blancos, empenachados de rojo
y oro, porta bajo un dosel de nácar, un rústico ataúd de caoba y en él,
descubierto, el cuerpo de un hombre que sueña, enmarcado por una corona de
rosas y laureles. Al frente del cortejo, un joven de túnica roja precede a un
pequeño grupo de mujeres descalzas que entonan un himno cargado de expresiones
misericordiosas. El cielo es amarillo sobre la costa del horizonte y más arriba
anaranjado. Bajo ese fastuoso cielo de
porcelana despliegan sus alas ángeles de oscuras ropas, apaciblemente, como si
toda la tarea de la majestad de los Señores fuera una perezosa permanencia en
la beatitud de la Nada”.
Emilio Venturini no
alcanzó a comprender que hay un modelo de sueño que pertenece al inconsciente
colectivo y que predomina, como imagen y símbolo arquetípico, sobre los otros
prototipos –los sueños habituales- (que apenas son el nutrimento indispensable
para la existencia de aquél).
Esa imperecedera imagen recurrente es
la presencia y la significación de la ineluctable muerte, el sello piadoso de
la divinidad sobre las células de nuestro cuerpo que, mientras es soñado,
asegura la inmutabilidad de la vida. Cuando los componentes de ese sueño se
cristalizan en una transparente, perfecta e inmodificable totalidad, deja de
ser lo que era puesto que quien lo gozaba como sueño ha pasado entonces a
formar parte, él mismo, de esa nueva realidad a la que ahora contempla en un
estado de conciencia absoluta, por única vez, antes de caer, abrupta y
definitivamente, en la más espesa de las sombras, en el vacío de la disolución.
Emilio Venturini estaba ahora
despierto, sentado en la cama viendo el
sereno resplandor de un cielo estrellado a través de la ventana abierta del
Hospital Central. Una ráfaga de aire fresco entró a la sala, corporizado como
la superficie de un invisible paño ondulante, envolviendo generosamente todo lo
que allí estaba.
Forzó las puertas de la memoria de lo
soñado, tratando de encontrar los huecos donde se esconden los fragmentos de la
identidad completa de ser y de soñar. Quiso saber un poco más, pero se detuvo a
tiempo para comprender que el instrumento de la mente era insuficiente para tan
grande empeño. Se dejó entonces estar, flotando a la deriva de una imaginación
intencionalmente conducida hacia la región de lo espontáneo. “Debe ser un gran hombre – pensó-, un personaje extraordinario al que fieles
servidores y amigos conducen a través de una pradera de inconmensurable
plenitud y extensión. Ahí, precisamente, vuelvo a ver la delicada sinfonía de
las hojas plateadas de los erguidos álamos, el casi rojo naranja del cielo, las
orgullosas cabalgaduras. Las ropas que visten esos seres no están formadas por una tela vegetal. Son
miríadas de puntos luminosos que se autoadhesionan, apretujados tras las formas
de mi borrosa visión. Contemplo el variable verde oscuro, casi cubierto por el
índigo y el azafrán, el color de la madera seca, un frío azul que se desgrana
en grises metalizados. Y esa máscara impasible que cubre el desconocido rostro,
más que máscara parece un velo que lo desfigura y protege”.
La fatiga del
cuerpo enfermo y el peso de la noche lo embriagaron y cayó en un apacible y
solícito descanso; penetró en la hondonada vacía de la conciencia onírica y
allí quedó, inmóvil.
Pasaron así las indiferentes horas de
la noche y despuntó el alba. Apenas un rizo de luz sobre el vasto horizonte
marcaba el principio de la regeneración de la vida. Abajo, en la calle, alguien
voceaba el diario de la mañana.
En ese momento, Emilio Venturini se
debatía en un nuevo sueño, en una resbaladiza y brutal pesadilla.
“¡Oh, Dios mío!
¿Qué me pasa? Estoy metido dentro de un ataúd, no puedo moverme, no puedo
gritar. ¿Qué es esto? ¿Estoy soñando nuevamente o soy, acaso, el hombre
enmascarado tantas veces soñado por mí? Escucho el trepidar de los cascos de
los caballos que van arrastrando el carruaje y desde él soy yo quien contempla
ahora ese cóncavo espacio circular, ese terrible cielo rojo naranja y azafrán.
Por favor, quiero despertar, quiero salir de aquí. ¡Oh, Dios mío, ayúdame! ¡Oh,
Madre del Universo, socórreme, ten piedad de mí! ¡Quiero regresar a mi cuerpo,
quiero vivir”.
Aquella madrugada,
los hombres y mujeres que acompañaban con sus sueños el sueño de Emilio
Venturini, soñaron con otros paisajes, con extraordinarias, alucinantes,
pérfidas, sensuales, cotidianas o espantosas escenas de cualquiera de los
infinitos, inexplorados y sustanciosos mundos donde de algún modo es posible
que alguna vez vivamos durante los
próximos siete siglos (si a la
existencia que sobrevive a la muerte pudiera llamársele “vida”). Se
estremecieron con abominables pesadillas
o deleitaron su carnal corporeidad con la abreacción de lo fantástico.
Alimentaron el apetito orgiástico que nace de las frustraciones y de la
incompetencia de vivir, mataron a sus enemigos y encontraron senderos con
monedas de oro, selvas de la abundancia, escudos de poder, malicias reprimidas,
goces, plenitudes, espasmos, inmundicias, sapos llameantes y escurridizas
víboras, inundaciones, números de la suerte, visiones del porvenir.
Sólo Emilio Venturini, de entre todos
ellos, tuvo el privilegio que alguna vez, irremediablemente, le será dado a
todo soñador: completar su propia realidad, conocer la hechura de los sueños.
Ser el revés de la leyenda seléucida: la realidad de un número infinito,
madera, llama, humo, vacío, nada.
Dejar de soñar, parece entonces que
podría ser el cese de la vida, tal como los hombres la comprendemos y la
sentimos desde aquí, desde este lado de nuestra realidad. Quien muere cesa de
soñar y pasa a formar parte de sus antiguos sueños y también de los sueños de
lejanos y desconocidos congéneres. Así, tal vez, morir sea convertirse en el
sueño de los que sobreviven, alimento de la imaginación, enseñanza, revelación,
nutrición de la esperanza y la alegría de un nuevo despertar.
*
OH, JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS
Fue Oscar Stauffer, experto en lenguas orientales
en la Universidad Hebrea de Jerusalén, el traductor de los manuscritos encontrados junto al cadáver del joven
beduino Ibrahim Akkash, presuntamente asesinado por unos ladrones y
saqueadores de tumbas la noche del 31 de
diciembre de 1959.
Los pergaminos,
similares a los encontrados originariamente en las cuevas de Khirbet Qumran y
universalmente conocidos como los “Rollos del Mar Muerto” o “Pergaminos del
Desierto Judío”, fueron entregados a Stauffer por el Arzobispo Atanasius del
Convento Sirio Ortodoxo de San Marcos, quien a su vez los había recibido de las
autoridades militares que habían intervenido en el extraño caso del beduino
asesinado.
Los incidentes ocurridos
a partir del primer descubrimiento llevado a cabo en 1949 por la intervención
fortuita de Muhammad adh-Dhib (“¿es acaso incidental –preguntaba con plena
razón el historiador Matías Susenik- el acento que pone la fortuna sobre el
hombre, cuando un simple cabrero hace posible mostrar al mundo parte de las ocultas claves de su
pasado?”), habían puesto en estado de alerta tanto a las autoridades policiales
como a los expertos en la cuestión del análisis de una de las más
estremecedoras revelaciones realizadas en el presente siglo.
John W. Brownlee siguió
cada uno de estos sucesos en forma minuciosa y los registró en su bien
documentado libro, aún no traducido a nuestro idioma: “The contents and significance of the Dead Sea manuscripts”, editado
por la Universidad de Nebraska en 1960.
Stauffer fue uno de los
más destacados corresponsales de Brownlee hasta 1964, año de la muerte de éste,
proporcionándole una valiosa información sobre los hallazgos y traducciones que
estaba realizando entonces con el importante concurso de sus alumnos post-universitarios.
Sin embargo, sobre
aquellos extraños documentos hallados entre las rígidas manos de Ibrahim Akkash
y que el propio Stauffer denominó ¡Oh,
Jerusalem de mis lágrimas!, se ha proyectado un espeso silencio; y son
pocos los especialistas que se han ocupado públicamente de ellos. Muchos de
quienes estaban justificadamente interesados en el asunto se han preguntado el
porqué de tal actitud. ¿Quiénes trataron y aún procuran, medio siglo después,
impedir la circulación de las traducciones efectuadas por el científico
austríaco? ¿Se evita con ello una transpolación de carácter político por temor
a represalias de carácter terrorista? ¿Pueden afectarse con el esclarecimiento
de estos prodigiosos manuscritos, aún más de lo que están, las relaciones
diplomáticas entre los países cristianos, hebreos y musulmanes? Mucho puede
decirse, y mucho más ocultarse, como sucedió en todas las épocas.
Un poco de lo mucho que
podría inferirse ha llegado fragmentariamente hasta nosotros por los más
insólitos caminos, pero la fuente principal de esta historia proviene de un
argentino que todavía vive en Medio Oriente, David Smulevich, nacido en Moisés
Ville, en la provincia de Santa Fe. Radicado en Israel en el verano de 1958,
este hombre fue el más conspicuo y sagaz de los discípulos del doctor Stauffer,
y a su empeño debemos ahora el conocimiento de este alucinante relato.
En una carta enviada al
periodista Claudio Fantini del diario “Córdoba”, Smulevich describió
detalladamente la conversación que mantuvo con su profesor en forma precisa y
por momentos literal, haciéndole llegar,
además, copia traducida del manuscrito ¿Oh,
Jerusalem de mis lágrimas! Lo que sigue es un intento por reconstruir en la
forma más simple e inteligible, la sustancia de aquel diálogo y del método empleado
para desentrañar una respuesta al antiguo misterio de la predestinación.
-David –dijo el doctor
Stauffer, mostrándole unos papeles que estaban sobre su escritorio-, acabo de
concluir la traducción de los rollos de los que te había hablado y hay algo en
esos textos que no me conforman. Sinceramente, me disgusta el modo en que me he
sorprendido razonando. Por eso te he llamado, para compartir contigo algunas
ideas antes de sacar conclusiones apresuradas.
-¿Acaso son estos los
documentos encontrados hace unos meses junto al joven árabe asesinado?
-En efecto, no me he
separado de ellos desde entonces, guardándolos celosamente como el tesoro que
estoy seguro son, analizándolos y tratando de obtener la más genuina y pura
traducción. Conozco en estos momentos su significado palabra por palabra, no
tengo ya la mínima duda acerca de su contenido. Si embargo, es más grande la
preocupación que el gozo por el trabajo realizado.
-Eso significa, doctor
Stauffer, si estoy en lo cierto, que más allá del interés puramente
lingüístico, la traducción le ha significado una especie de perplejidad
filosófica. ¿Es así?
-Sí, David. Te aseguro
que estoy estupefacto, todo por culpa de esa inveterada costumbre que tengo de
sorprenderme a mí mismo cada vez que pretendo asir lo inasible.
-¿Cree usted con
sinceridad que esos viejos textos contienen algo que puedan realmente
sorprenderlo? No me diga que sí, porque voy a centuplicar mi curiosidad por el
asunto.
-Si todo se redujera a
la sorpresa, me sentiría conforme, ya no
tendría que agregar nada más. La sorpresa ha sido para mí un mecanismo de
suspensión de la corriente lógica, un modo de penetrar sigilosamente en la
aventura de la visión interior. Pero no estoy sorprendido sino confundido. Eso
es malo para un investigador, pero mucho peor para quien, como yo, no se
conforma con ser sólo el traductor de la simbología de la escritura.
El doctor Stauffer, con
sumo cuidado, extendió uno de los rollos sobre el escritorio. Luego sacó un
trozo de papel que guardaba en uno de los cajones y se lo entregó al joven
estudiante.
-Mira lo que está
escrito aquí. Observa cuidadosamente
cada uno de los rasgos de la escritura.
-Está escrito,
indudablemente, en hebreo antiguo-
respondió Smulevich, después de un instante de aparente duda.
-Sí, sí, eso es fácil de
observar. Lo curioso es que esta escritura es reciente, y tanto la tinta como
el papel empleados cualquier persona podría adquirirlos en las librerías de la
ciudad. No tiene dos mil años como los otros rollos que estamos analizando.
Alguien, hace apenas unos dos o tres meses, ha redactado este manuscrito en
papel corriente con una simple estilográfica, en la misma forma en que lo
hubiera hecho una escriba durante el período de la dominación romana en
Palestina, aproximadamente en la época que corresponde, como todo el mundo
sabe, al nacimiento del cristianismo.
-Pudo ser sencilla y
simplemente realizado por un buen estudiante –dijo Smulevich sonriendo-. Yo
mismo podría haberlo redactado o copiado. ¿Dónde está la diferencia?
-¿Copiado? Me parece,
jovencito, que usted no sabe adónde quiero llegar. No existe en el mundo un
texto similar a este pergamino. He verificado centenares de microfilms y
consultado a colegas amigos y todos concordamos en su legitimidad. Ambos
textos, el de este viejo rollo como el grabado sobre un moderno papel, han sido redactados y
escritos por la misma persona, de eso no cabe duda alguna. Sin embargo, no es
ésta una conclusión satisfactoria. ¿Recuerdas el caso de Ibrahim Akkash?
-¿El beduino asesinado?
-Eso mismo. Todo este
material fue encontrado junto a su cadáver. ¿Recuerdas la descripción que fue
publicada en su momento?
-Sí, por supuesto. Según
el informe del médico forense, se trataba de una persona de aproximadamente 25
años, vestido a la usanza tradicional de la gente de su raza y aparentemente
fue, como la mayoría de ellos, un verdadero rústico, pobre y seguramente
analfabeto.
-Eso es todo lo que
creemos saber de él –dijo el doctor Stauffer con voz vacilante-. Es la
descripción superficial y fácil que se acostumbra formular en estos casos. Sin
embargo, contra toda apariencia, este hombre trató de hacernos llegar un
mensaje. Digo mal, nos hizo llegar una compleja y terrible revelación. Por su
apariencia exterior era un menesteroso beduino del desierto, y aún si aceptamos
que haya sido educado en la cultura de su pueblo, nos hubiera dejado su mensaje
escrito en caracteres árabes y no en hebreo antiguo. Aquello, aunque tampoco es
fácil de aceptar, habría sido natural, más razonable. En cambio, Ibrahim Akkash
trató de entregar una comunicación personal escrita en el antiguo idioma que se
utilizaba en este mismo lugar, en Jerusalem, hace dos mil años. Por eso te
repito que cuantas más vueltas le doy al
asunto menos alcanzo a entender.
David Smulevich se había
quedado en silencio, mirando a través de los amplios ventanales el paso de los
vehículos y de la gente que a esa hora transitaba frente al edificio de la
Universidad.
Oscar Stauffer leía,
mientras tanto, el encabezamiento de otro de los textos depositados sobre su
mesa de trabajo.
-Podría tratarse –dijo
el joven, volviéndose hacia su profesor-, de una ingeniosa patraña de alguien
que desea burlarse de gente como nosotros. ¿Acaso sería la primera vez que
tratan de desacreditar todo lo relacionado con los “Rollos del Mar Muerto”?
-Oh, David, tus palabras
me suenan altisonantes y poco convincentes. No sobrevaloremos tan
precipitadamente a los falsificadores de documentos bíblicos ni a los
detractores de la ciencia paleontológica. Analicemos con cuidado cada uno de
los elementos que disponemos en el
justo orden que exige el método de
análisis. Evitemos los preconceptos y no nos dejemos abrazar por la sensualidad
de la fantasía. ¿De acuerdo?
-Conforme, profesor.
-En primer lugar vamos a
exponer ante nuestro mejor criterio este escrito que he traducido como Salmo del perdón el cual es una parte del rompecabezas que te propongo
me ayudes a completar. ¿Está claro?
-Sí, por supuesto.
-Bien, convengamos
que este manuscrito estaba junto al cadáver
del joven beduino asesinado.
-Eso no prueba que él
fuera su autor. Pudo haberlo descubierto en cualquiera de las centenares de
cuevas de Khirbet Qumran como lo hicieron otros tantos de su pueblo.
-Convenido. También pudo
haberlo robado.
-O encontrado en
cualquier sitio. Pudo haberlo recibido como obsequio o como pago por un trabajo
cualquiera. Tengamos en cuenta que lo que para nosotros puede valer una
fortuna, para otros sería un papel de
menor importancia.
-Sí, sí. Eso tampoco es
fundamental para mi análisis. No hace al fondo de la cuestión. La hipótesis
realmente asombrosa es que Ibrahim Akkash, nacido el 13 de agosto de 1934,
según el documento que portaba entre sus ropas, era otra persona. En el sentido
en que legal y socialmente damos a una entidad humana, Ibrahim Akkash no era
Ibrahim Akkash.
-No entiendo lo que
quiere decir, profesor Stauffer. Eso de que tal persona se llamaba de un modo
pero que se trataría de otro individuo, no me parece muy juicioso.
-Yo tampoco lo entiendo
claramente. Sin embargo, hay algo real en todo esto: ese hombre, cualquiera que
fuese, sabía cosas que difícilmente podrían saber los de su raza y menos los
que, en apariencia, pertenecen a su clase social.
-Entonces, ¿quién era
realmente? Si usted afirma que Ibrahim Akkash era otra persona, el documento
que llevaba junto a él era, en consecuencia, falsificado. ¿Quién era en
realidad? ¿Un terrorista musulmán? ¿Un contrabandista de documentos bíblicos?
¿Un espía?
-No, no quiero decir
nada semejante. Para continuar este diálogo es necesario, mi querido David, que
me permitas soltar algunos disparates,
de lo contrario voy a explotar. Por un momento vamos a encuadrar la
conversación dentro de un paréntesis de aparente irracionalidad. A partir de
ahora y por unos instantes nos permitiremos ser únicamente dos amigos en la
mesa de un café en Tel Aviv que dan rienda suelta a su imaginación,
desprovistos de toda responsabilidad científica. Por favor, no digas nada. No
expreses adhesión o burla ante lo que voy a decirte porque el asunto es más
solemne de lo que puedes suponer.
-Está bien, doctor
Stauffer, seré su testigo simple, la caja de resonancia de su imaginación y, si
usted me lo permite, también abriré la mía para que el juego inventivo sea más
sustancioso.
-Gracias, David. Sé que
esto te estará resultando un disparate y, en consecuencia, lo tomaremos como
una licencia puramente literaria. Nada más que ciencia ficción. ¿Estás de
acuerdo?
-Completamente. Me salgo
de la vaina, como dicen en mi país, por escuchar lo que va a decirme.
-Bien. Escucha
atentamente sin perder un detalle. Ibrahim Akkash llegó a Jerusalén proveniente
de Transjordania, con sus documentos de identidad en regla. No existen
antecedentes políticos ni policiales sobre su persona. Vivía en un medio inhóspito,
lejos de toda cultura, desprovisto del menor contacto aún con la educación
elemental.
-¿Cómo se pudo comprobar
esto último?
-Por la simple razón de
que en su cédula de identidad no figuraba su firma; había puesto su impresión
digital porque no sabía leer ni escribir.
-Entiendo.
-Para un joven beduino
del desierto, un manuscrito antiguo significa en estos tiempos únicamente
dinero, la posibilidad de hacerse rico. Han llegado al extremo de cortar los
rollos para vender sus pedazos al mejor postor. Las cuevas de Khirbet Qumran
han sido devastadas por saqueadores y aventureros desde 1949 hasta hoy. Es casi
imposible encontrar un documento completo. No obstante y tal como puedes
comprobar, los que tenemos ante nosotros están intactos. Parecen haber sido
mantenidos en una caja fuerte a prueba de siglos.
-Realmente increíble, no
había observado ese detalle.
-Eso no es todo, David.
Observa estos rollos que también se encontraron junto al cadáver del beduino.
La naturaleza esencial o estilo del texto y la lengua utilizada, así como los
caracteres empleados por el escribiente, son los mismos que los del “Salmo del
Perdón”. Su antigüedad, calculada por análisis criptográficos y pruebas de
radioactividad prueban que su origen se remonta también, como el anterior, a
casi dos mil años.
-¡Dos mil años! ¡Eso es
imposible, doctor Stauffer!
-¡Ah!, por fin te
asombras. Convengamos entonces que es inadmisible que una misma persona pueda
escribir un texto en el más puro estilo masorético, parte del cual se confeccionó
durante la época de Jesús y el resto hace tres meses, en nuestro 1960. Las
pruebas a que hemos sometido ambos escritos son concordantes: la escritura fue
hecha por una misma persona, cosa que muy difícilmente podría ocurrir en este
mundo mientras este mundo siga siendo lo que es. La irreversibilidad del
espacio y el tiempo y todas esas cosas que confirman nuestra única realidad.
-De acuerdo, doctor
Stauffer, pero ahora permítame disentir diciéndole que las probabilidades
matemáticas podrían acudir en nuestra ayuda despejando esa curiosa y molesta
incógnita. El cálculo de probabilidades y…
-Está bien. Aceptemos
que esa probabilidad se dio en nuestro caso. Dos individuos, totalmente ajenos
entre sí y distanciados por dos mil años de vida escriben en la misma lengua
con caracteres no solo semejantes sino idénticos.
-Pero esa conclusión,
más bien artificiosa, no explica en modo alguno lo que usted está tratando de
decirme. ¿O me equivoco?
-No te equivocas, David,
porque ese joven y posiblemente analfabeto beduino, asesinado por personas y
razones desconocidas, afirma todo lo contrario de lo que nuestra ciencia y la
regularidad matemática pueden admitir aún en casos extremos de aceptabilidad.
Ibrahim Akkash, afirma en uno de los textos, que en su vida anterior fue nada
menos que…pero no, no me adelantaré un solo paso en el análisis, y menos aún a
la conclusión. Continuaremos desmadejando la historia paso a paso, siguiendo el
molde de nuestro clásico criterio de trabajo para obtener después una armoniosa
recomposición. Si me desvío o contradigo deberás interrumpirme de inmediato.
-No creo que sea
necesario, pero lo intentaré.
-Bien. Nuestro personaje
central, Ibrahim Akkash, fue impulsado en dos oportunidades por un diferente
propósito: la primera ocurrió casi dos mil años atrás, cuando era uno de los
más importantes seguidores de la doctrina que entonces predicaba Jesús, el
Cristo. Por la evidencia del texto traducido por mí y que tenemos ante nuestros
ojos, la persona que el joven beduino asesinado dice haber sido, dejó en el
manuscrito que he titulado “Oh, Jerusalem
de mis lágrimas”, el testimonio de una franca y combativa personalidad
espiritual. No tenemos evidencia aún de quiénes fueron los destinatarios de su
testamento místico, pero tampoco es difícil deducir quiénes podrían haber sido.
El documento, por su apariencia actual, debió haber sido cuidadosamente
guardado en una vasija de barro herméticamente sellada y enterrado próximo al
lugar donde lo fueron los manuscritos hace pocos descubiertos junto al Mar
Muerto.
El doctor Stauffer
permaneció en silencio durante una larga pausa, como si dudara en continuar
reflexionando. Al fin, ciertas intuiciones parecieron animarlo y prosiguió
hablando.
-El hombre que Ibrahim
Akkash dijo haber sido en el comienzo de nuestra era, me refiero a la
occidental y cristiana, vuelve a nacer próximo al territorio donde nació la vez
anterior.
-Profesor Stauffer –lo
interrumpió el joven alumno, evidentemente sorprendido por lo que acababa de
escuchar-, ¿quiere decir que ese individuo reencarnó? ¿Es eso lo que quiere
hacerme entender?
-No, David, no empleo
esa palabra de dudosa significación. Estoy hablando de una historia increíble
que surge espontáneamente y por sí misma de dos fantásticos escritos. No quiero
expresarme (aunque parezca que estoy haciendo lo contrario) en términos que no
existen en el vocabulario de mis conocimientos aceptados. Vuelvo a repetirte
que estamos haciendo un ejercicio de ciencia ficción. Como dije hace un
momento, este hombre vuelve a nacer y mantiene, a pesar de su diferente
identidad física, una memoria invulnerable. Parece que recuerda viva y
claramente cada uno de los momentos de su existencia anterior como si no lo
interrumpiese el abismo de los dos mil años transcurridos. Tiene plena conciencia de su unicidad
psíquica y mental, tal como si pudiésemos desenterrar una cinta magnetofónica
inalterada. Deducimos que el joven beduino partió del hogar paterno hacia el
Valle del Jordán. Vivió durante un largo período en el desierto, precisamente
en las estribaciones montañosas que están sobre la margen izquierda del Mar
Muerto. Allí intenta ubicar el lugar
donde hace siglos enterró el manuscrito de la primera época. Finalmente lo encuentra y viaja con él
hacia Jerusalem. No sabe con precisión en qué mundo se encuentra ni lo que
tiene que hacer. Predomina en él la desesperación por la indulgencia y la
gracia, no ya de su tiempo, que en cierta forma le resulta ajeno y hasta
despreciable, sino de la conciencia actual y futura de la humanidad a la que de
un modo directo y especial él ha marcado con sus actos y con el terrible signo
de su nombre.
-¿El mito adámico del
pecado original? –preguntó Smulevich.
-¿El mito adámico? – se
repitió a sí mismo el doctor Stauffer-. Es posible, no lo había pensado de esa
forma. ¿Por qué no admitir que sea ésa la fuente de toda la filosofía
post-mosaica y la fuerza misma que orienta a nuestro personaje por tan extraños
laberintos del tiempo? ¿Hay genes recesivos que gravitan sobre la herencia
física del hombre obligándolo periódicamente a revivir o a recordar el mito de
la condenación?
-Le aseguro, profesor,
que a cada momento entiendo menos.
-Yo tampoco comprendo
esta fascinante odisea si me exijo con demasiada rudeza ser puramente racional.
Al contrario, y despojándome de mis esquemas científicos, me dejo llevar
fácilmente hacia una composición realmente fantástica. Pero sigamos tirando el
hilo del ovillo para ver adónde nos conduce. Este viajero en el espacio y en el
tiempo, como diría un escritor de ficción
científica barata, aparece de pronto entre nosotros, como si una poderosa
fuerza lo guiara. Sin embargo, repentinamente, tres días después de haber
llegado a esta ciudad, muere trágicamente acuchillado por unos desconocidos.
¿Por qué? Parece que eso no lo sabremos nunca. A pesar de ello, Ibrahim Akkash
o quienquiera que fuese, se anticipa a su repentina muerte escribiendo
febrilmente el “Salmo del Perdón” y una breve esquela que une ambos escritos
tal como lo he comprobado. ¿Qué ha querido decirnos en su último intento de
comunicación? No lo sé. Reconozco que todo esto es demasiado inexplicable o
faltan piezas fundamentales para entenderlo mejor. Supongo que el don de la
gracia es más que una bienaventuranza física y a la que pocos acceden. Ahí no
me meteré, eso es un asunto de nuestros vecinos los teólogos o, mejor dicho, de
esas raras aves que son los ocultistas y los devoradores de misterios. ¿No te
parece, David?
-No sé qué decirle
–respondió el joven estudiante, con un aspecto de inocultable desconcierto en
el rostro-. Usted ha estado expresándose desde una perspectiva diferente a la
mía. Ha hablado conociendo el significado y el sentido aproximado de los
textos. En cierto modo ya tiene el rompecabezas armado, pero no me deja verlo.
Eso me pone en evidente desventaja.
-Es verdad, y no creas
que en algún momento dejé de pensarlo.
Lo hice deliberadamente para provocar un mayor interés y dejarte hacer de esa
manera el papel de abogado del diablo. Todo este asunto carecería de sentido si
yo me apresurara en ofrecerte fáciles explicaciones. Como dice la Biblia, hay
un tiempo para todos y para todas las cosas.
-Tiene razón, doctor
Stauffer. No volveré a interrumpirlo aunque no soporto mi impaciencia.
-Voy a leer en primer
lugar la traducción del manuscrito titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas” y
luego proseguiremos con el resto. Te prometo que no olvidarás esta tarde jamás
en tu vida.
Oscar Stauffer limpió
cuidadosamente sus anteojos y comenzó a leer.
OH, JERUSALEM DE MIS
LÁGRIMAS
Mirad, hermanos, nuestra bendita Jerusalem. Mirad esa
ciudad sangrienta, cubierta por la pestilencia y la ignominia de nuestros
enemigos.
Los kittim se han enseñoreado en nuestros hermanos y los
voraces buitres se alimentan con los despojos de Zaqueo y de Uriel, beben los
ojos de Tabeel y de Joacoz, arrancan en pedazos la lengua de Simeón, de Tabita
y de Helías.
Veloces como oscuros leopardos son los caballos de sus
guerreros. Sus soldados son sanguinarios y terribles como lobos hambrientos.
Jinetes orgullosos y crueles, se despliegan sobre las
llanuras. Veloces como aves de rapiña, como halcones sedientos de sangre
avanzan sobre nuestros poblados.
El aspecto de sus rostros es la imagen de la inmutable
máscara de la muerte.
Vienen de las costas de un mar azul con sus caballos y sus
perros, con sus esclavos y las mujeres de sus esclavos. Vienen del otro confín
de la tierra a devorarnos.
Los hijos de Ruth y de David han penetrado al silencioso
polvo por la espada de nuestros enemigos. Han escarmentado sobre nuestra
impotencia, han hecho burla de nuestra misericordia.
Los kittim, nuestros enemigos, que vienen con sus mastines
y caballos allende el mar, hacen escarnio de nuestro pueblo, desprecian
nuestras santas costumbres, nuestras tradiciones, se mofan de los textos
sagrados, arrasan nuestros templos y degüellan a nuestros jóvenes guerreros.
Ellos reúnen en montañas doradas las riquezas de nuestros
graneros y su botín es numeroso como incontables son las estrellas del cielo.
Sus armas y estandartes son objeto de sacrílega veneración.
Sus dioses son el águila y el trueno, la cabeza del toro y las garras del león.
Sus cuerpos son fornidos porque abundante es la ración que
quitan de la bolsa del pobre, su comida es rica como yermos quedan los
sembradíos y desnudos los campos de nuestros labradores.
Su espada es brillante porque el ardiente sol de la
cólera la ha templado con la sangre de
nuestros hijos y hermanos sacrificados en el campo de batalla.
Ellos, nuestros enemigos, han clavado en la cruz a Madián, a
Zebulón, a Osías y Eliseo, a Eleazar y a
Natanael. Nuestros hermanos han dejado caer los hilos de su sangre sobre las
colinas y nuestra es la vergüenza de su derrota.
Porque tuya es al fin, oh, Maestro de Justicia, la culpa de
tanta inequidad, porque tu boca besaba las llagas del leproso mientras los
ágiles jinetes de nuestros enemigos demolían las murallas de carne de los hijos de Israel.
Porque tú sabías, oh, Maestro de Justicia, que los verdugos
de nuestro pueblo no tienen piedad del hombre y la mujer, hacen ofensa de
débiles y ancianos y aún del vientre mismo de las jóvenes esposas, mientras tú
derramas el agua del bautismo sobre enfermos y locos, desatas la lengua del
mudo, rasgas la impotencia de los ojos del ciego.
Ay de vosotros, enemigos de Israel, que habéis hecho
violencia contra nuestra nación. No viviréis lo suficiente para contemplar las
festividades de vuestras victorias.
Ay de ti, oh, Maestro de Justicia, que has hablado de
la paciencia y el perdón, que has
enseñado a sembrar la semilla de la misericordia a nuestros hermanos, mientras
los invasores con sus perros adiestrados y sus negros estandartes hollaban los
sembradíos y los templos.
Los ejércitos de los demonios son inferiores a los de
nuestros dominadores. De oro y plata son sus ídolos, de sangre y abominación
sus estandartes. Nada es para ti, oh Jerusalem, superior a la destrucción de
los perversos de la tierra.
Ellos cubrieron con la furia de sus flechas a Tubalcaín y a
Jonathan, despedazaron con el ojo del hacha las cabezas de Lamec y Jabel
que pusieron como resistencia la coraza
de sus pechos mientras tú, oh, Maestro de Justicia, echabas demonios de los
cuerpos y levantabas a los muertos de sus sepulturas.
Habías sido elegido, oh, Maestro de Justicia, como raíz de
nuestra fe para proyectar el desprecio y el odio de nuestro pueblo hacia los
kittim y tú, en cambio, planeas el empecinamiento del corazón en las
festividades del amor, en las bodas del pan y el vino de la resurrección.
Mientras tú, oh, Maestro de Justicia, multiplicabas los
peces del misterio para saciar el hambre de fe, nuestros enemigos nos dan a
beber sal y vinagre, el fruto amargo y ponzoñoso de su cólera y su dominio.
Mientras tú, oh, Maestro de Justicia, santificabas la
mansedumbre y el servicio a la voluntad del Cielo, Aurelio Cátulo y Marco
Semiliano establecían su potestad sobre Jerusalem, la Ciudad Santa caída como
un cántaro rojo, como un nido roído por
las víboras, como árbol seco entregado a
la furia de las llamas.
Ellos obedecen al capitán de sus ejércitos y el nombre de
tal es Pablo de Tarso, cuya espada desvía nuestros propósitos y ha colocado
obstáculos a nuestro entendimiento. Pablo de Tarso habla en lengua extraña y
merodea por las colinas y vallados serrando la tristeza y la persecución,
mientras tú, oh, Maestro de Justicia, oras en el Huerto de los Olivos junto a
tus ovejas, inmutable en tu abundante misericordia, ajeno a la codicia y al
odio de nuestros enemigos.
Ay de ti, oh, Maestro de Justicia, por haber profetizado la
paz y anunciado la bienaventuranza de amigos y enemigos. Porque enemigo de
Israel hay uno solo y quien ha profanado el Sagrado Templo y pisoteado nuestras
leyes deberá ser sacrificado para restablecer el imperio de la justicia y
arrojar al desierto a los orgullosos jinetes de nuestros opresores.
Tal es la ordenanza de nuestra voluntad y el deseo de
nuestro corazón en el período de la perversidad para restablecer la alianza que
hizo Moisés con Israel, y lo juramos con nuestra sangre y con nuestra alma.
Las primeras sombras de la noche ingresaban
lentamente al despacho del doctor Stauffer. Encendió la lámpara de bronce que
tenía sobre su escritorio y guardó la traducción del manuscrito dentro de una
carpeta de cuero negro. David Smulevich miraba nuevamente a través de la
ventana con las manos entrelazadas a su espalda.
-Es curioso –dijo el
joven estudiante- cómo el fascismo espiritual otorga a cada época su cuota de
semillas que germinan en el despotismo político. Son como fórceps en los partos
violentos: una herramienta brutal que ayuda al feto a salir de su trampa, aun a
riesgo de hacerlo pedazos. Por eso mencioné hace un momento la idea del mito
adámico.
-Esa fue una muy correcta definición, David; comparto
plenamente esa deducción intuitiva. La falta de generosidad y de grandeza para
hacer efectiva la vocación espiritual engendra en el individuo el carácter
violento y la intemperancia. Transferidos a la vida colectiva, esa demoledora
energía negativa se transforma en genocidios, devastaciones culturales, persecuciones
religiosas, siglos de destrucción y estúpida soberbia.
-Creo, profesor
Stauffer, que estoy empezando a comprender lo que usted ha estado tratando de
explicarme desde el comienzo, más allá de la anécdota formal, de la simple
historia.
-Me alegro de que sea
así, ya que tal es mi propósito. Ahora vamos a la segunda parte y estoy seguro
de que cuando escuches lo que voy a leer, tantos tus emociones como la
estructura de tu mente lógica se sentirán ampliados y satisfechos. Ahora
escucha atentamente.
SALMO DEL PERDÓN
Por desviar mis pasos de la
Ley me he vuelto aborrecible a mí mismo
Y Tú, oh, Señor, me has
mostrado el Camino de la derrota
Y señalado la senda del
sepulcro y el olvido.
Tu voluntad y tu corazón me
han apartado para siempre
Del Reino Celestial y me
hieren con la pértiga de la furia.
Siento el Gran Abismo que
me llama y el eco de Abaddón
Resuena como la voz de un
buey de bronce en el desierto.
Las tiendas de la
perversidad fueron abiertas para mí
Y huyo del lobo y el
chacal, cubro mi rostro ante tu ira,
Y me maldigo por haber
desconocido tu linaje y tu grandeza.
Llevo en mi corazón el
tallo y la raíz y el fruto amargo
De la injusticia, mi boca
sólo destella en improperios
Y clamo al cielo del
Altísimo Dios no me abandone.
He transgredido las leyes
de la Alianza de la Hermandad,
He pactado con el enemigo y
Te he escarnecido con mis gestos.
He sido un furtivo pescador
y ahora vago con mi furor despedazado,
Una espesa saliva hiere mi
boca sangrienta como cera derretida,
Mi cuerpo tiembla de aflicción
y pena porque conozco el juicio,
La Tabla de la Ley que me
arrojará al hoyo de la oscuridad,
Y seré como una barca
herida por la tempestad y el rayo.
Un viento hosco y
maloliente
Que se hundirá en las
cuevas de las montañas de Jericó,
Porque sin Ti no podré
manifestarme en paz, y el desaliento
Que traba mi corazón como
un espada me arrasará
Como el fuego abrasa los
pajonales del Valle del Jordán.
Tu dolor ha cosido una
súplica en mi boca
Y todo el aliento será
insuficiente para Tu alabanza.
Condenaré mi decisión,
vindicaré Tu nombre,
Para que la llama y el
fuego que giran en mi torno sobrevivan
A la resurrección de la
carne, pastorearé entre los muertos,
Cruzaré con el auxilio del
Espíritu Santo
El impecable vallado de la
muerte y buscaré la paz
Cuando germine la semilla
del perdón sobre la Tierra
Que tu sangre
misericordiosa ha sellado para siempre.
Postrado sobre el polvo
suplicaré el retorno de la luz,
El apartamiento del arco de
la noche y de la ira,
Para encontrar el punto
señalado de una nueva reunión,
La tibia morada del
amanecer en el Día del Perdón,
Muerto ya para la
abominación y la infidelidad,
Perfecto y virtuoso por
obra del sufrimiento y del escarnio,
Que los hombres de tu
divino ministerio
Pondrán como una corona de
crueldad sobre mis sienes.
Ensalzaré Tu nombre con
esta boca de arcilla
Y también con el aliento de
mi espíritu
Para elevar los salmos y
las plegarias de gratitud
Hacia Ti, oh, Señor, que
moras a la diestra del Padre
Y reglas la mansedumbre y
la pasión, la ira y el destierro,
Y me dejaste libre para
ejercer la ingratitud y la deshonra.
En realidad, Señor, todo ha
sido semilla y fruto de Tu huerto,
Todo al fin es parte de Tu
gloria
Sobre la cual no hay nada
que esté más alto que el Cielo.
Ahora retornaré al polvo de
la tierra y al prodigio del sueño
Para no compadecerme y
maldecir mi propio nombre.
Gracias te doy, oh Señor,
por haberme elegido entre tan pocos
Para recorrer el camino de
la transgresión
Que flanquea montañas y
desiertos,
Que atraviesa los cielos y
los mares
Y desemboca en las puertas
de Tu Paraíso prometido.
-Todavía no he terminado
–dijo el doctor Stauffer apenas concluyó la lectura y con visibles deseos de
anticiparse a las preguntas del joven Smulevich-. Siguiendo con nuestro
ejercicio de literatura fantástica, tengo aquí, en mi escritorio, la última
parte de una flamante y anticientífica teoría que puede resumirse de la
siguiente manera: Un joven beduino que habita en el desierto, llamado Ibrahim
Akkash, desentierra un manuscrito del principio de la era cristiana que hemos
traducido con el título de “Oh Jerusalem
de mis lágrimas”. Esa misma persona viaja a esta ciudad buscando a alguien
o algo que aparentemente no encuentra.
-¿Está seguro? –Lo
interrumpió el estudiante de lenguas antiguas-. ¿No puede haber sido causa de
su trágica muerte el hecho de haber encontrado algo o alguien?
-Me inclino a pesar
negativamente, aunque eso no cambia mucho la trama de esta historia. Sigo con
mis deducciones. Desesperado (me refiero a Ibrahim Akkash), escribe en la misma
lengua y con idénticos caracteres el “Salmo
del Perdón”, posiblemente como un intento supremo de comunicar parte de las
claves del misterio de la predestinación. Por último, presintiendo la
proximidad de su trágica muerte, deja este breve mensaje escrito también como
los anteriores textos en el antiguo hebreo de los rollos bíblicos.
Oscar Stauffer alisó con
el dorso de su mano derecha el pedazo de papel que sujetaba sobre la mesa de
trabajo y leyó pausadamente.
“Yo, cuyo nombre en esta
nueva y dolorosa resurrección de la carne es Ibrahim Akkash, he regresado a la
tierra prometida para entregar el testimonio de mi inequidad y la esperanza de
mi salvación. Juro por el resplandor de las estrellas que guían mis temblorosos
pasos que he visto al fin los Signos de la Divina Presencia, dejando por ello
en mano de los hombres los Testimonios y las Oraciones. Juro por el signo de la
Luz que yo, Ibrahim Akkash, viví hace dos mil años en estos mismos territorios.
Andaba descalzo y vestía la túnica de lino azul de los discípulos. Como una
tiara de esperanza que corona el ignominioso nombre de mi pasada vida, firmo y
rubrico mis palabras con el sello de mi sangre redimida. Con el presentimiento
de que el aliento de mi cuerpo pronto cesará fluir desde mi corazón, me
apresuro a transcribir las pruebas de mi revelación para velar con tiempo las
armas en mi nuevo destierro”.
Deliberadamente, el doctor Stauffer omitió la
lectura de las dos últimas palabras, aquellas que correspondían al nombre del
firmante. Guardó en su carpeta la traducción del manuscrito y miró fijamente al
joven estudiante.
David Smulevich tenía
una procesión de imágenes, una brutal estampida mental compuesta por inciertas
respuestas y atolondradas preguntas que se negaba a formular, mientras el profesor
de barba gris y gruesos anteojos trataba de conciliar sus últimos puntos de
vista.
-Hemos llegado, mi
querido David, al final de la serie más heterodoxa que he compuesto en mi vida.
Nuestra conclusión, o las diversas alternativas que sobre las evidencias
acumuladas podrían argüirse, no dejarán nunca de ser simples conjeturas. Las
hipótesis podrían multiplicarse en todas las direcciones en que puede florecer el razonamiento
intelectual. Sin embargo, la verdad esencial y única de lo que realmente aconteció
seguirá siempre oculta porque el propósito de la entelequia mística del
cristianismo, como el de toda grande
religión, es la preservación de sus signos fundamentales, incluidos los
aspectos perversos que hacen admisible la aceptación del dogma.
-Y yo quiero agregar, si
usted me lo permite –dijo el joven-, algo que cierta vez escuché por ahí, un
pensamiento que dice más o menos así: “Por nuestro amor participante y por la
gracia de la caridad, el más perverso de los seres será algún día una estrella
luminosa y perfecta en el cielo de la Divina Madre del Universo”.
-¿Crees, David, al
expresarte de ese modo tan trascendente y generoso, que Ibrahim Akkash será uno
de ellos?
-Estoy seguro que sí, si
acepto que nadie dejará de ser salvado.
-¿Nadie? ¿Absolutamente
nadie?
-Absolutamente.
-¿Quién fue Ibrahim
Akkash? ¿Cómo se llamaba hace dos mil años? ¿Deseas saberlo o prefieres, para
no lastimar tu fe en la redención, que no te lo diga?
-El nombre de quien
quiera que fuese, cualquiera hubiese sido su destino, no impedirá que siga
profesando mi total creencia en el amor y la misericordia de Dios.
-Está bien…
El doctor Stauffer
volvió a sacar de la carpeta de cuero el trozo de papel que contenía la
traducción del último mensaje.
-Los tres manuscritos
cuyas traducciones te he leído en el transcurso de esta tarde, están firmados
por la misma persona. Alguien que en tiempos de Jesús siguió al Maestro dando
testimonio de conversión y obediencia. Fue elegido para besar al Mesías en el
Huerto de los Olivos y pasó a la historia con el terrible nombre de Judas
Iscariote.
*
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