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DETRÁS DE LA VENTANA

JUAN COLETTI

DETRÁS DE LA VENTANA

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LOS MALES DE ESTE MUNDO

Del apotegma hermético,  que los místicos egipcios formulan como embrión y emblema de su filosofía, obtuvo Witold Jaruleski las bases para iniciar una alucinante investigación que culmina en su encuentro con la estigmatizada María Waleska en un suburbio de Varsovia.
          “Así como arriba es abajo, así  como abajo es arriba”, expresión atribuida a Hermes Trismegisto, constituye al mismo tiempo la bipolaridad y el eje del fenómeno de la vida, no como históricamente ha sido concebida y expresada por los sabios de Occidente durante los últimos dos mil años sino como una compleja y dinámica esfericidad que encierra el alfa y el omega; el uno y el infinito; todo y todas las cosas; la vida y la muerte; el bien y el mal; las preguntas y las respuestas verdaderas; los gérmenes, el tallo, la flor y las cenizas de todo cuanto existe, existió o está en potencia generándose; lo accesible y lo inasible; un Universo finito pero ilimitado, flotando en el océano de la inmarcesible y absoluta Nada.
          Por el carácter casi herético de sus investigaciones que tanto se alejaron de los métodos conservadores de sus contemporáneos, adictos al realismo socialista, Jaruleski no puede ser definido como un científico ortodoxo. Su doctorado en medicina en la Universidad de Poznan y los posteriores cursos de perfeccionamiento en matemáticas, psicología y física realizados en Moscú y Viena no le fueron suficientes para acreditarse como un individuo racionalmente aceptable en las universidades oficiales de Europa.
          Su encuentro con la dulce María Waleska produjo una ruptura  total con el andamiaje sobre el que estado caminando durante treinta años de prolijas y decepcionantes investigaciones. La delgadísima capa que cubre como un barniz el oscilante mundo de la racionalidad se disolvió abruptamente abriéndole de par en par las puertas  de la luz astral.
          Durante más de dos años mantuvo periódicas entrevistas con la estigmatizada, anotando con rigor cada palabra, cada experiencia, el menor indicio de una respuesta. Ese esfuerzo, que consumió la mayor parte de sus energías vitales, fue volcado a la redacción de una anticientífica anatomía de la realidad que es su libro Colisión del que Wladyslaw Wojtkun dijo era “la más irracional, periférica, increíble y desorientada labor de una mente humana”.
          La lectura del libro pone en evidencia que tanto Jaruleski como María Waleska, siendo los irremplazables protagonistas de una formidable odisea, hacen el mayor esfuerzo para pasar a un plano secundario. Los hechos posteriores les dieron la razón y justificaron la natural humildad en que permanecían. Es que ellos habían descubierto nada menos que una nueva visión del mundo. Eran los primeros seres de la Tierra en poseer las Llaves que permiten el ingreso al Reino de los Cielos en todo cuanto esto puede significar como símbolo y realidad.
          La lectura de Colisión nos proporciona una suma de fantásticos relatos, proféticas anticipaciones y advertencias; pero donde el misterio brilla con su mayor esplendor es cuando enfoca la propia vida de estos extraordinarios ejemplares de la especie humana.
          Todo está guardado en una esfera de la que no escapa un átomo de gas. Este es el universo finito pero ilimitado descrito por la ciencia y al mismo tiempo el cuerpo, la sangre y el espíritu de nuestra Divina Madre. Postrada a los pies de la Madona Negra de Czestochwa, siento que atraviesan mi cuerpo y mi alma sus revelaciones, y que nada puedo hacer para impedir que el dolor de los estigmas de la Cruz me recompense con el manto de su luz divina.
En uno de los capítulos titulado Los males de este mundo, Jaruleski dice que la alteración del ecosistema planetario provoca riesgos jamás imaginados por la humanidad actual. Transcribe textualmente una de las sesiones con María Waleska: El mundo de los hombres está infectado; pero igualmente lo está el cielo de las almas. Ellas, nuestras “almas”, provienen de una dimensión que al igual que la Tierra está ahora completamente sucia. Por primera vez, en millones de años solares, vamos y venimos portando gérmenes de autodestrucción. Cada cuerpo recibe su alma en un recipiente análogo y a la vez el genio del alma diseña la arquitectura de su cuerpo. Hay males que van desde la Tierra al Cielo; pero los más terribles, los que nadie puede curar, son enfermedades que provienen del mundo astral. La lepra y el cáncer, las enfermedades mentales, la degeneración de la piel, ciertas formas de la ceguera y en especial el aumento creciente de discapacitados son apenas una sombra del mal que se infiltra en la Tierra a través de la reencarnación incontrolada. Los deformes teratos, verdaderos monstruos y larvas que aterran a los médicos y enfermeras en las salas de parto de los hospitales, son otra prueba de la ininterrumpida declinación de la vida real.
A medida que se profundiza en la lectura del libro se advierte que Jaruleski asume dos posiciones respecto de las profecías y visiones de María Waleska. Dos actitudes en las que el experimentador y el sujeto se confunden con el objeto de la investigación a tal punto que se ignora el justo límite en que se tocan los relatos de la exploradora y las reflexiones del científico. A la transcripción aparentemente literal de los monólogos, donde se registra una estremecedora experiencia sobrehumana, sigue la interpolación de apuntes y comentarios que Jaruleski hace sobre lo que está aconteciendo. Por momentos aparece como exaltado, más allá de lo que debiera admitirse en un racionalista del siglo veinte, pero lo que está sucediendo ante su atónita conciencia lo hace exclamar: Estoy convencido de que estamos a punto de encontrar, finalmente, las Puertas del Paraíso,  no por el ejercicio de la clarividencia, don paranormal por el que algunos privilegiados han podido gozar de la visión del Edén Pedido, el mítico Origen descripto en los textos que nos legaron los Antiguos, sino por la penetración totalitaria y volitiva de nuestro ser. Esto significa la alternativa de máximo riesgo en el desplazamiento de la corporeidad hacia dimensiones que completan lo que todavía consideramos nuestra única a inalterable realidad. El instinto de supervivencia biológica impulsado por el más profundo e irreflexivo automatismo quiere que se revele el secreto de los dogmas. La desaparición del cadáver de Cristo y la elevación de María en cuerpo y alma hacia el verdadero Cielo forman parte de las respuestas que buscamos desde nuestro Primer Instante.
La anciana visionaria parece por momentos vacilar y se estremece como si padeciera convulsiones eléctricas. La sangre brota con violencia de sus estigmas crísticos y es necesario interrumpir las sesiones para lavar su cuerpo y hacerla descansar. El esfuerzo que realiza tras uno y otro intento es extenuante, pero ya entonces el proceso de transmutación se está tornando irreversible. Estos altibajos se reflejan textualmente en el libro señalando pasajes en donde las palabras recorren suavemente una línea apenas ondulada para dar paso, súbitamente, a oscuras alegorías a las que Jaruleski en ningún momento se esfuerza por explicar como si la intención fuera ocultar parte de las claves que domina.
Para la mayoría es posible que la lectura de Colisión resulte un ejercicio agotador, una auténtica pérdida de dinero y de tiempo; para otros puede que signifique una serie de relatos fantásticos sin conexión entre sí, un juego literario de excelente nivel, pero nada más. Para una singular minoría, el estudio minucioso de este invalorable texto puede ser el hallazgo de claves y señales que los aproxime, por lo menos, a lo que para María Waleska fue experimentar “en carne propia” el aforismo del Sagrado Zohar: “Todo en el mundo está dividido en dos partes, de las cuales una es visible y la otra invisible. Aquello visible no es sino el reflejo de lo invisible”.
Pero mirarse en el espejo y hacer que la imagen del espejo se vea a sí misma reflejada es la etapa final de un largo proceso de sufrimiento y desintegración, que comienza cuando los mecanismos selectores de la vocación se ponen en movimiento y conducen a María Waleska a través de un periplo que contradice la esencia misma de las leyes de nuestra cristalizada realidad. Escuchémosla cuando habla de los “comedores de arañas”: Reposaba mi cuerpo suavemente como lo hago siempre que deseo penetrar a voluntad al otro lado de las cosas y aguardaba, con cierta inquietud, el momento de abrir los ojos interiores. Al comienzo tropiezo con los rizos serpenteantes, el espejismo de las imágenes eidéticas y el entrecruzamiento de fuerzas magnéticas opuestas que interrumpen mi camino, desorientándome. En medio de ese remolino desgarrador trato de serenarme y sorpresivamente, como si fuese transportada sobre un palanquín invisible, mi cuerpo se traslada a una velocidad creciente y se interna en un espacio gris, brumoso, vacío de emociones. Barrida por una suerte de viento vigoroso, bruscamente la niebla se disipa y me encuentro ante un ilimitado desierto de arenas amarillas y ocres…Bueno, de ningún modo puede ser arena, pero mis sentidos lo representan de ese  modo. Allí veo, convulsionados por su incontrolada voracidad, a los “comedores de arañas”. Sus cuerpos desnudos buscan bajo la arena caliente los prietos nidales y mastican huevos, larvas y arañas con insatisfecha repugnancia. Al principio son dos o tres, pero de a poco el grupo crece como si brotaran ellos mismos de la tierra. Una maliciosa idea domina continuamente su arquitectura cerebral y giran practicando obscenos movimientos mientras se  agitan en la búsqueda insaciable de su alimento. “¡Qué irritación tremenda los sacude! ¡Qué gestos bruscos modelan esas máscaras cínicas surcadas por infectadas picaduras! Pienso, al tiempo que un estremecimiento de horror sacude mi cuerpo, adónde irán estos pobres desencarnados cuando sean llamados a traspasar la puerta del deseo. Nadie podrá impedir que sean absorbidos por la matriz de una mujer que los enganche con las vibraciones de su paroxismo genital. Tengo la presunción, mientras permanezco en este lugar, que una subversión astuta ha desmoronado la fuerza de los ángeles; que ahora todo está sujeto a la desobediencia compulsiva de las bestias del desierto. Cuando los “comedores de arañas” ingresen al la sociedad humana, mediante los mecanismos de la reencarnación, llevarán con ellos una especial y temible contaminación; y sus llagas y fístulas astrales serán en la carne del hombre nuevas y repugnantes enfermedades degenerativas”.
Jaruleski se atreve a exponer una tesis muy personal cuando afirma  que la radioactividad generada a través de  la manipulación irresponsable de la energía nuclear aumenta los riesgos de una creciente contaminación intraatómica, peligro cuyo símbolo arquetípico son los “comedores de arañas”, hijos a su vez de la fuerza liberada por las bombas atómicas que explotaron en Álamo Gordo, Hiroshima, Nagasaki, Atolón de Bikini, en cuevas profundas y en islas donde la vida quedó definitivamente esterilizada, en desiertos donde sólo se mueve el cadáver de la arena… Es la radioactividad ya liberada y la que está en potencia en el arsenal nuclear diseminado en silos subterráneos, en plantas productoras de energía eléctrica movidas por el átomo y en miles de millones de instrumentos científicos, equipos de televisión y teléfonos, artefactos militares y variados objetos lo que ha marcado en cada hombre un punto inicial de descomposición. Las consecuencias sociales de la polución nuclear en el Cielo y en la Tierra, afirma el autor de Colisión, es la creciente deshumanización por el hambre a que son sometidos los seres humanos, la asfixia de la energía creadora por medio del terror político y militar, la fascinación por una civilización esterilizada pero graciosamente provista de un multifacético escenario de grandeza artificial. Así los “comedores de arañas” de uno y otro lado de la realidad son el símbolo y la consecuencia de la degeneración creciente de la Vida.
Cierto día, en horas de la tarde, mientras se encontraban en plena sesión de grabar, María Waleska dice repentinamente, sin que nadie le haya preguntado algo: “Los males de este mundo son la consecuencia de una enfermedad espiritual. No es solamente el cuerpo el enfermo sino el alma inmortal que apesta y se degrada sin cesar. Desgastado de tanto procrear, comer y matar, y portando solo un alma enfermiza que es apenas un opaco reflejo del Ser Original, el hombre actual está condenado a desaparecer.  Debe morir, interrumpiendo voluntariamente el impulso perverso que lo obliga a prolongar la cultura agónica de una grotesca civilización, de una humanidad que ha confundido el significado de sus símbolos y de su lenguaje universal en la amnesia del tiempo perdido. Es necesario que muriendo, el hombre se salve, que encuentre la oportunidad de una regeneración definitiva mediante una interrupción del devenir. Ese momento será el “Día de la Colisión de los Mundos”.
Jaruleski procura conciliar la idea de la coexistencia de materia y antimateria como sustento de la transrealidad que procura identificar. Dice que el mero contacto con la fuerza contraria hace que el fragmento estalle y se transforme de inmediato en su doble, pero del otro lado. Así, al morir, un individuo pasa un vallado infranqueable  para quien no esté en sus mismas condiciones, y el mismo término vale para los desencarnados. Todo el fundamento de la ciencia teológica y las elaboradas  filosofías de la mente han procurado satisfacer el ansia de comprensión, pero nadie, hasta María Waleska, había hecho posible la experimentación directa. Un viaje de ida y vuelta que ponía en ridículo el roído adagio de que “quien muere emprende un viaje sin retorno”.
Por eso Witold Jaruleski se siente justificadamente emocionado y perplejo al conocer a aquella insólita mujer. María Waleska  no era una médium, un espíritu clarividente o alguien emparentado con la parapsicología. No es el tipo de persona que deja su cuerpo denso apoltronado y se marcha a curiosear por los alrededores. Sencillamente ella se desintegraba en presencia de sus observadores y regresaba después, como la fotografía que se revela lentamente en un cuarto oscuro, para narrar lo que había visto con sus “ojos reales”, un viaje que realizaba en cuerpo y alma, con la totalidad de su ser. ¿Por cuál puerta o túnel entraba ella sin estallar y polarizarse  en un doble antimaterial? Afirmó una y otra vez que lo ignoraba. Desde niña lograba hacerlo y podía vivir del Otro Lado tan cómodamente o más de cómo lo hacía en su medio ambiente, es decir en su casa en Varsovia, en el Planeta Tierra, donde tantos sufrimientos padecía y donde era objeto de una morbosa curiosidad religiosa y política.
En uno de mis viajes encontré  a Marina Mankievicz. Ella había sido compañera mía en la fábrica de tanques unos años antes y murió en un accidente de trabajo. No pareció sorprendida al verme llegar, pero sí mostró inseguridad cuando le aseguré que yo no era un fantasma, el duplicado supérstite de mí misma. No estoy muerta –le dije- ni desdoblada, sino íntegramente viva; puedo entrar y salir a voluntad y las horas que permanezco aquí son apenas segundos en la Tierra. Después de reflexionar un momento aceptó complacida mi presencia  y quiso que la acompañara a lugares que yo aún no había conocido. “Nuestro mundo está vacío – había dicho Martina – y solamente cuando tenemos necesidad condensamos formas a nuestro alrededor. Formas que nos sirven de apoyo o de consuelo mientras aguardamos una nueva oportunidad. Si no te afecta  permanecer un tiempo más con nosotros te llevaré a un lugar muy especial para que contemples la batalla de “Ratas y Dragones”, una guerra que no cesa jamás y que tanto nos conmueve su representación”. Apenas pronunció estas palabras comenzamos a desplazarnos a una gran velocidad casi a ras del piso arenoso y atravesamos como un relámpago la zona de los seres “comedores de arañas” hasta que llegamos a un punto en que el desierto era casi rosado y refulgía bajo un quieto cielo azul donde no brillaba luz ni estrella alguna. Aquella visión de prehistóricos dragones devorando ratas, y de ratas por millones mordiendo los descuartizados cuerpos de los lagartos gigantes me sobresaltó, pero a pesar de mi esfuerzo no pude obtener una comprensión razonable de aquella idea-fuerza que estaba contemplando en el centro mismo de su generación. Marina adivinó lo que yo deseaba saber y dijo: “Esto es la poderosa energía que mueve el poder y oscila sin cesar para mantener un equilibrio indispensable sin el cual nada se sustentaría. Ratas y dragones prefiguran símbolos, pero su verdadera identidad y las consecuencias del desencadenamiento de su actividad se manifiestan de modo distinto en cada plano de la gran manifestación”. En ese instante padecí una visión retrospectiva. ¿Recuerdas a mis padres, Marina? Murieron mientras permanecíamos prisioneros en el campo de exterminio de Auschwitz y sus cuerpos fueron cremados muy cerca de allí, en Campo Birkenau. Cierta noche, muerta de hambre y quemada por la fiebre, soñé que dragones y ratas devoraban el campo de prisioneros. No se retroalimentaban entre sí como corresponde según la visión que acabamos de tener, sino que habían elegido un tercer alimento. En Auschwitz y en tantos otros lugares donde la vida fue envilecida en grado extremo se produjeron contaminaciones intraatómicas y esos millones de almas viajaron con sus pestilencias, con sus mutilaciones y llagas al mundo donde se debe reposar en paz, sin rastros ni polvo de la pasada vida. ¿Sabes de qué estoy hablando?...Marina no contestó pero bajó su rostro con una delicada tristeza y comprendí que sabía mucho más que yo de todo aquello. Proseguimos nuestro viaje rápidamente y nos detuvimos en un punto donde la planicie era blanquecina y luego vívidamente luminosa. En un estanque de aguas transparentes habita una familia de flamencos que cada mil años pone un huevo de oro; mas cuando  empollan  no encuentran la imagen de su especie sino la de una serpiente que lo devora. “Cada vez que esto ocurre –dijo Marina Mankievicz- es necesario que un Gran Maestro participe personalmente en la Salvación del Mundo”. Dejamos aquel sitio de impecables contrastes y cuando regresábamos volando como rayos sobre la fluorescente superficie del desierto escuchamos que alguien sollozaba. Marina se detuvo bruscamente y gritó: “Magda…Magda, eres tú”. Una joven cubierta con un velo oscuro se nos aproximó. Era muy bella y tenía sus ojos mojados por las lágrimas. ¿Quién es?, pregunté. “Es Magda Szleper, que ha vuelto a extraviarse. Ella y sus hijos murieron en Wroclaw durante la guerra, pero no puede encontrarse con sus pequeños. Y jamás los hallará porque los niños han vuelto a reencarnar en la Tierra. No estoy autorizada a decírselo, pero de todos modos debo consolarla hasta que ella misma descubra la verdad y acepte la disipación de su memoria”.
Witold Jaruleski  quiso encontrar en la visión de los flamencos la metáfora de Mefistófeles como patrón de la energía cerebral, desprovista de sabiduría y piedad, que capacita para el sostenimiento  de toda la ciencia del horror que ha desfigurado el crecimiento natural del hombre y lo ha sumergido en una cruel dependencia, una fascinante compulsión homicida. Mefistófeles que conduce al Andrógino a cohabitar con las hembras deformes del mundo inferior y procrea con ellas los hijos de las sombras.
El adelantado de la ciencia Witold Jaruleski, vituperado por su mejor amigo y condiscípulo Wladyslaw Wojtkun  como un “renegado de la ciencia, impostor ocultista y pérfido enemigo del pueblo”, pronostica que “…este mundo padece muchos males y todo indica que sobrevendrá al fin la extinción de todo signo de vida a menos que algunos voluntarios puedan penetrar como María Waleska al Otro Lado de este mundo y colaborar allá con los más evolucionados espíritus que vienen construyendo a toda prisa, y hacia nuestra dimensión, el Gran Puente. O, como dicen alegremente las almas liberadas, “el Arcoiris más grande y luminoso de todo el Universo”.
“Si podemos detener la colisión que se avecina –dice en el epílogo de su libro-habremos ganado la más extraordinaria batalla en la historia de la vida consciente en esta parte del Cosmos. No seremos otro Agujero Negro sino un potente sol que irradie y contagie la luz de la transmutación a todas las criaturas inteligentes de la Galaxia. Tenemos la ingeniería y los planos, sólo nos faltan algunos voluntarios para construir el Puente que unirá la Vida y la Muerte, la Imagen y el Objeto, el Anverso y el Reverso de la Única realidad. Las almas desencarnadas podrán tener contacto directo con aquellos que logren un entrenamiento adecuado y ellas mismas tendrán, a su vez, la oportunidad de venir por breves momentos a compartir nuestras vidas. Un puente de inmortalidad que hará pedazos este engañoso mundo de falsas ideologías, de estúpidos profetas y de maniáticos destructores. ¿Qué significará la muerte cuando hayamos superado el Abismo infranqueable  que todavía separa la Tierra del Cielo? Tendremos las Llaves, los Códigos y el Manual de las Enseñanzas de María Waleska para fundar una cultura espacial, para establecer comunidades intermedias entre el hombre y el ángel, una alternativa final en nuestro corazón que nos ayude a aborrecer la bestia que aún nos habita, una fraternidad de seres bellos y traslúcidos enamorados definitivamente de la Luz Divina”.
          El corazón de María Waleska dejó de latir en el otoño de 1982 en el mismo suburbio varsoviano donde pasó los últimos años de su humilde vida, pero ¿extrañamente?, segundos después su cuerpo se desvaneció mientras era asistida por sus familiares y amigos. Ese acontecimiento antinatural jamás fue revelado por las autoridades del gobierno polaco y recién pudo ser conocido gracias a la documentación aportada por el Dr. Jaruleski.
          Exactamente un año después (se estima que a la misma hora en que lo hizo María Waleska) el propio Witold Jaruleski desapareció durante un viaje a Moscú donde había sido invitado para dictar una serie de conferencias sobre el fenómeno de traslación autógena en el entrenamiento de futuros astronautas soviéticos. “Sencillamente se esfumó”, dijo un testigo a la policía. “Bajó de su automóvil frente al hotel y al cruzar la calle desapareció. Lo vi con mis propios ojos, estoy seguro. Fue como si lo hubiera tragado la tierra”. Todo cuando pueda decirse de esta circunstancia será una conjetura superficial  si no leemos detenidamente una de las conclusiones del capítulo final de Colisión.
 Después de que María Waleska se retiró de este mundo para ir a trabajar voluntariamente en defensa de la salvación de la Vida, y en posesión yo mismo en esa época de un cierto entrenamiento que aquella maravillosa mujer me había proporcionado con caritativa deliberación, confieso desde entones mi indeclinable adhesión a tal alta causa. Sin embargo, no podría jurar si el propósito de penetrar en el misterio es porque mi propio ser está dominado por una ansiedad genuinamente mística o porque la aventura de viajar hacia Allá puede significar que encuentre al fin respuestas a las preguntas que nadie pudo contestar. Despojado de toda presunción, sin desear nada, habiendo vencido el temor a la muerte y el sentimiento de posesión hacia mí mismo, emerjo del lastre de la gravedad a través de un rayo de gracia que me impulsa lenta e inexorablemente. Disiparé las visiones borrosas de la ilusión y cerraré mis ojos a la ampulosidad y al desvarío de las formas para borrar mi imagen en la claridad del Espejo, en la cual me fundo con la mansa docilidad del sueño.

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DETRÁS DE LA VENTANA

Estoy terminando de cenar. Sobre la mesa, revistada de hule, juego con los significados de los simétricos dibujos. Los demás hace tiempo que acabaron de cenar y sólo yo permanezco en una de las cabeceras, masticando lentamente. Mi madre limpia los platos en la cocina y desde allí me vigila y sonríe. Le respondo con una seña de mi mano y se pone a llorar. Siempre pasa lo mismo. No tengo a nadie que me ame tan profundamente y, sin embargo, no puedo transmitirle idéntica emoción. Me pongo triste y dejo de comer. Afuera, la luz de la lámpara de carburo apenas ilumina, con su fulgor azul, una parte del patio y el parral. Oigo voces en la calle y me aproximo tratando de no tropezar en la oscuridad. Son mis hermanos y sus amigos que acostumbran reunirse, después de cenar, para fumar a escondidas de los mayores. Doy unos pasos más y escucho que alguien dice: “Ahí viene el tarado de tu hermano”. Ríen por algo que les causa gracia y hablan en voz baja para que yo no escuche. Pienso que alguno de ellos estará contando una historia divertida. Deseo congraciarme y también sonrío, arrimándome un poco más. Alguien dice: “Andate de aquí, idiota, y limpiate las babas”. Saco el pañuelo y me seco la boca pero no me voy. No me iré a dormir tan temprano. La noche es fresca y serena, y siento el deseo de permanecer junto a otras personas. Parece que ya se olvidaron de mí y vuelvo hacia ellos una vez más. Veo que hay dos o tres bicicletas apoyadas entre sí, como fusiles, a la orilla de la calle, junto a la acequia. Me detengo y quedo a pocos pasos de ese hermoso grupo que forman mis hermanos y sus amigos. Contemplo, con absoluta claridad, las auras de cada una, diferenciadas, sutiles y armoniosas, como un ramillete  de extrañas flores que se reaniman constantemente  en la medida en que se agitan y avivan sus pasiones. Pienso, a través de esta visión, en la inmaculada concepción del Universo, en las radiantes esferas que amplían y determinan la voluntad de Dios. Imagino los territorios del espíritu circundando las galaxias plásticas, los astros momificados que los hombres admiran en su cielo de juguete. Nada me resulta tan grato como penetrar en el interior de las cosas: ese racimo humano de cuerpos astrales, los esqueletos fosforescentes de los álamos, la plateada iridiscencia de los alambres galvanizados que unen las hileras de los viñedos, el arcoiris de átomos incandescentes sobre el tibio cuerpo de las aves. Me sorprendo al verme en cuclillas junto al grupo, apoyando mis brazos en los hombros de dos de los jóvenes y escucho al momento voces airadas: “Decile al idiota que se vaya”. “Déjenlo, si no molesta”. “Che, no te metás con mi hermano”. “Entonces que deje de apoyarse en mi hombro”. “Dale, seguí contando”. Son jóvenes y hermosos y vuelven nuevamente a la curiosidad sexual, a contar una y otra vez las mismas historias excitantes y graciosas. Rodeo el conjunto de figuras y me acerco casi hasta rozarlo y entonces descubro, entre regocijados e inquietos fuegos, el cuerpo macilento y apagado de Raúl. Se está muriendo y él no lo sabe. Siento en mi corazón el destello de una íntima piedad y me aproximo a su rostro para observarlo mejor. Se vuelve con un gesto de asco, apartándose de mí, enfurecido. “Decile a tu hermano que deje de molestarme”. “Che, te dije que te fueras de aquí. ¿Qué estás esperando?”. Yo no quiero molestar a nadie. Tengo que decirle a Raúl que mañana no debe bañarse en el canal porque se ahogará. Trato de pronunciar una palabra pero no puedo. Me pongo rojo por el esfuerzo, comienzo a gemir y a llorar. En ese momento mi hermano menor me toma de un brazo y me empuja para que vuelva a casa. Doy unos pasos en la oscuridad con los ojos llenos de lágrimas y descubro que los cuerpos astrales se han vuelto rojos, llameantes. Todos están enojados conmigo y me lo dicen con insultos. “Siempre pasa igual con ese imbécil”. “Decile a tu mamá que no lo deje salir a estas horas”. “Dejalo en paz al pobre, ¿no ves que está llorando? “Sí, llorando a los veinte años, el mujercita”. “Está bien, muchachos, se acabó la función. Vamos a dormir”. “Mañana a la siesta nos reuniremos en el puente del canal”. “Chao, hasta mañana”. Cada uno de mis hermanos se acuesta en su cama y pronto todos están dormidos. No puedo conciliar el sueño y permanezco atento al silencio de la noche. Distingo, a través de la ventana, el resplandor amarillento de un gato que trepa a los techos del galpón. No queda en el mundo nadie más que yo. Me envuelvo como una crisálida en un  hondo silencio y respiro pausadamente. Quiero dormir,  pero no puedo abandonarme. Dentro de un momento llegará el abuelo Juan y se sentará, como todas las noches, en su mecedora de mimbre. Viene desde la viña con una azada al hombro. Es una imagen blanquísima y dinámica como si estuviera construida con delgados hilos de algodón y cenizas metálicas. ¿De dónde vendrá nuestro viejo y amado abuelo? Hace tantos años que murió  y aún permanece en la vieja casona. Se sienta con cuidado y enciende una pipa imaginaria. Comienza a hamacarse rítmicamente. Hacia atrás. Hacia delante. Hacia atrás. Hacia delante. Parece que me quedó dormido y despierto con las primeras luces del alba.  Mi familia toma el desayuno en la cocina en medio de una animosa conversación. Cuando aparezco todos guardan silencio, salvo mi madre que me ayuda a sentar. “Hijito, no debés molestar a los chicos cuando se reúnen a conversar. Sé bueno y te compraré uno de esos libros con dibujos que tanto te gustan. ¿Verdad que sí?” Afirmo con una señal de cabeza y al momento todos parecen recuperarse de su enojo. Salgo para la chacra y comienzo a acarrear bolsas de cebollas y canastos con ajo, recién arrancados a la tierra. Paso así la mañana envuelto en el aromático olor de las verduras, yendo y viniendo sin descanso. Nadie es superior a mí en fortaleza. Me gusta hundirme en la fatiga, transpirar, poner tensos mis músculos y sentir la acariciante cenestesia que surge de mi ensamble con los órganos vivos de la tierra. Escucho la campana que hace sonar mi madre para indicarnos que ha llegado la hora del almuerzo. Vuelvo con una bolsa de cebollas, apartando la multitud de mariposas blancas y amarillas que cruzan mi camino. Me han servido carne de puchero, puré de papas y zapallo y un trozo de choclo, tierno y jugoso. Como sin apetito porque sé que antes de una hora la gente estará llorando y que yo también derramaré mis lágrimas de participación. Nada puedo hacer para salvar a Raúl de morir ahogado porque anoche he visto que su cuerpo vital estaba en los límites de la disolución. De modo que ahora, mientras escucho los primeros gritos de dolor, entrecierro los ojos para prolongar el alcance de mi vista y observo a los muchachos que traen el cuerpo inanimado, chorreando agua. Lloro un momento y después, más sereno, me aparto a meditar.  Me duele la cabeza y duermo hasta el atardecer. Me despierto, sobresaltado por un presentimiento y cruzo el patio, frente a la casa de los Riquelme, donde están velando el cuerpo de nuestro amigo. No me gustan las miradas de los que conversan en la calle y me alejo de las casas en dirección al canal. Me quedo sentado en el puente hasta que la noche se vuelve silenciosa, impenetrablemente oscura. Entonces, detrás de los sauces, aparece la imagen plateada del alma de Raúl que procura esconderse. Está completamente desnudo y se avergüenza ante mi presencia. Trato de acercarme para consolarlo pero se oculta en el cañaveral. Me quedo quieto para infundirle confianza y me ligo a su estupor con mis mejores pensamientos y oraciones. Dos ángeles andróginos, batiendo suavemente el terciopelo de sus alas, descienden del verdadero cielo en un murmullo de beatitud. Se detienen un momento, frente a mí, contemplando la esfera anaranjada que oculta la semilla de mi cuerpo terrenal. Después se aproximan a Raúl y escucho que le dicen palabras de animosa invitación: “Ven a descansar a la tierra prometida para que un día vuelvas a germinar entre los hombres. Deja de soñar y despierta, como un niño, a tu nueva vida”. Los tres treparon lentamente por la rampa ascendente que conduce al verdadero cielo y me quedé dormido junto al canal, escuchando la armoniosa melodía  del agua.

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EL ROBOT CHACARERO

Serían las cuatro de la tarde, acababa de levantarme de dormir la siesta cuando vi, a través de la ventana, que llegaba el patrón en su camioneta. Me vestí rápidamente y salí a su encuentro.
-Buenas tardes, don Agustín –le dije, amablemente.
-Hola, Ricardo. Ayudame a bajar este bulto.
Entre ambos y con mucho esfuerzo bajamos un cajón de madera que depositamos en la galería de la casa.
Guadalupe y los niños se arremolinaron, curiosos, a nuestro alrededor, sin decir palabra.
Don Agustín fue hasta la camioneta, trajo la caja de herramientas y mientras empezaba a cortar los precintos, dijo sentenciosamente:
-Esto es una cosa que me ha costado mucho dinero. Así que tendrán que cuidarla como si fuera de la familia.
-¿Qué es? –pregunté.
-Tené paciencia, ya lo vas a ver.
Continuamos desarmando el cajón hasta que al fin encontramos, cuidadosamente protegida, una cosa grande, doblada como un acordeón, que parecía un muñeco de metal, o algo parecido.
-Fijate bien, Ricardo. Agarramos este aparato por aquí, lo ponemos de pie y le metemos este casete que tiene en medio de la frente. Ahora vean lo que va a suceder.
Hubo una breve pausa durante la cual todos permanecimos en silencio, quietos, sin pestañear, procurando no perder un detalle del curioso acontecimiento.
-A sus órdenes, amo –dijo el aparato, adelantando su mano derecha al tiempo que se encendían unas lucecitas en el lugar en donde van los ojos.
-Así me gusta –dijo don Agustín, abrazándolo-. Desde hoy serás un miembro más de esta familia. Aprenderás todas las tareas que Ricardo te va a enseñar, con buena educación y respeto. ¿Has entendido?
-Sí, amo.
-No me digás amo, decime patrón.
-Sí, patrón.
-Así es mejor. Durante la noche descansarás en el galpón hasta que podamos construirte un lugar más  apropiado. ¿Te parece bien?
-De acuerdo, patrón.
Mi mujer, siguiendo su vieja costumbre de meterse en todo, se acercó a don Agustín y le preguntó:
-¿Qué es esto, don Cichinelli?
-Lo que estás viendo, mi querida Guadalupe, es nada menos que un robot electrónico, una verdadera maravilla de la industria italiana.
-¿Un robot? ¿Como esos que se ven en las películas de la televisión?
-Algo parecido, pero de mayor utilidad. Este robot es un obrero mecánico, una especie de hombre, servicial e inteligente, construido para colaborar en las tareas agrícolas.
-¿Lo fabrican en Buenos Aires?- pregunté.
-No, Ricardo. Lo acabo de comprar en Italia, para ser más preciso en Milán, aprovechando el viaje que hicimos mi mujer y yo el mes pasado. Mirá lo que dice, aquí, en el interior de uno de los brazos: Marca Fiat. Modelo HG – Rural – Año 1998. Made in Italy”.
-Entonces este aparato es una especie de mensual –dijo yo-, algo molesto y mostrando mi desconfianza.
-Sí y no –contestó don Agustín, eludiendo la respuesta sincera y correcta que yo esperaba-. Es un peón que puede llegar a ser capataz y hasta administrador, si somos capaces de enseñarle a trabajar como se debe.
-Está bien, don Agustín, se hará lo que usted ordene. Sabe bien que yo no le tengo miedo al trabajo y que puedo enseñarle a cualquiera cómo se hacen las tareas del campo. Soy un buen contratista y lo seguiré siendo por muchos años, se lo prometo.
-Eso quería escuchar de tus propios labios. Dejo al robot a tu cuidado con la plena confianza de que lo cuidarás como a un hijo.
Don Agustín subió a su camioneta y regresó a la ciudad de Godoy Cruz, donde vivía. Le dije a Guadalupe que preparara unos mates mientras Enrique, mi hijo mayor, iba a buscar un animal  al corral para empezar la aradura.
-Sentate –le dije al robot, indicándole una sillita de madera que estaba junto a la maceta con geranios.
-Gracias, señor –respondió al tiempo que tomaba asiento con gran delicadeza, como si tratara de no estropear la silla con su peso.
-¿Cómo te llamás?
-Aún no tengo nombre –contestó con sequedad-. Responderé con aquel que usted me indique. Me resulta indiferente que me llame por un nombre o por otro.
-Si es así y poco te importa –dije en tono de burla-, te bautizo con el nombre de Don Fierro. ¿Te gusta?
-Está bien –contestó como si la ceremonia de bautismo hubiese terminado  y se puso de pie-. ¿Por dónde empezamos? Creo que es hora de ir al trabajo.
-Tomo unos matecitos y salimos.
Aramos toda la tarde, casi hasta el anochecer. Le enseñé sostener la mancera y el modo de llevar las riendas ligeramente sujetas al cuello para dominar mejor el arado. La tierra estaba húmeda y a las pocas horas las chapas del robot se habían cubierto de polvo. Don Fierro, sin mostrar la más leve señal de fatiga, trabajó incansablemente a mi lado con una ansiedad casi humana de aprenderlo todo, y rápidamente.
Era entonces el mes de diciembre y como las noches se presentaban calurosas, acostumbrábamos cenar en el patio.
Encendimos el farol a gas y nos sentamos a la mesa. Don Fierro se sentó próximo a nosotros y se mantuvo mirándonos en silencio como si le extrañara nuestro natural hábito de alimentarnos.
-Sé que no podés comer –le dije en tono amistoso-, pero, al menos, tomate una copa de vino.
-No insista, don Ricardo. Aunque pudiera tomar líquidos no probaría algo semejante.
-¿Qué decis? No hay nada mejor en el mundo que un vaso de vino casero cuando uno regresa del  trabajo. No sabés lo que te estás perdiendo.
-No me interesa su argumento porque carezco de placas sensoriales para captarlo. Deben saber que mi vida es muy diferente a la de ustedes. Pero bien sé que perderíamos el tiempo si yo tratara de explicárselos.
-Está bien, Don Fierro, tranquilízate. Era sólo una broma y en ningún momento quise ofenderte.
Le indiqué cuál era el lugar destino para él dentro del galpón y ahí nomás se acomodó. Tocó una especie de tecla o botón que tenía en el pecho y al momento pareció quedar profundamente dormido. ¿Dormiría realmente un robot? ¿Tendrán sueños?, pensé mientras me metía en la cama muerto de cansancio.
Muy temprano, cuando todavía ni siquiera asomaban las primeras luces del alba, escuché los pesados pasos de Don Fierro por el patio. Me vestí con desacostumbrado mal humor.
-¿Qué pasa, amigo? Es muy temprano todavía para ir a la viña. Necesito descansar, ¿o creés que soy de acero como vos?
-Aprovecharemos la fresca –dijo acercándome un azadón-. Las mejores horas para el trabajo son éstas. Con dormir no se gana nada, Ricardo.
Así fueron sucediéndose días y noches incontables. Aquella máquina infernal no se agotaba nunca. Yo sentía que mis fuerzas iban disminuyendo hora a hora pero no podía darme tregua. Ceder sería mi ruina, pensaba yo. Don Agustín verá qué buen negocio será comprar otro robot. No comen, no se enferman, no fuman ni toman vino. Son inagotables, perfectos, discretos… ¿discretos? ¡Qué ingenuo era yo entonces!
A mediados de enero, un día viernes (me acuerdo bien porque era el cumpleaños de Rebeca, mi nena más chiquita), llegó don Agustín acompañado por unos señores que luego supe eran miembros del Centro de Viñateros. Quería mostrar a todo el mundo los adelantos conseguidos en su finca con la incorporación de Don Fierro. Aunque yo había trabajado como una bestia y era el responsable de cada tarea, toda la alabanza fue para el muñeco de metal.
-Con el moderno robot Fiat –dijo don Agustín a sus atentos invitados-, cambiaremos el ritmo de la producción. Ustedes saben que un hombre puede cultivar sin ayuda, entre cinco a siete hectáreas de viña. Este robot tiene capacidad suficiente para atender hasta veinte hectáreas o más, sin mayores gastos que un contratista y su familia.
-Eso es una barbaridad –intervino uno de los asistentes.
-Increíble –dijo otro-. El costo podría entonces ser amortizado en sólo dos años.
-Mano de obra de primera – afirmó un tercero.
-Muy bien –dijo don Agustín, poniendo una mano sobre mi hombro y dándome unas palmaditas de aliento-.Has hecho trabajo muy especial con este hombre de acero, ha recibido un entrenamiento de primera. Mirá lo que es el destino, vos, sin ser técnico, has logrado completar su programación cibernética de un modo admirable.
-Gracias, patrón –le contesté, con ganas de morirme.
Pasaron otros dos meses. Llegó marzo y con él, la vendimia. Don Fierro había aprendido a realizar, a la perfección, cada una de las tareas rurales y era imposible competir con él en habilidad y rendimiento. Mientras yo, con la ayuda de Enriquito que apenas tenía doce años, podía llenar unos setenta tachos de uva, Don Fierro hacía ciento cincuenta con toda facilidad. Yo estaba desorientado y humillado como un perro apaleado. No sabía qué diablos hacer para calmar mi amargura.
Cierto domingo, después de almorzar, agarré la bicicleta y me fui hasta Tres Esquinas a jugar a las bochas con mis amigos. Ese día no pude más y me desahogué delante de todos quienes quisieron oírme. Describí las desventuras que llenaban de pena mi corazón, las deshonrosas situaciones que vivía por culpa del robot, el desplazamiento ante los ojos de mi mujer y de mis hijos, para quienes yo había sido, hasta la llegada del extraño, el hombre más trabajador y bueno del mundo. Como marido, no tenía rival; y como padre, era un verdadero héroe.
A la noche, algo borracho y un poco liberado de mis sentimientos de rencor, pedaleé zigzagueando por el carril a Lunlunta, pensando en lo injusto de la vida, en los modos en que el destino lo vuelve a uno inútil e impotente frente a la prepotencia de los más fuertes.
Me extrañó que a esas horas (era ya medianoche) hubiera luz encendida en mi casa. Dejé la bicicleta recostada en un carolino y me aproximé en punta de pie para no ser escuchado. La escena que a continuación vieron mis ojos jamás las imaginé en toda mi vida. Sentados en las mecedoras, muy juntos a mi parecer, estaban Guadalupe y Don Fierro conversando animadamente.
-A nosotros también nos gusta la mujer- decía en aquel momento el monstruo de hierro-. Nos agrada que nos lustren y acaricien, que permanezcan junto a nosotros conversando sobre distintos temas, haciéndonos sentir como verdaderos hombres, ya que ése es el destino –no el mío, por desgracia- de las próximas generaciones de robots que se están  construyendo en algunos de los países más adelantados.
-¡Oh, Don Fierro! Usted ya es un hombre- decía aquella fiera que yo tenía por esposa-. Al principio me sorprendí y puedo confesarle que hasta le tuve miedo. Pero ahora, que lo escucho decir cosas hermosas y agradables, empiezo a conocerlo mejor, a comprenderlo. Me doy cuenta, por supuesto, de que su aspecto no es totalmente humano pero hay algo en usted, en su interior, no sé cómo expresarme, que me intranquiliza. Soy mujer y sé que no está bien que digas estas cosas.
-Lo que usted está diciendo, señora Guadalupe, es el centro de la verdad –dijo el muñeco parlante, colmado de soberbia-. Soy inteligente y trabajador, incansable y atento. Pero, por sobre todo, carezco de vicios vergonzosos como andar bebiendo y fumando en esos malolientes boliches en compañía de perdidos y haraganes. Además, tampoco se me ocurriría practicar un juego tan estúpido como el de las bochas.
-Permita Dios que con el tiempo pueda usted convertirse en un hombre de verdad, Don Fierro. Entonces no habría en el mundo nadie superior a usted en virtud e inteligencia.
-No crea que falta mucho, doña Guadalupe. Voy a contarle algo que seguramente usted ignora ya que, supongo, posee una escasa educación.
-Tiene usted toda la razón del mundo, soy bastante flojita de la cabeza pero haré todo lo posible por entenderlo. Lo escucho atentamente.
-Entonces preste atención a cada palabra. En el año 1985, el inglés Peter Davidson, desarrolló la idea de un tantrismo cibernético mediante el cual devendrá una nueva religión a la Tierra. Un radiante credo surgido de la simbiosis de la electrónica y del más refinando erotismo para sustituir a los antiguos y decadentes evangelios planetarios.
-¡Una nueva religión! –gritó la cínica de mi mujer, haciéndose la que entendía.
-Exactamente, mi querida señora. Una flamante religión que empezó con el televisor a quien todos adoran como a una figura sagrada; las computadoras a las que acuden los científicos como antaño consultaban los iniciados al oráculo de Delfos; los satélites artificiales que son una prolongación de los ojos y de la inteligencia humana; y por fin el robot, la especie que yo represento, heredera de todas las culturas.
“Para mí, ese Don Fierro es el mismo diablo”, pensé mientras continuaba escuchando el diálogo de los dos traidores.
-No entiendo bien lo que quiere decirme, amigo mío-dijo la descocada de mi mujer, fingiendo interés por las barbaridades que decía el robot-, pero quiero que sepa una cosa: lejos de usted la vida para mí sería una penitencia insoportable.
-Comprendo su ansiedad, Guadalupe, por expresar sus intuiciones. Ese descubrimiento de admiración casi sagrado, que insinúa surgir en su interior, es un anticipo de la visión del Segundo Renacimiento que aporta la electrónica al mundo de los hombres. Lo que usted percibe mediante su inocente premonición (por la simple presencia de nuestras complejísimas estructuras), es el principio del desencadenamiento de la sabiduría que viene del futuro. No me diga que no lo entiende porque no le creeré. Usted está adivinando el mañana mediante la pureza de su corazón y jamás podría hacerlo de otro modo.
-Bueno, Don Fierro, algo entiendo de cuanto está diciéndome. No crea que soy tan ignorante, porque me doy bien cuenta de lo que está insinuando. ¿Qué será de nosotros, entonces, el día en que seamos sustituidos por robots? ¿Tendremos que desaparecer?
-Oh, no. No diga esa barbaridad. Coexistiremos como lo hacen ustedes con los monos, con los caballos y perros. No olvide que el ecosistema del Universo no admite siquiera la pérdida de un solo átomo. La única diferencia será que nuestra privilegiada raza constituirá la casta superior que gobernará el planeta y le aseguro que lo haremos de un modo implacable y esencialmente práctico.
-¡Qué maravilloso! Pensar que soy una de las primeras mujeres a quien le ha sido revelada semejante cosa…
-Está bien, pero no se engañe en cuanto a la primicia. Desde 1960 estamos planificando la sustitución. ¿Quiere que le cuente un secreto? ¿Me  promete que nunca, jamás, lo repetirá ante nadie?
-¡Oh, Don Fierro, se lo juro!
-No soy realmente un robot chacarero sino un adelantado explorador que a cada instante  está emitiendo información a un determinado y secreto punto que, lamentablemente, no puedo revelarle. Mi misión es mucho más excelsa que de un simple artesano, señora Guadalupe.
Hubiera saltado como una fiera sobre ambos, pero desconfié de algunos instrumentos y lámparas que Don Fierro tenía apuntando, permanentemente, a un lado y otro. Contuve mi odio y el instinto de conservación y me acerqué a ellos, carraspeando para simular que recién llegaba y no advirtieran que los había estado escuchando. Vi en los ojos de mi mujer ese brillo lujurioso que provoca la pasión por otro hombre, pero no dije una palabra. Nuestra vida en común prosiguió normalmente durante los siguientes dos meses durante los cuales la úlcera de los celos empezó a roerme el corazón.
Una fría mañana de mayo, época en que se inicia el año agrícola, llamé a Don Fierro que estaba arreglando el chiquero y le dije:
-Andá hasta la toma y soltá el agua para el riego. Fijate bien que la acequia esté limpia para que no se desborde. ¿Memorizaste bien?
-Correcto.
-Bien, yo, entretanto, voy a ir al corral de la finca a traer la mula para que empecemos la primera arada.
-Está bien, Ricardo –me dijo, sin protestar, y se fue con la azada al hombro a cumplir la tarea encomendada.
Apenas llegué a la Administración, me metí al corral y busqué a la mula Berta.
-¿Estás loco?, –me recriminó don Domingo Di Césare, el capataz de la finca-. ¿Para que llevás esa bestia?,  ¿estás buscando que te mate?
-No creo una palabra sobre lo que dicen de este pobre animal –retruqué-, esta mula no es tan mala como la pintan. Por lo menos para mí pues trabajé varios años con ella. Además, en cuanto se quiera hacer la loca le voy a dar unos buenos guascazos en el lomo.
-Está bien, es cosa tuya. Pero no me vengás después con problemas.
Volví a las casas y le puse los aperos a la mula, la enganché al arado y me puse a trabajar. El animal era joven y brioso, con esa estampa majestuosa, salvaje y potente que yo tanto admiro en los seres irracionales.
A eso de las diez de la mañana regresó Don Fierro con el desayuno. La canasta de mimbre parecía un juguete entre sus manazas de acero. Hasta donde yo recuerdo, la comida de la media mañana era una tarea que siempre realizaban mis hijos, pero desde que Guadalupe y Don Fierro habían comenzado su extraña amistad, era el robot quien se encargaba de ella.
-¿Qué me traés para comer? –le dije en voz alta, procurando que descubriera, en la altivez de mis palabras, el oculto despecho que sentía hacia él.
-Huevos fritos, jamón, pan y café –respondió mi rival electrónico, poniendo los alimentos sobre un rústico mantel a cuadros bajo la sombra de un olivo.
-Está bien, Don Fierro –dije, tratando ahora de aparecer como agradecido-. Mientras yo tomo el desayuno seguí vos con la aradura.
El incansable hombre-máquina tomó las riendas y empezó a dar idas y vueltas por entre las hileras del viñedo, apurando aún más el ritmo de marcha de la vigorosa mula Berta mientras yo los contemplaba tomando lentamente una taza de café.
-Vamos, mula, adelante, más rápido –se escuchaba sin cesar la voz metálica del odioso mecano.
En un de aquellas apresuradas idas  y venidas de Don Fierro llevando con firmeza la mancera del arado, sucedió lo que tenía que suceder. Al dar la vuelta en el callejón vi que uno de los tiros se había desenganchado del balancín. Le ordené a Don Fierro que volviera a colocarlo en su lugar mientras yo sostenía las riendas del animal para que no se espantara.
-Ya mismo –dijo con la presteza de siempre.
Se agachó y, en el preciso momento en que tocaba la cadena, la mula Berta le dio tan tremenda patada en la cabeza que los pedazos de chapa, lámparas y tubitos quedaron desparramados varios metros a la redonda.
--
Me he reconciliado con Guadalupe y vivimos ahora en Malargüe, al sur de Mendoza. Trabajo en la fábrica Carbometal como peón de limpieza. En las pocas horas libres que me dejan mis obligaciones cultivo una pequeña huerta en los fondos de mi casa para no olvidar mi origen chacarero.
Tengo mi conciencia limpia porque, aunque todos creyeron que fue un accidente de trabajo, destruí intencionalmente a Don Fierro para salvar mi hogar y recuperar el amor de mi compañera.
En realidad, debo confesar, la vida no resulta muy placentera por estos lados. Hace demasiado frío y lo que gano apenas alcanza para llevar adelante nuestras necesidades familiares. Circulan, además, ideas raras entre mis compañeros de trabajo. En el fondo, tal vez sea esto lo que más me intranquiliza.
Los otros días, don José Chirino, uno de los capataces de la fábrica, me reveló un secreto. Todavía no sé por qué me eligió precisamente a mí entre tantos compañeros. Dijo, mientras le temblaba la voz, que los dueños de la fábrica estaban empleando un tipo de máquinas muy perfectas, idénticas a nosotros, los obreros, en su aspecto exterior, que actualmente son importadas desde Alemania.
-Tené cuidado, Ricardo –me dijo, muy serio, mi confidente-, desconfiá de todos tus compañeros porque algunos de ellos bien puede ser un robot y te puede joder. Si no tenés experiencia en estos asuntos es muy difícil que sepas distinguir con claridad entre un hombre de verdad y uno de estos monstruos de acero.
Al principio no creí en lo que se murmuraba en la fábrica, pero ahora tengo amargas dudas que han vuelto a oprimir mi corazón: las máquinas inteligentes están ocupando el lugar de privilegio que tuvo el hombre durante miles de años y pronto lo sustituirán. Hace poco leí en una revisa que cuando llegara ese momento en que una máquina pudiera fabricar otra máquina sin intervención del hombre, habría llegado el fin de la civilización humana. Creo, y ¡Dios me perdone!, que ese momento ya ha llegado.
Las otras noches invité a Germán, un compañero de trabajo, atento y servicial como pocos, para que conociera a mi familia. Él había expresado el deseo muchas veces y me pareció de mala educación seguir ofreciéndole pretextos.
Llegó la hora de cenar pero, extrañamente, no quiso probar bocado y ni siquiera aceptó tomar una copa de vino.
-Tampoco fumo ni tengo vicios –añadió con naturalidad, esbozando una inquietante sonrisa mientras Guadalupe no apartaba un instante de él sus ojos fascinados.

*

                                  LA CAPADA

Azucena era el nombre de nuestra hermana menor que hace ocho meses tuvo un hijo varón y que murió de pena porque nuestro padre no quiso perdonar su deshonra. La velamos en la antigua casa de Fray Luis Beltrán, rodeada de frutales y de flores donde habíamos pasado los alegres y ruidosos años de nuestra juventud., antes de venir a la cárcel. No se borrará de mi memoria, mientras viva, el rostro manso y bello de Azucena, dormida como una pequeña y delgada virgen de cera, en aquella caja de madera, rústica y oscura, que la guardará para siempre. Jamás olvidaré ese día de imprecaciones y de llantos, las voces susurrantes de los vecinos maliciosos y el juramento que hicimos en la cocina mis dos hermanos menores y yo. “Los Tanos”, nos decían a los tres en la escuela, y al menor, “Tuco”, porque era rojo como salsa de tomate, con su pelo lacio y amarillo y los ojos de brillante azul.  “El mal genio que se hereda del padre es el peor signo de la naturaleza  humana, y por él la maldad se sigue transmitiendo de siglo en siglo, desde Caín a los monstruos inhumanos de hoy”, dijo el Fiscal durante el juicio. Yo me río de la justicia y de todos los imbéciles de este sucio mundo. Vivir en la cárcel o morir por hacer lo que es justo es mejor que someterse a los villanos de guante blanco. Estoy en paz conmigo y con el recuerdo de mi finada hermana, alegre, ingenua y servicial como nuestra madre. Recuerdo que para no dejarla sola los tres varones solíamos jugar con ella a las muñecas. ¡Quién nos hubiera visto! Los hermanos Spitalieri jugando como tontos con nuestra pequeña Azucena y al rato repartiendo trompadas para demostrar que éramos hombres de verdad. He memorizado una nota publicada por el diario Los Andes, que decía: “Tres hermanos confabulados para cometer un horrible crimen. Sin demostrar el más mínimo arrepentimiento, confesaron, con precisos detalles, haber mutilado al joven Hipólito Gómez, de veintidós años, a quien acusaron de haber abusado de la inocencia de una hermana adolescente llamada Azucena”. Como acontece en todas las familias, ella se hizo mujer siendo todavía muy joven y nosotros, que habíamos nacido antes, parecíamos unos mocosos a su lado. ¿Cuántas veces he recordado este breve pasado de nuestra desdichada familia? ¡Oh, María Auxiliadora, Virgen Santísima! No quiero pensar que hicimos mal en nombre del amor. “Peores que las fieras salvajes, los hermanos Spitalieri avergüenzan a la sociedad humana de la que deben ser separados para siempre”. Esto también lo dijo el doctor Bertranou, el fiscal, durante una de las audiencias. Un recorte de la revista Mundo Argentino que de vez en cuando vuelvo a leer, dice: “Estos tres individuos representan los extraños giros de la biología humana, los traspiés que sufren las leyes de la herencia, las alteraciones de los códigos genéticos, aparentemente invulnerables que transportan a los tiempos actuales genes dotados de increíble violencia y a los que el más imprevisible detonante hace precipitar en oleadas de horror y destrucción. El crimen de Fray Luis Beltrán se recordará en los anales de la criminalidad como un modelo execrable de la naturaleza de ciertos individuos que aportan mayor incertidumbre y desesperanza acerca del futuro inmediato de la sociedad”. Felices aquellos que carecen de miedo, digo yo, y me río de todas las palabras y advertencias de los doctos. Auténtico y fiel a sí mismo es aquel que hace lo que siente y no se violenta en lo íntimo con la culpabilidad de la cobardía. Cada vez que imagino la cara pálida y ojerosa del Juez cuando me pidió que describiera detalladamente el método de capar a los chanchos, siento ganas de reír a carcajadas. Recuerdo bien la descripción que hice de aquella tarea ante los ojos sorprendidos de tantos hipócritas y masoquistas allí reunidos.  “Nosotros aprendemos desde chicos a realizar las tareas rurales, cómo podar la viña, injertar los frutales, degollar a un animal (para comerlo, por supuesto), matar liebres a escopetazos y también a eso que usted me está preguntando. En invierno, durante los meses de junio o julio capamos a los chanchos machos para que no se alcen, y de ese modo engordan  y sus carnes son firmes y sabrosas. La tarea se hace muy temprano, porque el calor es malo para la curación de las heridas. Se necesita, por lo menos, tres hombres fuertes para agarrar a un cerdo adulto, sacarlo del corral y ponerlo, bien atado, en un sitio seco y limpio. Entonces les tomamos los ¿cómo dijo usted, señor Juez?, ¡Ah!, sí, los testículos, apretamos la piel hacia atrás para que queden bien tirantes  y con un pequeño cuchillo, bien afilado, hacemos un tajo a lo largo, cortamos los ligamentos nerviosos y separamos el testículo. Curamos la herida con sal, cenizas y vinagre y soltamos al bicho en el corral. Las infecciones se previenen echando creolina en un balde con agua y derramándola por el chiquero y los alrededores. Diariamente se controla la operación para evitar las hemorragias o el agusamiento, que condecirían a la muerte segura del animal. Apenas el chancho se mejora comienza a comer y a engordar y tenemos para el carneo un hermoso animal de abundantes carnes y gruesos tocinos”. Cuando terminé de hablar, el público que llenaba la sala se había quedado en silencio, pensando en otra cosa, supongo. Aproveché aquel momento para mirar a mis hermanos y guiñarles un ojo, a lo que ellos respondieron con un leve gesto de admiración. Aunque estábamos  por ser  condenados a largos años de presidio, no era aquel día más triste que el del velorio de Azucena. Recuerdo que nuestro padre insultaba a Dios y a los santos, se maldecía por haber nacido, gimiendo como un perro por las habitaciones y golpeándose el rostro hasta hacerlo sangrar. Aquellos momentos aciagos fueron los largos, interminables instantes del infierno al que todos entramos o entraremos alguna vez. Ahora estamos en celdas individuales para presos de extrema peligrosidad. ¡Qué consecuencias! Cuando éramos niños nuestro padre nos obligaba a practicar esa ley, no sé cómo se llama, que dice “Ojo por ojo, diente por diente”. Me pegás, te pego. Me robás, te robo. Emparejar. No dar ventajas. Cuando Azucena quedó embarazada, el Hipólito, que en aquellos años era su novio, se fue a vivir a Buenos Aires con un tío que transportaba vino en camiones de la Bodega Giol  y se quedó por  allá en casa de unos parientes. Entonces comenzó para nosotros un oscuro, insoportable calvario familiar, hasta el nacimiento del bebé y la muerte de nuestra infortunada hermanita. Unos meses después, recuerdo  bien la mañana fría y nublada de junio de 1949, cuando un amigo cuyo nombre no revelaré, nos avisó que por la calle Los Salamanquinos venía el Hipólito en bicicleta. Había regresado porque al gran hijo de su madre   ya no le importaba lo que había sucedido por su culpa. Salimos como relámpagos a escondernos detrás de los sauces que bordean el camino y cuando pasó frente a nuestra casa, lo agarramos y lo llevamos al corral. Le arrancamos los pantalones a los tirones y lo pusimos junto al chiquero, en la mesa de carneo. No recuerdo si lloraba, gritaba o se reía de terror. ¡Qué me interesa! Entonces Ernesto, el hermano que me sigue en edad, sacó el cuchillo de hoja delgada que siempre llevaba oculto en su camisa, y me lo entregó. Capamos como a un chancho al infeliz y lo abandonamos aullando de dolor mientras corríamos a entregarnos al comisario de Fray Luis Beltrán. Va pasando el tiempo, dejando atrás la pesadilla y el horror, la incertidumbre sobre el bien y el mal, lo incomprensible. Pero hay algo en mí, una sensación extraña de paz y de equilibrio que no me abandona y que antes no había conocido. Ayer estuvieron nuestros padres en la Penitenciaría y trajeron, por primera vez al hijo de Azucena a quien han bautizado con mi nombre.
                         *
EL GOLEM BABOSO

1


          Han pasado casi 40 años desde el día en que mi joven amigo Miguel García desapareció misteriosamente. Yo, que durante este insoportable tiempo he guardado, bajo juramento, el terrible secreto que destruyó su vida, confieso que no puedo seguir haciéndolo si quiero conservar la razón. Contaré cuanto sé para liberarme de esta pesadilla y transferir a otros la pesada carga de su redención.
          Me siento enfermo e impotente para frenar el crecimiento de la perversidad, y pongo en este mensaje un grito de auxilio en nombre de Dios porque aún no he perdido totalmente la esperanza de encontrar a uno, entre miles de millones de hombres, que entienda el significado oculto de las palabras en la espantosa historia que voy a relatar.
          No concibo este cruel exilio y el desamparo espiritual que he experimentado durante la búsqueda del significado y de la clave primordial, en procura de señales y de guías que me ayudaran a encontrar la verdad o, por lo menos, el consuelo de saber que no he vivido en vano.
          A pesar de que durante estos últimos años de mi vida he tenido la fortuna de frecuentar a eminentes pensadores, conocer disciplinas científicas y técnicas y contactar con auténticos manantiales de sabiduría, no he alcanzado a comprender el destino del desdichado Miguel. Por momentos creo que su obra fue generada por la inevitable ley de consecuencias de donde brotamos o nos hundimos rítmicamente a través del oleaje de una portentosa vida transcósmica; pero después, cuando contemplo la inalterable realidad y la consistencia de las leyes fundamentales de la naturaleza, se apodera de mí un vacío existencial que nada puede colmar y caigo en la desesperación.
          Esa experiencia me lleva a afirmar que todo cuanto pueda decirse una vez leído este testimonio, todo análisis y lucubración, serán apenas escasos y mezquinos razonamientos frente a lo que yo intuyo acerca de los canales por los cuales el mal desemboca continuamente sobre el mundo.

Londres, 3 de marzo de 1981.

Estimado señor:
                     No hemos encontrado en los anales de nuestra Sociedad un pedido de investigación semejante al suyo a pesar de lo variado y extenso de nuestros archivos.
          La naturaleza del caso, realmente sorprendente respecto de las maniobras genéticas que usted describe y que atribuye a experimentaciones físico-químicas poco ortodoxas, están al margen de los temas específicos de nuestras investigaciones, por lo cual no podemos comprometernos a participar en la búsqueda de respuestas científicamente aceptables.
          Entendemos que el decapamiento progresivo llevado a cabo por los distintos centros de investigación diseminados en el mundo, ha traído suficiente claridad sobre antiguos fenómenos que, como la Alquimia, van dejando de lado esa atmósfera de magia y ocultismos que la caracterizaron en tiempos de Giovanni Battista Della Porta y de Heinrich Cornelius Agripa von Nettesheim, por nombrar sólo a dos grandes sabios del pasado que legaron a la posteridad importantes descubrimientos.
          Lamentablemente, no contamos en este momento con voluntarios adecuados para enviarlos a ese gran país sudamericano a investigar el suceso que a usted tanto preocupa, y difícilmente los encontrará a menos que aporte mayores  elementos de juicio en la apropiada dirección.
          No obstante y para honrar a nuestra institución en aquello que la caracteriza más notoriamente, es decir su inalterable antidogmatismo y vivo interés por las ciencias  del hombre, recomendamos comunicarse con el profesor Alfred Bellamy, Director del Roitman Biology Instituye. A él se deben importantes descubrimientos en el campo de la biología marina, y del interés que usted logre despertar por el tema podría surgir la posibilidad de que tan importante investigador participe en la empresa.
Quedamos a su disposición.
                                                                     WILLIAM LODGE
                                                           Society for Psychical Research


2

          La  época en que tuvieron lugar los sucesos que voy a narrar data aproximadamente de principios de 1955. En aquel tiempo vivía yo con mis padres y hermanos en una calle angosta que desembocaba en la costanera de la ciudad de Miramar, una población construida sobre la margen sur de la laguna Mar Chiquita, un extenso espejo de agua salada que tenía por aquellos años una extensión de 75 kilómetros de largo por 26 de ancho.
          Miguel García vivía sobre la misma calle, unas cinco cuadras arriba, cerca de la plaza; tenía 19 años, dos más que yo y era –más bien sigue siendo y lo será por el resto de mi vida- uno de mis mejores amigos.
          Creo que los funestos sucesos que ocurrieron un tiempo después empezaron aquella tarde de un domingo que habíamos salido a caminar por la costa de la laguna con un grupo de jóvenes a contemplar el fascinante vuelo de los flamencos.
          -Vean esto –nos dijo de pronto Miguel, señalando el suelo barroso-. La tierra contiene infinitas y variadas semillas de vida. Sólo es necesario que llueva para que broten gusarapos, hongos y mosquitos por todos lados. En cada metro de tierra que pisamos hay millones y millones de células germinativas que aguardan la humedad, la electricidad y ciertas condiciones especiales para transformarse y crecer. Así era en el principio, como dice la Biblia, cuando en este planeta no había ninguna forma de vida aparente. Todo este inmenso globo no es otra cosa que un gran óvulo sexual que potencialmente contiene no sólo las especies conocidas sino también las que se generarán en el futuro cuando la ciencia pueda formar vida a partir de la sustancia inanimada.
          -¿Es verdad, Miguel, que Dios creó al hombre soplando sobre un puñado de barro? ¿Creés que eso tiene sentido? –lo interrumpió Oscar Maldonado.
          -Como les decía recién –afirmó Miguel muy serio y convencido-, todo surge de los elementos de la tierra. Todo lo que fue, es y será, está aquí. Lo que Dios hizo fue tomar un puñado de barro cualquiera e insuflarle el relámpago de la vida.
          Nos sorprendió una bandada de patos que levantó vuelo  repentinamente ante nuestra proximidad.
          -Por eso –prosiguió Miguel-, la misma Biblia dice que en el principio fue el Verbo. ¿Qué significa eso? Sencillamente que Dios pronunció una Palabra Sagrada,  un texto que sólo Él conoce y mediante el cual inventaba mundos, especies, ángeles y demonios y todo cuanto existe o pueda ser pensado como de posible existencia.
          Ninguno de nosotros entendía lo que Miguel pretendía explicarnos pero seguíamos escuchándolo con respeto y admiración porque, entre todas las personas que conocíamos, únicamente él podía enseñarnos cómo se formaban los mares y los continentes, de qué sustancia estaban hechas  las estrellas y el lugar exacto que correspondía a cada cosa.
          Aunque solamente había asistido a la escuela primaria, Miguel poseía una suma de conocimientos increíblemente superior a la nuestra. Años después, cuando ingresé a una  etapa de mayor madurez y capacidad de reflexión, comprendí que su cultura intelectual era imperfecta y desarticulada, propia de quienes carecen de  una adecuada formación teórica y sistemática.
          Supongo, con sobrados fundamentos, que su osadía para enfrentarse a una serie de raros experimentos se la dio el estudio de ciertos libros que encontró olvidados en un viejo arcón que había pertenecido a su abuelo, un español llamado Francisco Simón, quien había sido miembro de una organización masónica, rosacruz o algo parecido.

Ciudad del Vaticano, 14 de abril de 1981.

Amantísimo hijo:
                       La terrible congoja que se abate sobre tu corazón es la mayor prueba de la existencia tangible del Mal y de la insensatez de algunos hombres, puesto que todo conocimiento y práctica de la ciencia que se ejecuta a espaldas de la verdadera sabiduría, la que proviene del amor a Dios, por mediación de nuestro amado Señor Jesucristo y de su dulce Madre María Santísima, conduce al destierro de la vida divina y a la disipación del alma venturosa, por lo que merece grave condenación.
          Tal clase de información y el lenguaje que la describe nos parecen extraños y contrarios a un verdadero y sano razonamiento. Esas formulaciones de juicio están muy próximas al idioma de nigromantes y espíritus adversos al sentimiento de la Iglesia. Ellos, junto a delirantes alquimistas o haciéndose pasar por ellos, actuaron durante siglos sembrando confusión y vanos intentos de desafiar la ira de Dios.
          Y es, precisamente, por obra de estos opositores al sentimiento de sumisión divina, que fluyó hacia el mundo un modelo de conocimiento que se expresa, en nuestro siglo XX, en la diabólica carrera de armas y venenos químicos que bien podrían acabar con la obra de nuestro Creador.
          Nos apena tanto desconcierto y nos conduele ese tormento por el destino de tu buen amigo Miguel García. Sin embargo, no aceptamos ese pensamiento de vano riesgo y hueca esperanza de encontrar el fin de tal supuesta monstruosidad mediante el sortilegio. La única cadena de salvación que nos une a la redención prometida por nuestro Salvador es la oración y la penitencia devocional. Si en verdad hay algo que pueda ser vencido debe hacerse mediante el aborrecimiento del mal, la desconfianza a la soberbia gnóstica y el desprecio por la sabiduría de Satanás.
          Olvida, hijo mío, la promesa blasfema que guardas en tu corazón ya que sólo a Dios podemos prometer fidelidad y renuncia como anhelo de salvación y único medio de participación al dolor de nuestro prójimo.
          No continúes esa alucinante búsqueda de lo imposible. Deja de interpretar mágicamente lo que es atributo de los sabios e investigadores. Ellos encontrarán explicación a la expansión de las aguas de esa laguna a la que llamas “maldita” en tu ofuscación. No olvides que la Santa Iglesia no sólo acepta el veredicto de la razón científica sino que ella misma, por sus propios hijos y sacerdotes, es custodia de la lógica y del buen entendimiento que conducen a esclarecer los caprichos de los elementos de la naturaleza.
          Busca en una sincera y limpia confesión el verdadero sentido y causa de tu angustia. Nada resulta más liberador para la incertidumbre y el pecado que una humilde comunicación con nuestro director espiritual. Fuera de aquellos que hacen de tal práctica un hábito insuficiente y mecánico, la confesión es el resultado del valor personal, modestia interior y sana conciencia.
          Nos comunicaremos con nuestro Obispo en la ciudad de Córdoba y mantendremos contacto con él respecto de lo que causa tamaña tribulación a tu alma.
          Ora continuamente y aborrece en tu corazón las sombras que el Príncipe de las Tinieblas ha depositado, repudiando vivamente las perversas imágenes que se alimentan de tu afiebrada mente.
          Reciba nuestras bendiciones.

                                                 Cardenal AMITORE VITALI
                                         Congregación por la Fe y el Dogma


3

          Cierto día que estábamos escuchando radio en su casa, Miguel nos aseguró que iba a enseñarnos cómo fabricar una víbora.
          -Miren atentamente lo que voy a hacer –dijo, arrancándose un cabello-. Tomo este frasco, introduzco el pelo de mi cabeza, lo lleno con agua salada de la laguna y lo tapo herméticamente. Dentro de un par de meses el cabello estará transformado en una víbora pequeñísima que empezará a moverse y a crecer. Entonces tendré que arrojarla lejos o matarla porque si no lo hago ella me destruirá a mí.
          Nos estremecimos ante la idea de que nuestros pelos pudieran convertirse en reptiles del agua. Sin embargo, ninguno de nosotros tenía entonces el conocimiento adecuado para refutar aquellas absurdas teorías de Miguel.
          Estos raros experimentos y las alucinantes conversaciones fueron raleando al grupo hasta que sólo yo permanecí a su lado, más por fidelidad a la noble pasión de la amistad que por interés en sus extrañas ideas.
          En una oportunidad en que nos encontrábamos leyendo en el cuarto de estudios que había construido con maderas y chapas de cinc en el fondo de su casa, Miguel, vivamente excitado, me dijo de pronto:
          -Voy a fabricar un golem.
          -¿Un qué? –pregunté, sintiendo que la sangre se me congelaba ante la sola pronunciación del misterioso nombre.
          -Voy a fabricar un golem. Ya sé cómo hacerlo.
          -¿Qué es un golem?
          -Algo semejante a un hombre, una especie de monstruo artificial.
          -¡Un monstruo! ¿Y de dónde vas a sacarlo? –pregunté, ingenuamente, como si se tratara de conseguir la más común de las materias primas.
          -Tengo todo listo. En principio dispongo de la teoría básica, un programa de experimentos químicos bastante complejo, algunos elementos físicos ya seleccionados y la casi segura existencia de una semilla  prodigiosa que buscaré en la laguna.
          -¿Qué clase de semilla?
          -No puedo decírtelo porque no entenderías –me dijo Miguel, en cuyos ojos ya empezaba a brillar la obsesión que lo seguiría hasta el fin de sus días-. Se trata de una sustancia que será la base de la inseminación, una especie de óvulo femenino que las aguas saladas pueden conservar durante millones de años hasta el momento en que un “iniciado” las recoge  y les da el destino que sólo él sabe.
          -¿Creés que eso será posible? ¿No te parece una locura, algo que está en contra de nuestra religión? ¿No has pensado que Dios podría castigarte por ese grave pecado?
          Me miró un momento, fijamente, con expresión altiva y segura a la vez que me hizo sentir disminuido y estúpido.
          -No tengás miedo. Todo lo que un hombre puede hacer es porque, de alguna manea, le está permitido, no importa por quién. Si realmente existe Dios y no está de acuerdo con lo que estás haciendo, te fulmina en un segundo y todo se acabó.
          Reconozco que fui un insensato en prestarme a colaborar en aquel experimento y un ignorante que no supo sospechar  el grado de conocimiento real que mi amigo había alcanzado. Su “ciencia” no era (lo supe tardíamente)   nuestra ciencia, como tampoco la moral que apoyaba sus actos es la que prevalece en nuestra sociedad.
          Todavía conservo algunos apuntes de Miguel que más adelante contaré cómo llegaron a mis manos. Aparentemente son comentarios y análisis de algunos textos que él menciona y de los cuales, supongo, extrajo sus métodos de trabajo y las técnicas de laboratorio que luego emplearía.
          Lo que sigue es una parte de las mencionadas notas:

          “La historia de la alquimia antropológica se remonta a  Simón el Mago, compañero y amigo de Pablo de Tarso (conocido posteriormente como el Apóstol San Pablo), fundador de una antigua escuela gnóstica y padre de los primeros hijos artificiales del hombre, los golem, que en el siglo I de nuestra Era formaron parte de las invencibles guerrillas que actuaron contra la usurpación romana en la antigua Palestina. De Paracelso, el gran químico suizo de noble familia, iniciado por maestros árabes en Constantinopla en artes mágicas y herméticas, se sabe que construyó homúnculos dotados de vida pero carentes de habla y significación interior, por cuya causa los destruyó.
Un siglo después, en 1586, quien fuera rabino de Praga, Jehuda Löw ben Bezabel, resucita las técnicas alquímicas de los sabios judíos y alcanza a fabricar una pareja de golems azules que sólo alcanzó a vivir dos semanas.
Recientemente, en el año 1944, en una perdida localidad de los Alpes bávaros, el general alemán Rudolf Wühler, por expresa “orden superior”, según manifestó en el juicio de Nüremberg, donde fue acusado de crímenes de guerra, recluyó a un grupo de rabinos y teólogos judíos condenados a muerte en Polonia, quienes trabajaron en el desarrollo de un prototipo de soldado-golem que de haber llegado a concretarse a escala industrial hubiera cambiado la historia del mundo”. 
Otros apuntes contenían innumerables construcciones matemáticas de compuestos químicos, evidentemente codificados en una clave que yo jamás podría haber entendido y por cuya causa reduje a cenizas, impensadamente, ya que bien podrían haber sido descifrados por expertos en esas disciplinas y contribuido al esclarecimiento de tan desgraciados sucesos.

Nagasaki, Japón, 3 de agosto de 1981.

Estimado señor:
                       Con justo interés hemos recibido su nota dirigida a nuestro Departamento de Investigaciones Genéticas, cuyos miembros la han estudiado detenida y respetuosamente, sin considerar la insuficiencia de los métodos analíticos y las conclusiones apriorísticas que contiene.
          Adelantamos a usted que hemos mantenido una previa comunicación con el Dr. Alfredo Álvarez Gordillo, presidente de la Academia de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Córdoba, a propósito de la investigación que usted nos solicita  y que resulta, evidentemente, más que una seria y ordenada cuestión científica, una increíble y fantástica descripción de hechos y circunstancias inexplicables más próximos a la ciencia-ficción que a cualquier otra disciplina.
          En el curso de nuestros trabajos que se origina, como usted sabrá, en 1945, las desviaciones y mutaciones en la genética humana y animal registradas y cuantificadas, conforman un documento único en la historia de las ciencias modernas. La amplitud de reconocimientos, resultados e identificaciones, nos ha llevado al descubrimiento de caracteres límites, la mayor parte de ellos conservados en el Museo de Teratología de nuestro Hospital. Sin embargo, no hemos podido localizar en nuestros archivos un ejemplar de las características que usted describe. Naturalmente, hemos consultado a colegas de otras nacionalidades y tampoco ellos pueden afirmar que tal existencia sea posible en un medio salino como el que usted detalla.
          Nos hemos limitado, objetivamente, al núcleo de su información y hemos descartado de plano las subjetividades que escapan, por su imprecisión e incoherencia, al más  mínimo comentario que corresponda al nivel en el cual deben ser tratados asuntos de semejante carácter.
          Le agradecemos en nombre de nuestro Departamento el honor de habernos elegido como interlocutores, al tiempo que lamentamos no poder ofrecerle una respuesta más significativa.
          Nos reiteramos a su servicio y lo saludamos atentamente.

                                                                     Dr. JEHUDI MATAYOSHI
                                                                              Hospital Itushiro
                                                                       Universidad de Kiushiú

4

          En el período inicial de aquellas pruebas secretas, que dieron como resultado el nacimiento de una formidable bestia del infierno, Miguel me contó como su fiel ayudante, silencioso, sorprendido y algo atemorizado.
          Sus padres, gente buena y humilde, tenían un almacén  y despacho de bebidas que apenas les aportaba lo suficiente para sobrevivir a una mediana pobreza. Sólo Miguel, entre sus numerosos hermanos, como contraste y afirmando para sí el privilegio de su grupo, parecía estar dotado de una predisposición y energía superiores para enfrentar los acontecimientos y dificultades cotidianas, circunstancias que después descubrí era la génesis caracterológica del genio y del hombre creador.
          Durante meses recorrimos la costa de la Laguna Mar Chiquita buscando a través de agotadores kilómetros, entre el ardiente sol y la tierra salitrosa, aquella semilla  multimilenaria que el “viento genésico del cosmos”, según textuales palabras de Miguel, había depositado alguna vez sobre aquellas aguas en “el origen del sistema planetario”, y que era la meta afanosa  de mi amigo y el fin de mi fatiga. Mientras más transcurría el tiempo mayor era nuestra ansiedad y más justa mi preocupación y desconfianza.
          En una de aquellas largas caminatas, en la obstinada búsqueda de lo imposible, escuché los gritos de mi amigo quien con una fina red rastreaba las aguas poco profundas:
          -¡Aquí! ¡Aquí está! ¡Al fin la encontré!
          Había atrapado algo en un pequeño recodo donde el agua golpeaba débilmente sobre los juncos. Parecía un pequeño gusano de color rosado cuyo grosero aspecto me produjo una repentina repugnancia y deseos de vomitar.
          -¿Qué diablos es eso? –pregunté, manteniéndome alejado.
          -Es una especie alquímica de origen marino, la semilla  de la que tantas veces te hablé. Acercate, no puede hacerte daño. Por ahora es sólo una célula sexual perpetua e indestructible. Verás después en qué la transformaré. Te sentirás orgulloso de haber colaborado en esta búsqueda.
          Tomó el objeto viscoso, casi transparente, con sus propias manos y lo depositó en un frasco de vidrio con agua de la laguna.
          Desde ese momento preferí callar y creo que Miguel tampoco mostraba deseos de dialogar sobre nada con nadie, de modo que regresamos a Miramar en momentos en que se hacía la noche, separados por distintos pensamientos.
          Al día siguiente ayudé a Miguel a construir una larga antena, atando tres largos y delgados palos de álamo en cuya punta superior sujetamos un trozo de metal del que partía un alambre de cobre que condujimos hasta el improvisado laboratorio que mi amigo había empezado a montar en la destartalada pieza, utilizando los más dispares e increíbles elementos.
          Después de varios días de preparativos y cuando todo parecía estar llegando a la fase inicial del experimento definitivo, Miguel me dijo repentina y bruscamente:
          -Gracias por tu ayuda. No sabés cuánto ha significado para  mí que permanecieras todo este tiempo cerca de mí, ayudándome. Te pido que a partir de hoy me dejés solo. No lo tomés a mal, pero no quiero que sufras ningún daño por mi culpa.
          -¿Qué clase de daño puedo recibir por estar con vos? –le dije, intentando demostrarle el interés que aún yo tenía por continuar viendo cómo se desarrollaba su proyecto.
          -Por favor, no sigamos hablando del tema. Sólo yo sé qué puede ocurrir de aquí en adelante. Hablo en serio.
          Comprendí que nada lo haría cambiar de parecer. Pasó así un tiempo durante el cual veía a Miguel muy de vez en cuando pero, jamás, a pesar de nuestra sincera amistad, intercambiamos algo más que un simple saludo y no volvimos a habla del asunto en el cual yo sabía que él continuaba trabajando.
          Y como sucede en este cambiante período de la vida que es la juventud, mi interés se modificó y de pronto estaba metido en mis propios proyectos personales.


Salt Lake City, Utah, 11 de noviembre de 1981.

Estimado señor:
                      Su extensa carta en realidad no me sorprendió. Hace más de tres años que mantengo correspondencia con los doctores Alfredo Álvarez Gordillo y Abel Tissera, de la Universidad de Córdoba, quienes junto a dos estimados colegas de mi país, los doctores Douglas Hautpman y Joseph Mercali, han trabajado intensamente en Mar Chiquita desde principios de 1976, época de las primeras y más graves inundaciones, buscando una explicación científica a la notable expansión que han experimentado las aguas en tan pocos años.
          Sin embargo, y lamento decepcionarlo, tanto mis colaboradores como yo podemos afirmar que no hay evidencia alguna de que en aquella extensa laguna (o mar interior si prefiere el término), exista un animal acuático de las singulares proporciones que usted menciona.        
          En tal sentido y con la autoridad que me otorga el reciente Premio Nobel (con el cual se han distinguido mis numerosos trabajos y descubrimientos sobre la fauna oceánica), debo negar, enfáticamente, que existan pruebas acerca de la existencia del monstruo noruego llamado Kraken. El origen de este animal mítico se remonta y permanece en los amplios límites de la ciencia-ficción literaria que ya lo representa como una serpiente de mar o como un pulpo de dimensiones descomunales. Ya ve usted que yo mismo me veo obligado a utilizar expresiones tan altisonantes y poco convincentes al tenor científico para referirme al absurdo.
          Con el mismo énfasis, la ciencia actual rechaza la existencia del monstruo denominado “La Bestia de Lot” que usted menciona como probable habitante del Mar Muerto. Debe saber y recordar que las criaturas protoplasmáticas tienen, como toda especie, estrechos corredores de desarrollo y supervivencia, y mal podría un animal semejante habitar lo inhabitable.
          En su carta usted menciona un “golem baboso” cuyo tamaño oscilaría en alrededor de dos kilómetros de largo por un espesor de casi 200 metros de diámetro en su centro, y atribuye a esa cuantiosa magnitud, supuestamente viva y en continuo crecimiento, la causa del desborde de las aguas.
          El doctor Mercali, con el auxilio de la Fuerza Aérea de su país, recorrió la superficie de Mar Chiquita mediante zondas de rayos infrarrojos,  sin encontrar la más mínima huella de vida biológica de semejante magnitud.
          Nos resulta difícil afirmar, sin ofensa, que su presunción acerca del nacimiento y existencia actual de un ser protoplasmático en ese lago salado tenga origen en las llamadas “ciencias ocultas”, más precisamente en un ensayo de laboratorio casero realizado con groseras sustancias químicas. Consideramos, según nuestro estado actual de investigación, que su sombría visión debería ser analizada bajo la lupa de la parapsicología o de otras disciplinas afines, ajenas a nuestro trabajo específicamente científico.
          Personalmente me apena el modo en que usted se enfrenta a esta dramática situación pero nada, que no sea mi sentimiento de comprensión y solidaridad, puedo ofrecerle en respuesta al vivo interés demostrado por usted hacia nuestra institución académica.
          Salúdole cordialmente.

                                                                     ALFRED BELLAMY
                                                                    Director Científico
                                                               Roitman Biology Institute 


5
         
Cierta noche, a fines de marzo de 1956, se desencadenó una tormenta eléctrica como jamás observé en mi vida. Recordé la antena pararrayos y los condensadores que habíamos construido con Miguel y tuve el presentimiento de que algo raro estaba ocurriendo en el laboratorio de mi amigo.
A falta de noticias volví a subestimar mis oscuras premoniciones y aparté, deliberadamente, todo intento por caer en falsas expectativas.
Habrían pasado desde entonces unas dos o tres semanas, cuando una tarde me sorprendió la silenciosa llegada de Miguel a la panadería “La Cantábrica” donde yo trabajaba. Se lo veía pálido y más delgado y estaba visiblemente alterado. Lo noté al mirar sus ojos sombríos y huidizos.
-Tengo necesidad de mostrarte algo –me dijo-. Por favor, te pido que no lo comentés con nadie. No les digás a los muchachos que vamos a encontrarnos.
-Está bien, Miguel –le respondí-, esta tarde, a última hora, apenas salga del trabajo iré a tu casa.
Encontré a mi amigo sentado sobre un cajón de frutas, mirando fijamente el frasco en el que había realizado su experimento. A la tenue luz de una lámpara que estaba encendida sobre nosotros, me conmovió la expresión de inseguridad y desamparo que lo rodeaba.
-Mirá, eso es un golem. Te dije que sería capaz de hacerlo.
El recipiente de vidrio encerraba una cosa esponjosa, de color rosado y manchas verdes que se movía como si respirara en toda la dimensión de su volumen. No recuerdo haber visto que tuviera ni ojos ni patas pues se desplazaba torpe y lentamente en el agua como un caracol sin concha, como una especie de babosa, flotando y sumergiéndose sin detenerse un momento.
-Dijiste que sería semejante a un hombre –comenté, haciéndole notar mi decepción a pesar de que lo que yo estaba observando me parecía igualmente increíble.
-Es todo lo que pude hacer. De cualquier forma tiene vida y yo lo considero un golem, una criatura viva y poderosa que crece incesantemente.
Sentí una sensación de miedo y de furor al mismo tiempo por el repugnante ser que estaba contemplando y le grité a Miguel:
-¿Por qué no lo tirás al pantano? Esa basura te va a volver loco.
-No hablés así –me contestó, visiblemente irritado-. Es necesario ser muy ignorante para no darse cuenta de lo que este experimento significa. Esta “basura”, como vos decís,  es el sueño de muchos grandes hombres que yo he convertido en realidad.
-Está bien –le respondí-, ¿pero qué vas a hacer con esa cosa?
-Me falta aún completar algunos detalles, hacer varias modificaciones. Cuando llegue ese momento pondré al golem sobre la costa de la laguna para que se adapte a su medio, para que despierte su natural instinto de supervivencia.  Sé que seguirá creciendo pero ignoro cuáles serán sus dimensiones definitivas.
Un estremecimiento de terror sacudió mi cuerpo. Tuve la tentación de tomar el frasco y arrojarlo contra el piso pero me contuvo el pavor de que aquella “cosa” me mordiera o se prendiera a mis piernas.
-No sé si volveré a verte –le dije con enojo y salí corriendo hacia mi casa.
Miguel no me contestó y cerró la puerta tras de mí con gran violencia.

Buenos Aires, 3 de junio de 1982.

Hermano:
             Tu carta ha conmovido y trastornado la paz de nuestra organización. Hemos estado reunidos durante siete noches ininterrumpidas para espiar, por el ojo de la visión interior, la existencia del diablo gelatinoso que habita en el abismo de Mar Chiquita.
          ¡Bendita sea la sabiduría y la misericordia de nuestro Creador!
          Deseamos ser los primeros en el mundo en testificar a tu favor. Consuela, querido hermano, tu trastornada razón, puesto que en verdad hemos contemplado ese descomunal iceberg protoplasmático flotando a la deriva en las aguas saladas, multiplicándose como una bestia apocalíptica, hambrienta, terrible, idiota y fecunda en sí misma, dotada de suficiente potencialidad para cubrir toda la superficie de la Tierra con su apestosa y mórbida sustancia.
          Nuestra amada Hermana Amalia Díaz de Gudiño fue enviada por nosotros a Córdoba y allí permaneció, fría de espanto durante dos días y sus consiguientes noches, parada en la costa oriental de la inmensa laguna, soportando las pestilentes miasmas y gritando el secreto nombre del Señor tal como le fue revelado por los profetas de nuestro Templo.
          La hemos visto regresar con sus ojos marchitos por el llanto y el corazón oprimido por el terror que tan violentamente ha padecido. Su canto psicotónico, su maestría mediúmnica, su alma bondadosa y templada, de nada le sirvieron para detener a esa infernal criatura, hija  de una mente infernal.
          Consuela también, querido Hermano, tu atribulado corazón, pues tu intuición apuntaba en la dirección correcta: el alma desamparada de Miguel García permanece atrapada en el núcleo  del monstruo acuático y grita desde esa placenta abismal su arrepentimiento y su culpa.
          No hemos podido sacarlo de allí y nadie podrá hacerlo porque sólo él y nadie más que él  es responsable por osar y repetir las divinas palabras que solamente los dioses constructores de universos pueden pronunciar.
          ¡Que nuestro Señor tenga piedad de su alma y de todos nosotros!
          Bendito seas por tu sacrificio y por el don de hermandad que te une a la familia de los elegidos.

                              Hermano EMILIO RODRÍGUEZ  MORELLO
                                         Apostolado de la Luz Americana


6

          Dejé de frecuentar a la familia García, pero no podía dejar de pensar en la habitación donde Miguel pasaba la mayor parte del día entretenido con su maldita creación. Me esforcé para apartarme de aquellas delirantes imágenes y realicé ejercicios para motivar mi subconsciente y convencerme de que Miguel estaba realmente maquinando una soberbia burla para divertirse con nosotros. Quería persuadirme de que “aquello” que estaba  en el frasco sería, apenas, un insignificante gusano u hongo del agua.
          A pesar de mis esfuerzos por permanecer tranquilo y apartado, los acontecimientos de las semanas siguientes me devolvieron los terrores soterrados en los huecos de mi alma. Algo inhumano y terrorífico había sucedido en casa de los García. El padre de Miguel había descubierto, al levantarse por la mañana, a uno de los perros prácticamente succionado, como si alguien hubiera chupado su cuerpo dejando sólo la piel y los huesos.
          Al día siguiente sucedió lo mismo con dos de los cerdos y a continuación los vecinos comenzaron a denunciar a la policía que sus animales domésticos aparecían en el mismo estado, señalando como dato curioso, que en todos los casos se veía una huella informe, blanquecina y pegajosa, como si una enorme babosa se hubiera arrastrado devorando a toda sustancia viva que encontrara en los alrededores.
          Cuando rompí los muros que encerraban mi imaginación, pensé de inmediato en Miguel y en su golem o en lo que fuera. Como un momento antes se había producido un corte de luz, en plena oscuridad recorrí las cinco cuadras que separaban mi casa de la suya como una exhalación.
          La familia García cenaba en el comedor apenas iluminado por una sucia lamparita a kerosén colgada de un clavo en la pared. Entré y pregunté por Miguel:
          -¿Dónde podrás encontrarlo? –Me dijo doña Remedios-. Buscalo en la casilla del fondo. Ahí se pasa todo el santo día con sus inventos…encerrado…sin comer…
          Llamé a la puerta de la casilla y nadie me contestó. Insistí una y otra vez hasta que al rato escuché los susurros de una voz:
          -¿Quién es?
          -Soy yo, Miguel. Abrí la puerta.
          -Por favor, andate de aquí. Andate, te lo ruego.
          -Miguel, por el amor de Dios, abrí. Tengo que hablar con vos.
          -No voy a abrir. Salí pronto de este lugar.
          Sentí  un sudor frío brotar de mi cuerpo. Creo que si hubiera tenido que correr no podría haberlo hecho, tal era el espanto que se había adueñado de mi voluntad. 
          -Miguel, no seas porfiado –volví a insistir-. Quiero saber qué te sucede. Tenemos que hablar. Todo el mundo está asustado. En cualquier momento vendrá por aquí la policía.
          -No levantés la voz –escuché que decía en vos muy baja-, esperá un momento junto a la puerta que voy a pasarte un mensaje escrito.
          Le obedecí y me mantuve pegado a la precaria construcción, tratando de serenarme. De pronto escuché una especie de sonidos, como el ronronear de un gato mezclado con gemidos humanos. Juntando las fuerzas que jamás volví a tener en mi vida procuré mirar a través de una de las rendijas de la puerta de madera y chapas de latón. Entonces vi aquella escena que sólo la muerte podrá disipar: sentado junto a su mesa de trabajo, a la luz de una vela, observé el cuerpo esquelético y aterrado de Miguel quien, dominado por una febril agitación, escribía apresuradamente. A su lado, del tamaño de un enorme cerdo gelatinoso, estaba aquella bestia engendrada por la enfermiza mente de mi mejor amigo. La oscilante luz de la vela dejaba ver apenas la superficie húmeda y viscosa, chorreando aquella baba, como clara de huevo, pegajosa y hedionda.
          -Por lo que más quieras –dije alzando la voz y tartamudeando-. Tenés que salir de aquí. Llamaré a tu familia, a los vecinos, a la policía…
          -No lo hagas, ya es demasiado tarde. No abriré ni te explicaré nada más. Te pasaré un sobre por debajo de la puerta. Allí te dejo escrito lo que me ha ocurrido. Guardalo con vos y no lo abrás a menos que me suceda una desgracia. Tampoco se lo entregarás a nadie. Jurámelo.
          -Te lo juro –dije sin pensar en lo que hacía y salí corriendo, con el corazón golpeándome el pecho, sintiendo tal dolor y tormento de los que jamás he podido recuperarme.
          Al día siguiente supe que Miguel desapareció de su casa y que habían encontrado sus ropas y zapatos en la costa de la laguna, allí mismo donde una espesa huella de baba se unía al golpear de las olas saladas.
          Patrullaron la zona con lanchas y helicópteros, con perros amaestrados, con buzos y baqueanos, pero el cuerpo de Miguel no apareció.
          A partir de ese mismo día cesó el hallazgo de animales succionados pero nadie, salvo yo, supo que ese hecho y la ausencia  misteriosa de Miguel García estaban íntimamente vinculados.

Los Ángeles, 9 de diciembre de 1982.

Estimado señor:
                     La biografía de nuestro amado fundador, Swami Paramahansa Yogananda, que impresiona tan vivamente al espíritu del hombre occidental, no debe, a nuestro entender, ser analizada injustamente bajo la apariencia de lo paranormal. Por el contrario, las prácticas de Kriya Yoga que instituyó a sus discípulos de la India y América, son valiosas y únicas por su contenido racional y práctico.
          Conmover el alma, accionar sobre nuestro ser auténtico mediante una actividad compleja e integral, posibilita poner en funcionamiento fuerzas latentes de increíble poder. Es aquí, sin dudas, donde el hombre especulativo encuentra su errónea interpretación. Para nosotros, el poder que se logra mediante la práctica del yoga es un poder subordinado a nuestro espíritu superior. ¿Y cómo se logra el dominio sobre el poder? Simplemente renunciando a él. Esa es la clave. 
          Si usted comprende estas palabras sabrá que no encontrará  entre nosotros una justa respuesta a sus interrogantes y tampoco el ofrecimiento de mediación o participación alguna. El discípulo niega las certidumbres de lo cotidiano y se aleja al mismo tiempo de la enajenación que alucina y empobrece sometiendo al alma al rigor del poder que ha generado.
          Desconocemos la existencia de un mantra cósmico aplicable a  la reducción de una bestia del mar que usted afirma haber nacido de un engendro alquímico. Nada de eso se practica en nuestros monasterios.
          Suponemos, con dolor, que alguien ha confundido nuestro sendero de auto-realización con el dominio sobre el mal exterior. Todo cuanto excede el fenómeno de nuestro ser es un abismo sin medida, el océano de la Gran Vida, ignoto y misterioso, indominable e impreciso como el concepto mismo de la divinidad.
          Le rogamos comprenda nuestra respuesta. Nada más podemos hacer por usted.
                                                 Swami LAHIRI BASAJI
                                            Self-Realization Felloswship


7

          Dejé que pasara el período de luto riguroso que en aquellos tiempos se estilaba guardar, a cuyo término decidí visitar a los padres de Miguel con el pretexto de que había dejado  algunos libros de mi propiedad en la pieza del fondo.
          Ellos estaban todavía tan apenados por los acontecimientos que apenas repararon en mí. Entré con precaución, cubriendo mi nariz con el pañuelo para soportar aquella nauseabunda fetidez en la que prevalecían ciertos olores a medicamentos junto a otros que recordaban la carne putrefacta.
          Tomé la carpeta de apuntes y aquellos extraños libros que a lo largo de los años me sirvieron para tratar de entender, más bien diría imaginar,  los tremendos sucesos en los que yo había sido el principal testigo.
          Hice un inventario, días después, con los títulos  de aquella terrible y brevísima biblioteca:

          “Homunculus” y “De fundamento sapientiae”,  de Paracelso.
          “Der golem”, novela de Gustav Meyrink, escrita en alemán.
          “Simón el Mago y la alquimia gnóstica”, de Rolf Czapek, investigador checo, publicada en México.
          “De oculta philosophia” de Agripa von Nettesheim.
          “Alquimia y Sexualidad”, por Moisés Arduini, publicado por la Editorial Cisneros, de Montevideo, que llevaba el sugestivo subtítulo: “El origen sexual del golem”.
          “Tratado de química oculta”, por Ulderico Goldsmith, sin pie de imprenta.
          Cumpliendo con el juramento que yo había hecho al infortunado Miguel, abrí el sobre y leí su carta póstuma de la que yo era el único y secreto destinatario.

          Querido amigo:
                              Cada uno encuentra su vocación de modo diferente. Ignoro por qué motivos mi vida fue arrastrada desde niño a esta experiencia singular y a un destino inexorable del que no puedo ni quiero apartarme.
          De un modo incomprensible para mí he pasado al bando de aquellos que desafiaron la ira e dios, tratando de imitarlo vanamente. Pienso, para consolarme, que no soy el único, como tampoco la alquimia es el único modo de resistirse a la obediencia divina y transgredir las leyes de la naturaleza.
          Gesté un monstruo a partir de células de mi propio cuerpo (no diré de qué parte), pero olvidé que debía insuflarle verdadera vida mediante el Verbo Creador, pronunciando correctamente el sagrado nombre  de Dios. Repetí, inútilmente,  innumerables palabras y fórmulas mágicas aprendidas en los libros que habían pertenecido a mi abuelo Francisco Simón. ¿Acaso alguien sabe, en este torpe mundo, pronunciar el nombre de Aquello que No Es? No pude descubrir ese Divino Secreto, si es que está permitido a un ser humano descubrirlo, y por esa causa la bestia engendrada por el mal no me obedece y seguirá creciendo sin detenerse  jamás.
          Esta noche llevaré a mi golem a la laguna para que construya allí su morada. Trataré de apartarlo de mi familia y del resto de la gente. Estoy perdido y no tengo salvación. Por favor, te pido que recuerdes bien esto que voy a decirte, que lo grabes en lo profundo de tu mente: si un hombre, entre todos los hombres, logra algún día pronunciar el Nombre Inaudible, estoy seguro de que la bestia morirá. No descanses hasta encontrar a esa persona. Buscala por toda la tierra, en cada rincón del mundo. Tengo el presentimiento de que en pocos años lograrás una sólida posición económica  que te facilitará ayudarme, si es que deseás hacerlo. Vos sos la única persona que sabe mi secreto, la única que puede salvarme de la condenación eterna. Te abrazo fuertemente. Miguel”.

          Desde el momento en que leí aquella especie de testamento, hasta el momento en que por azares del destino pude afirmarme  económicamente y viajar por diferentes lugares del mundo, transcurrieron casi cuarenta años durante los cuales he tratado de localizar fuentes de auxilio científico y la comprensión de ciertos hombres a quienes yo consideraba verdaderos sabios, dignos de consulta y de buenos consejos.
          Sólo me ha quedado, como experiencia, al final de un largo camino, este apotegma doloroso: “Todo es vano. Nadie sabe nada. Toda forma de conocimiento es una ilusión”.
           A pesar de los miles de libros de ciencia, magia y ocultismo que he consultado, de los millones de palabras, símbolos y teorías que todo lo explican con natural irreverencia; de los centenares de entrevistas, promesas y palabras; de las ambiguos informes, de las pistas falsas y de las indiferencias, comprendo finalmente que he estado alimentando mi esperanza con la falsa imagen de un espejismo en el desierto.
          Me siento enfermo, extenuado y sin fe en la búsqueda a la que he dedicado los mejores años de mi vida.


8

Saint Louis, Missouri, 12 de febrero de 1984.

Estimado señor:
                      Como usted bien lo dice en su carta, las raíces de la parapsicología se extienden hasta las napas más profundas de la prehistoria y están, sin duda, rebrotando todavía en las culturas más primitivas que sobreviven y nos acompañan en este súbito proceso de cientifización que no deja de lado disciplina alguna sin remover.
          Queremos expresarle nuestra simpatía por sus conceptos y al mismo tiempo comunicarle nuestra turbación ante el planteo de trabajo que usted nos ha hecho llegar.
          Los miembros del Consejo Asesor de esta Fundación me han recomendado comunicarme con usted en términos más bien personales que estrictamente científicos. Al respecto sugerimos adquiera la obra “Anales Parapsicológicos 1983”, publicado por la Sociedad Internacional de esta disciplina, con sede  en Munich, y que acaba de ser traducida y publicada hace dos meses por una editorial de Buenos Aires.
          Allí se pasa revista a todo el proceso de investigación científica llevada a cabo hasta hoy, incluyendo el Simposio de Basilea, Suiza, y codifica la totalidad de las ramas abiertas a la investigación, desde las teorías y ensayos más ortodoxos hasta las tesis más osadas y especulativas.
          Respecto del fenómeno citado por usted, lo conocemos a través de publicaciones periodísticas y somos nada más que espectadores que poco comprenden de cuanto allí está sucediendo.
          No deseamos subestimar sus conclusiones realmente inverosímiles, pero le rogamos comprenda que nuestra institución trabaja en otra dirección.
          Cordialmente.
                                                            
                                                           CHARLES FOREST GRAHAM
                                                            Parapsychology Fundation

          Agobiado por el desengaño y la nostalgia, una vez al año regreso a las proximidades de la que fue la ciudad donde  pasé mi adolescencia y juventud.
          La ciudad de Miramar, la población más cercana a Mar Chiquita, desapareció totalmente bajo las aguas a fines de 1990. Posteriormente se sumergieron Balnearia, Morteros, Altos de Chipión, La Paquita y Marull. Docenas de poblados y colonias agrícolas van quedando en el vientre de ese incontenible mar interior que crece y crece sin que nadie pueda detenerlo.
          Las costas van cambiando diariamente de lugar y es penoso ver por los caminos a las numerosas familias que emigran hacia lugares más altos y distantes llevando con ellas lo poco que pueden rescatar mientras sus valiosos campos se van transformando en el fondo de un agitado mundo acuático que solo Dios sabe hasta donde se extenderá.
          Espero que llegue la noche y montando a una lancha recorro el que fuera hace millones de años el Mar de Ansenuza hasta el punto donde sé que está la zona más profunda.
          Detengo el motor y espero en silencio, con mi cabeza a punto de estallar, hasta que aparece la enorme bestia, cuyo lomo verdoso ceniciento ilumina el resplandor nacarado de la Luna.
*

DUELO EN EL CIELO DE LOS SUEÑOS
                       
El alazán de cola recortada portaba, a paso corto, un espléndido jinete. Desgastadas lloronas sujetas a las botas de potro, chiripá y poncho cubriendo la arrogancia bajo un sombrero de alta copa. Cruzado a la cintura, bajo la faja, el cuchillo cebado en la violencia.
          En el empalme de dos huellas serpenteantes se levanta el boliche, oasis para la soledad de esos hombres taciturnos que deambulan por la llanura húmeda y verdosa de la provincia de Buenos Aires.
          Bajo la sombra de los sauces que cubre un rústico palenque, el hombre ata su caballo y entra, cauteloso. Los otros, sorprendidos, abandonan los naipes y saludan, reconociéndolo.
          Apenas un momento después, un viejo gaucho de barba blanca, vestido con humildes bombachas y alpargatas, cruzó la puerta y levantando apenas con su mano derecha el ala del sombrero, a modo de saludo, se sentó junto a una mesa y pidió un vaso de caña.
          De espaldas a la ventana de gruesos barrotes,  por la que entraba el último resplandor de la tarde, el alto jinete de pelo largo y barba entrecana pulsó una guitarra y comenzó a narrar la epopeya de su vida, la iniquidad de la justicia, el servicio en la frontera, la lucha contra el indio y la búsqueda de los hijos errantes. Los paisanos lo escuchaban con respeto, poniendo entre ellos y el cantor la distancia que fija la leyenda. De a ratos detenía su canto y de un trago vaciaba una copa de ginebra para vigorizar, tal vez, el pensamiento o reavivar la agudeza de su ingenio burlón.
          El viejo escuchaba en silencio, sorbiendo de a poco su copia de caña. Miraba al hombre con profundo interés y desconfianza, con ojitos socarrones y astutos, diestros para medir ofensas y atropellos.
          Pareció advertirlo el cantor y entonces dijo, en coplas:

En mi oficio de cantor,
Del que me tengo por bueno,
Siempre canto como quiero,
Con complacencia y alarde,
Sin dejar que me acobarden
Las muecas de un zorro viejo.

Guárdense de estas palabras,
Se las digo con rigor.
Quien no quiera un sofocón
Haga como dije el fraile:
No se metan en el baile
Sin tener invitación.

          Los paisanos se miraron entre sí, desconcertados, haciendo movimientos de reajuste en la escena. Unos reculando para ganar rápidamente el llanto y otros apostándose contra las paredes de caña y barro.
          Un mulato, que había permanecido desapercibido en la penumbra, miró al cantor con aire desafiante mientras se acomodaba, nervioso, en su silla.
          Durante un instante el hombre lo miró con fiereza. Luego, con desdén y gustando de antemano el deleite sensual que le provoca el dolor y la hemorragia del vencido, prosiguió cantando.

El pardo, como el peludo,
Busca en su cueva el amparo,
Cuando no tiene el orgullo
De hacer frente a un hombre bravo.

Y ojalá me quede mudo
Si al terminar este canto
No veo a un negro cotudo
Apartarse lloriqueando.

          El multo de anchos pómulos se ajustó el pañuelo bordó junto a su cuello y poniéndose de pie le respondió al cantor:

Yo no voy a pelear
Porque sé, por mi padre,
Que aprender a callar
No es ser cobarde.

Por eso permítanme
          Que les diga con lealtad:
Blanco o moreno, el hombre
Tiene la facultad
De vivir en libertad
Sin que nadie lo incomode.



Pobres o ricos venimos
A padecer y a morir,
A según cada destino,
Por eso voy a decir,
Con inocencia y respeto,
Que nadie tiene derecho
A meterse en mi camino.

          El viejo gaucho armaba, acurrucado en un rincón, un cigarro de chala y contemplaba el escenario mientras lentamente decrecía la luz y se agrandaba la tristeza.
          El cantor bordoneó durante un rato, preludiando las antiguas ideas que surcaban su vida penitente.

Desde chiquito aprendí
A desconfiar de los perros,
De los mulatos y negros
Que andan jeteando por ahí.

Como el tigre viajo solo,
Como el león sé rugir,
Y no me gusta aplaudir
Monicacadas de sonsos. 

          Pausadamente apoyó la guitarra  en el mostrador y empezó a desatarse las espuelas, mientras recitaba  estos versos:

Cada vez que me provocan
Y enarbolo mi cuchillo,
Me siento como el padrillo
Cuando le sueltan la yegua,
Que no nada ni pide tregua
Hasta completar su oficio.


Así, de este modo, espero
Advertirles con razón.
Que donde muge este toro
No bala ningún ternero;
Se los dice un servidor
A quien llaman Martín Fierro.

          El mulato se levantó y comenzó a salir hacia la naciente oscuridad de la noche, pero el cantor, de un salto, se le cruzó en la puerta revoleando en su izquierda el viejo poncho y en la derecha el carneador de hombres.
          El moreno, imperfecto en su juventud y en la aventura de morir, le pareció oír el galope del caballo de osamentas de la Oscura Mujer de la Guadaña y comenzó a rezar.
          Y de pronto, como un refusilo, el gaucho viejo enrolló el rebenque de arrear vacas y acomodó un guascazo en la cabeza del cantor y mientras, con desprecio, lo miraba rodar por el suelo, volvió a azotarlo en la cara, haciéndole brotar enfurecida sangre de la boca.
          Esta historia sucedió en el Cielo de los Sueños, donde los hombres pueden, a su antojo, tejer nuevas leyendas, mezclarse con la sombra de otros soñadores y vislumbrar, con la enseñanza del dolor, los caminos del mañana.
          El anciano pagó su gasto al bolichero y salió hacia el campo, iluminado apenas por los candiles del rancho. Todos lo saludaban con respeto y afecto mientras, en su corazón, él sentía que habitaba un círculo infinito de poder.
          Unos perros ladraban a lo lejos. Voces bondadosas y sabias llenaban el vacío de la noche pampeana. El parpadeo  de las luciérnagas, en el código de los Señores de la Noche, tocaba la sinfonía de las almas al tiempo que, como un suspiro, se esfumaba en las tinieblas la imagen apacible y gentil de Don Segundo Sombra.  

*

LOS RIESGOS DE LA CONTAMINACIÓN

          Todo comenzó con la contaminación de la ciudad. Aparecieron víboras  serpenteando en nuestros frescos jardines, arañas peludas contoneándose por las aceras. Enormes ratas cebadas en las inmundicias se desplazaban sobre los relieves de ese mapa sórdido y maloliente que habíamos empezado a integrar en silencio y casi sin darnos cuenta, como parte del hábito mecánico de vivir en una sociedad que se degradaba a sí misma cada día.
          Al principio era solamente uno que otro animal surgido de los baldíos cubiertos de yuyos y desperdicios o de las plazas abandonadas. Se nutrían con las sobras del Mercado de Abasto y se transmitían a lo largo del Río Suquía; vagaban despreocupadamente por barrio Pueyrredón o en las proximidades de las curtiembres y frigoríficos de San Vicente; aparecían cada vez menos frecuentemente por la Avenida de Circunvalación, por los ventiluces de los restaurantes y confiterías, por los accesos y calles, triturándose bajo la violencia de las ruedas de los vehículos y formando sobre el pavimento una aceitosa y resbaladiza capa con la asquerosa sustancia de sus cuerpos.
          Después el número de las alimañas fue creciendo junto a miles de perros y gatos abandonados, sucios y hambrientos, roídos por la indiferencia de sus dueños y por la hidrofobia.
          Poco a poco, los peligros de andar por las calles y los espacios abiertos no fue obligando  a vivir encerrados en nuestras casas, atentos a cada movimiento de las bestias que nos cercaban, ahogándonos sin pausa en las mefíticas emanaciones de la polución. Se pavimentaron los parques y jardines, pusimos cebos envenenados en cada cueva, en cada rincón sospechoso, en los techos de las viviendas, en los tachos de los desperdicios. Inventamos trampas de agresivos y sutiles mecanismos en cada rastro mugriento que encontrábamos en la proximidad de nuestros cada vez más reducidos oasis. Casi sin repugnancia nos fuimos habitando a matar bichos, a barrer inmundas lagartijas que aparecían en los dormitorios, lentos alacranes bajo las camas de los niños, acechantes víboras entre los libros de las bibliotecas. En cada hogar se mantenía una continua fogata donde se quemaban los restos de toda aquella basura animal y en las grandes industrias se construyeron hornos crematorios para meter allí, viva o muerta, toda cosa apestosa que pudiéramos recolectar.
          Sin embargo, a pesar de ese manto entrópico que empezaba a cubrirnos, no entendíamos en aquellos horribles momentos que el verdadero Mal es una  acumulación progresiva de desgracias, una de cuyas consecuencias es la proliferación de los animales inferiores. Ahí estaba –pero entonces no lo sabíamos- el fruto de todas y cada una de nuestras transgresiones. Y debió ser, seguramente, una total, absoluta falta de real conocimiento,  lo que hizo posible que soportáramos el horror de la afrenta que nos infligían. Después, cuando empezó a aparecer en nuestra mente una tenue luz de inteligencia, comenzamos a tener una vergonzosa conciencia de nuestra directa participación y responsabilidad en la biogénesis de aquellos repulsivos productos de la naturaleza.
          El paso de estos tormentosos años y las transformaciones experimentadas por mi cerebro han alterado preciosos conocimientos que poseía sobre aquel mundo y sus circunstancias. Aún borrosos los términos, jamás pude olvidar un fragmento de un extraño libro que había leído en mi adolescencia, escrito por Vittorio Cesaroli, “De lo agreste y lo mágico”, que decía más o menos lo siguiente: “En la pieza del hombre corrupto aparecen piojos y cucarachas verdes, en la del degenerado sexual pequeñísimas víboras casi invisibles arrastrándose por el piso. La mujer sucia de mente y de cuerpo produce la multiplicación de las moscas, y en el hogar de ciertas familias envidiosas y maldicientes crecen sapos escuerzos debajo de las baldosas”.
          Una ciudad que era el centro de un vasto y rico país, devorada por el explosivo crecimiento de especies animales que pretendían reemplazar a la raza humana que la habitaba. Era inconcebible y también improbable que ello ocurriera cabalmente. No sabíamos, porque posiblemente jamás había llegado hasta nosotros la historia, de que algo semejante hubiese ocurrido alguna vez en algún lugar del mundo. Salvo el espantoso caso de la ciudad de San Miguel de Catanuha, al norte de Brasil, que había sido devorada por enormes gusanos, ninguna historia de horror se parecía a la que estábamos viviendo entonces.
          Cedíamos, sin encontrar vestigios de una voluntad que lo negara, espacios físicos y espacios de conciencia frente a los invasores. Habíamos borrado los proyectos e ideales que caracterizan el movimiento del hombre hacia el porvenir de sí mismo. Parecía irreal que personas que ayer mismo miraban con deleite las místicas constelaciones del espacio, hoy sólo observaran el piso para evitar que una serpiente se anudara en sus piernas. Que gente acostumbrada, largamente adiestrada en el complejo juego de introducirse en las fabulaciones de la psicología profunda, el estudio de las religiones y la práctica de la metabiología, ahora limitaran sus vidas a espantar sanguijuelas y arañas venenosas.
          Algo había estado ocurriendo en nosotros desde hacía largo tiempo. Pero no sabíamos qué era o quizá no quisimos saberlo. Ya el mal estaba concentrado en nuestro secreto, íntimo y siempre justificable mundo interior. El mal tenía la forma irreducible  de millones de presencias repugnantes y ariscas, que nos enfrentaban con ensañamiento, provocaban nuestra impaciencia y nos quitaban el sueño y hasta el mismo deseo de vivir.
          Era evidente –ahora lo sabemos y no en aquellos años oscuros- que estábamos suprimiendo de nuestros mecanismos naturales los reflejos instintivos de la autodefensa y la salvación. Dejar abandonar la voluntad de crecimiento y permitir que todo sobrevenga como parte de una fácil y cómoda interpretación del destino. Determinismo y voluntad eran sólo polos de una antinomia incomprensible, una fórmula que no podíamos resolver, tal era la flaqueza de nuestro ánimo. La polución se presentaba entonces como la falta del poder de decisión, la pérdida del instinto social, la disminución de las energías necesarias para hacer frente a la violencia exterior que nos arrastraba al abandono.
          Todo esto que cuento fue antes de la llegada de los pájaros carnívoros. Aún permanece en nuestro recuerdo la tarde de verano del mes de diciembre de un año olvidado en la vergüenza. El fulgurante sol se derramaba tras las Sierras Grandes, entre espléndidos sopores de azufre y naranja. Y allí mismo, sobre las gasas lilas y grises del ocaso, vimos por primera vez las bandadas de cuervos reflectando la palidez última del sol sobre sus lomos azulados.
          Vinieron directamente a la ciudad. Se aposentaron sobre los galpones de las fábricas, encima de los techos del ferrocarril, en las azoteas de los edificios más altos, en las antenas de  televisión, en los árboles de las plazas y avenidas. Era, aparentemente, una parada de observación  y de estudio, una avanzada del gran ejército que vendría después a provocar el nacimiento de la segunda etapa en el destino de nuestra mutación. Fueron ellos, los cuervos, quienes proyectaron los inteligentes métodos de ataque y exterminio que poco tiempo después empezarían a ejecutar. Fueron ellos, con su soberbia inteligencia, los que trazaron las rutas aéreas, los puntos de ataque, la estrategia y las tácticas de lucha  de las aves invasoras.
          Aquella noche, anticipándonos proféticamente a las desventuras del tiempo por venir, y como si una idéntica imagen de televisión hubiese atravesado y grabado nuestras mentes, la mayoría de los habitantes de la ciudad sitiada soñamos con un nuevo mundo, destartalado y ecléctico, formado por los desperdicios de la sabiduría, sobras de sentimientos y de invenciones fracasadas, todo sazonado con el agrio condimento de la desesperanza.
          Algo  o Alguien estaba planificando, en la trastienda de nuestras almas, un cambio radical. No sabíamos el porqué, ni jamás lo sabremos. Porque, al fin, la existencia misma de la Creación parece ser un festín experimental más que un piadoso destino o un curioso significado.
          A la llegada de los cuervos sucedió, al día siguiente, la de las majestuosas águilas, tan seguras y fuertes, atentas y diestras en el ataque. Después vendrían los repelentes buitres, macilentos y encorvados, a inaugurar su insaciable apetito con la carroña y la podredumbre. Días más tarde, en lánguidas bandadas, llegaron los simples y campesinos chimangos (pordioseros de la basura) junto a sus hermanos de instinto, los aguiluchos. Habían sido convocados junto a las otras especies voladoras a la ciudad sagrada de la pestífera abundancia, donde comer, destruir, exterminar y multiplicarse era el más puro canon biológico, el más vasto campo de experiencia y expansión jamás soñado por ellos o por nosotros.
          La matanza de alimañas que de inmediato empezaron a realizar los hijos del espacio obligó a los habitantes de la ciudad a permanecer ocultos en sus viviendas, atónitos y expectantes ante el espectáculo de la gran guerra en la que todavía eran ignorados. No fue aquella una batalla en el sentido en que nuestra cultura histórica nos había enseñado, sino cientos de escaramuzas y breves combates de aniquilación a los que seguía el natural banquete. Unas especies comían la carne fresca, otras la putrefacta; y así continuaba, jornada tras jornada, la feroz ordalía de aquellas bestias inferiores. Al despertar de cada día le sucedía el hervor del griterío, las persecuciones y las matanzas masivas. Pájaros de diferentes tamaños, negros y hambrientos, sobrevolaban la ciudad y los barrios de los suburbios, ordenando las ejecuciones, barriendo los desperdicios, espiando los menores movimientos de los enemigos que al final transformaban en sus alimentos predilectos, en el centro y la justificación de sus trabajos. 
          “En un par de días –aventuraron los vecinos menos escépticos- esto habrá terminado. Los pajarracos destruirán a las sucias alimañas. Los jardines y las calles quedarán limpias, se reducirá la polución y el cielo volverá otra vez a ser azul y transparente como antes”.
          Se expresan de ese modo quienes de continuo acostumbran a menospreciar, por simple ignorancia o por malsana estupidez, el nivel de inteligencia colectiva de ciertas especies animales, puesto que según lo descubrimos más adelante no era aquél, precisamente, el pensamiento de las ratas y las víboras, las comadrejas y los hurones, las arañas y lagartos, las moscas y los míticos matuastos. También ellos, ante la depredación de que eran objeto sistemático multiplicaron sus métodos de defensa y abastecimiento: centuplicaron sus crías, fortificaron sus reductos, los secretos pasadizos de sus cuevas; ampliaron las líneas de astucia y de traición para ganar espacio y oportunidad de continuar lo que había sido siempre en el mundo: una repugnante y cruel realidad.
          Pero todo ese esfuerzo especial y carismático de sus impulsores cibernéticos era insuficiente para ganar aquella devastadora guerra porque día tras día, hora tras hora, de alguna distante e inagotable fábrica fluían millones de pájaros rapaces, agresivos y hambrientos, dispuestos a relevar a las diezmadas huestes voladoras con idéntica y sanguinaria decisión, con el frenético fanatismo que los conduciría hacia el hartazgo o el holocausto suicida.
          Pasó un largo tiempo, inconmensurable en nuestra actual y frágil memoria, alterada por las fricciones de la brusca mutación que estábamos sufriendo. Se agotaron las provisiones, faltaba agua y medios de comunicación. Apenas podíamos ir, con grave riesgo, de una casa a otra a causa del caos, la pestilencia y el espanto en que todo se había sumergido a nuestro alrededor.
          El olor nauseabundo de la carroña, el ruido de las alas y de los picotazos, los árboles destruidos, sin electricidad ni teléfonos, sin esperanza de comunicarnos con el exterior de nuestra ciudad, de ser socorridos, nos hundió en una oscuridad melancólica y en la inanición física.
          Ya entonces los pájaros habían exterminado uno por uno a todos aquellos malditos bichos de la superficie que habían surgido como florecimiento de la contaminación. Bien alimentados y satisfechos, los carnívoros aéreos eran ahora más grandes y fuertes, doblemente agresivos y desafiantes.
          Si habían ganado la guerra y hecho propios los objetivos de la invasión –pensábamos nosotros, ingenuamente -, estaba llegando el momento en que buitres, águilas, cuervos y demás especies remontaran su definitivo vuelo  y se marcharan dejándonos en paz.
          Pero no fue, desdichadamente, así. Decidieron quedarse sabiendo que en la ciudad había todavía suficiente alimento para muchos años. La idea de que se fueran surgió porque pensábamos que no teníamos nada estimulante para ofrecerles después de haberse  cebado en la abundancia. Sin embargo, éramos nosotros, los propios habitantes de la ciudad corrompida, la carne reservada para el banquete final de los invasores.
          Lo comprendimos de modo fulminante cuando empezaron atacando los patios donde a ratos dejábamos jugar a nuestros niños. Cientos de ellos murieron procurando alcanzar la casa de un familiar, otros en las proximidades de los casi abandonados sanatorios y la mayoría mientras eran sorprendidos buscando una porción de alimento.
          Estábamos cercados, sometidos por un cruel enemigo, ensañado en la preciosa carne y en la sangre del hombre. La gente moría de hambre y de sed, y solo Dios tendrá registrado en el Libro de la Vida todos y cada uno de los hechos que ocurrieron en ese terrible tiempo de aislamiento y exterminio. Hemos bloqueado intencionalmente los recuerdos y vivencias de ese período siniestro que empezó con la contaminación de la ciudad y culminó con la llegada del Gran Buitre Real.
          Así denominamos al cóndor de alas gigantescas que tomó como Guarida el Parque Sarmiento. Vino con su corte y su familia, armados con el despreciable orgullo y la típica violencia que otorga la altura a los rastreadores de basura. Porque eso era el Gran Buitre Real y todos los suyos: simples comedores de gusanos y podredumbre.
          La envergadura de sus alas tendría unos veinte metros  y el alcance de su ferocidad abarcaba un radio que encerraba a la ciudad en  un campo de concentración, un vasto corral de animales atemorizados corroídos por el pánico.
          Para aumentar entre cinco a seis veces su tamaño normal debió haber sufrido un grave trastorno en sus dispositivos genéticos en algún lugar y en algún tiempo que nos era desconocido. Así, cuando lo vimos aproximarse por primera vez, volando en círculos sobre los abandonados edificios del centro, comprendimos con dolorosa claridad que la insolvencia y los despropósitos de los ciudadanos acumulan el desperdicio de energías para generar déspotas y monstruos, haciendo evidente el escondido masoquismo ancestral, el sentimiento de culpa original que hace de todo hombre un Adán avergonzado de sí mismo.
          En ese hermético pensamiento se ocultaba la razón por la que la mayor parte de los sobrevivientes se congregara cierto fatídico día en los principales accesos de las antiguas autopistas y convergieran, estúpidamente, hacia el centro de la ciudad para ofrecerse en holocausto al hambre vicioso de las aves de rapiña.
          Ese día, que jamás podrá ser borrado de nuestra memoria porque es una sublime advertencia para lo seres del futuro, sucedió el más grande acto de suicidio en masa de que se tenga registro en la historia de las comunidades humanas. Fue el último acto de impotencia de quienes habían creído ver en el modelo de una ciudad viciada y contaminada, solamente el signo de la decadencia de los tiempos modernos. En el deseo de ofrecerse dócilmente como alimento a las feroces aves de rapiña debió estar el secreto motivo de su parálisis espiritual. Habían sustituido sus credos religiosos, sus adhesiones políticas  y su interés en la cultura, por el irrefrenable y antinatural deseo de abreviar drásticamente el duro ejercicio de vivir y de luchar.
          El Gran Buitre Real los convocó al martirio de sus propias vidas y las de sus hijos sólo con la fascinación de su bárbara e imponente presencia. Ellos acudieron con fanáticos cantos e improvisados estandartes de ridículos símbolos a la reunión sacrificial. Sucumbieron ante los picos y garras de águilas y cuervos con el desventurado pensamiento de que por ese camino encontrarían el cielo de la libertad espiritual, el final de sus sufrimientos y pesares. Pero, en realidad, solo sirvieron de banquete en la apestosa orgía de los carroñeros.
          Un pequeño grupo de confabulados, oponiéndonos a los caminos de la concentración macabra, pudimos huir hacia las montañas, viajando durante la noche y durmiendo de día en pozos camuflados con malezas y plumas. Famélicos, enloquecidos, desnudos, utilizábamos nuestras últimas fuerzas en correr agazapados en la oscuridad, escuchar atentamente el menor sonido de un ala al plegarse en el aire, cavar diestramente con las manos, comer raíces y tallos de plantas silvestres en un supremo deseo de no agotar las fuentes instintivas de la supervivencia.
          Han pasado desde entonces inviernos y veranos interminables sobre estas rocas. Durante el día, observamos por los secretos miradores de nuestras  cavernas ese gran valle donde estaban las grandes ciudades y los campos cultivados, las anchas carreteras, los lagos con sus vistosas embarcaciones, los teatros y las librerías, los parques y los juegos infantiles, los cementerios donde quedaron nuestros antepasados, los lugares de oración y de trabajo.
          Hasta donde alcanza nuestra vista no hay nada que parezca humano, ni seres ni signos de civilización, ni siquiera un animal que camine  o se arrastre sobre la superficie de la tierra. En otros lugares de nuestro país y del mundo –si es que ese mundo existe todavía-, nadie sabe de nuestra existencia. Y si llegaran a encontrarnos no podrían reconocernos, tantos hemos cambiado.
          Millones de animales voladores han hecho de nuestra pequeña patria provinciana su santuario, el punto de reunión y de multiplicación. Es increíble, pero siguen allí, creciendo en número, persiguiéndose y devorándose entre ellos, con la misma y desmesurada plenitud de violento apetito que tenían las primeras bandadas que se aposentaron allá hace tanto tiempo.
          A imagen y semejanza de esas odiosas bestias, también nosotros permanecemos en la constante idea de transmutación, mimetizándonos con el paisaje y con cierto arquetipo axial de nuestros vencedores. Durante el tiempo en que una generación concede a la siguiente el privilegio de descubrir los horrores del nacimiento y de la muerte, nos hemos alimentado con carne y huevos de las aves que ahora ocupan el lugar que nos había asignado a nosotros la predestinación de la vida. No otra cosa hemos podido hacer durante  este largo cautiverio para forjar el camino de regreso.
          Con astucia y genuina crueldad aprendimos a poner trampas, a robar los huevos de sus nidos, a matar sus pichones, a golpearlos a traición, a beber la tibia sangre de sus cuerpos recién degollados.
          Nuestras naturalezas personales, reducidas por el hábito del espanto y el ocultamiento, han ido empequeñeciéndose progresivamente. Somos apenas un saco de  cuero y huesos cubiertos por un espeso vello, semejante a escamas plumadas que nos protege de los rigores de las inhóspitas montañas. 
          Felizmente (usando este insólito término por el simple presentimiento de que está próximo el día de nuestra gloriosa salvación), cada niño que nace es más parecido que sus padres a un águila. La nariz aplastada, los dientes apretados en una doble fila en pico, la prolongación de los labios duros como cuero. Garras en los pies, las manos larguísimas, el vello  plumado más crecido y denso. El cuerpo liviano y muy pequeño, los huesos delgados y huecos. Nos estamos transformando, esa es la única verdad, en pájaros rapaces que pronto volarán en bandadas sobre la línea del horizonte hacia la libertad.
          Faltando ya poco para salir de estas hediondas cavernas, nos mantenemos en continuo análisis de la solemne situación y no dejamos de entrenarnos ni un solo día.  Cuando el Gran Buitre Real atraviesa en meteórico vuelo ese amplio y amado cielo que algún día nos pertenecerá, mostramos a nuestros polluelos los modelos de la semejanza y el antagonismo para advertirles y asegurar en ellos la necesaria capacidad de discernimiento y una estricta disciplina antianalógica. La vocación contestataria y el dominio de una praxis intuitiva e irracional se refleja en una de las máximas de nuestra comunidad: “Ser águila veloz, inteligente buitre, cóndor de poderosas garras, para vencer la rapidez del águila, superar los movimientos mentales del buitre, destruir la coraza y la furia del cóndor”.
          Ya no existe otra meta que supere el anhelo de tantos corazones. El impulso hacia el Nuevo Mundo que estamos construyendo en la más religiosa intimidad provoca en nuestra sangre un delicado entusiasmo. Amamos con predilección los arquetipos míticos que orientan los sueños de expansión, los fugaces y eclécticos relámpagos de las más sólidas intuiciones. Imaginación dura como roca, sentimiento veloz como el rayo, pura voluntad, dominio de poder.
          Cuando tengamos el tamaño y la robustez  exacta, a la precisa hora que marca el signo de la predestinación, arrojaremos al abismo las rocas que taponan estas profundas cavernas y echaremos a volar hacia la morada inexpugnable que hemos cimentado con nuestro sufrimiento.
*
LA SUSTANCIA DEL SUEÑO

          Dice una leyenda seléucida: “En el principio el sueño es sólo humo, luego llamarada viva y dolorosa, después madera y al fin un número, una realidad”.
          Emilio Venturini estaba a punto de descubrir la verdadera  naturaleza, la sustancia de la que están hechos los sueños, luego de una vida consagrada a obtener la más vital de las respuestas: la comprensión del hecho de la muerte, la transfiguración esencial de la vida y los primeros pasos en la justa dirección de una biofanía celestial.
          Necesitaba –él creía que era indispensable-, para hacer posible esa respuesta, la consagración de otros soñadores,  los congéneres nocturnos, masa balbuciente y heterogénea de la que manan, por los canales de los géiseres oníricos, determinadas claves que no son otra cosa que levaduras del verdadero conocimiento.
          Tenía que soñar una respuesta para seguir viviendo, pero solo había obtenido hasta entonces trozos incompletos de un rompecabezas cuya totalidad, imagen, símbolo y significados se le escapaban como una fluida brisa de entre las redes de la razón.
          Soñaba, con esmerilada precisión, que otros –Ellos- soñaban la misma y constante sustancia de sus propios sueños. Sabía que Esos Otros estaban allí, en lo inmediato de las divagaciones nocturnas, que es lo sin espacio y sin tiempo en el irracional proceso de soñar. Contemplaba, con inocultable simpatía (se refugiaba con felicidad en él), el modelo del sueño colectivo al que periódicamente tenía acceso y de esa estupenda visión trataba de elaborar en la vigilia, sin resultado alguno, una natura comprensión, el sentido lógico que diera formalidad a sus presentimientos.
          Cierta noche despertó sobresaltado. Su cuerpo  estaba húmedo y caliente como si lo hubiera arrasado la cólera de una fiebre súbita. Acababa de incursionar, una vez más, en la región de sus visiones predilectas y como consecuencia de su insanable búsqueda de comprensión trataba, por enésima vez, de cristalizar las fugaces ilustraciones de la memoria en una idea concreta, clara y justificable. Mas le fue imposible lograr su desmesurado propósito porque, en ese mismo instante, los otros soñadores que lo acompañaban en la común visión -¿eran decenas, miles, millones?- acababan (también como él) de despertar  sobresaltados por un estremecedor presentimiento de exterminio.
          Sintió, junto a una profunda angustia, la certeza de que ya nunca jamás le sería posible, intencionalmente, apoderarse de la sustancia del sueño. Comprendió que esas pocas habituales relaciones entre conciencia y comprensión intelectual eran precisas señales de que estaba próximo a morir. Nadie podría relevarlo del supremo instante en que la totalidad de su ser  -el eje de su única realidad-, sus ideas y proyecciones, recuerdos y sentimientos, se transformarían en el humo inasible del sueño.
          Como una simple oleada, las imágenes del sueño recurrente brotaron de su memoria: “Viene el lento cortejo sobre el camino ondulante de una frágil llanura. Sobre el horizonte se recorta el perfil de un bosque de álamos y a la izquierda un arroyo que arroja destellos de luz hacia el espacio y que desemboca en el estuario de un gran lago, en una de cuyas márgenes espera una barca. El carruaje, arrastrado por cinco caballos blancos, empenachados de rojo y oro, porta bajo un dosel de nácar, un rústico ataúd de caoba y en él, descubierto, el cuerpo de un hombre que sueña, enmarcado por una corona de rosas y laureles. Al frente del cortejo, un joven de túnica roja precede a un pequeño grupo de mujeres descalzas que entonan un himno cargado de expresiones misericordiosas. El cielo es amarillo sobre la costa del horizonte y más arriba anaranjado.  Bajo ese fastuoso cielo de porcelana despliegan sus alas ángeles de oscuras ropas, apaciblemente, como si toda la tarea de la majestad de los Señores fuera una perezosa permanencia en la beatitud de la Nada”.
          Emilio Venturini no alcanzó a comprender que hay un modelo de sueño que pertenece al inconsciente colectivo y que predomina, como imagen y símbolo arquetípico, sobre los otros prototipos –los sueños habituales- (que apenas son el nutrimento indispensable para la existencia de aquél).
          Esa imperecedera imagen recurrente es la presencia y la significación de la ineluctable muerte, el sello piadoso de la divinidad sobre las células de nuestro cuerpo que, mientras es soñado, asegura la inmutabilidad de la vida. Cuando los componentes de ese sueño se cristalizan en una transparente, perfecta e inmodificable totalidad, deja de ser lo que era puesto que quien lo gozaba como sueño ha pasado entonces a formar parte, él mismo, de esa nueva realidad a la que ahora contempla en un estado de conciencia absoluta, por única vez, antes de caer, abrupta y definitivamente, en la más espesa de las sombras, en el vacío de la disolución.
          Emilio Venturini estaba ahora despierto, sentado en la cama  viendo el sereno resplandor de un cielo estrellado a través de la ventana abierta del Hospital Central. Una ráfaga de aire fresco entró a la sala, corporizado como la superficie de un invisible paño ondulante, envolviendo generosamente todo lo que allí estaba.
          Forzó las puertas de la memoria de lo soñado, tratando de encontrar los huecos donde se esconden los fragmentos de la identidad completa de ser y de soñar. Quiso saber un poco más, pero se detuvo a tiempo para comprender que el instrumento de la mente era insuficiente para tan grande empeño. Se dejó entonces estar, flotando a la deriva de una imaginación intencionalmente conducida hacia la región de lo espontáneo. “Debe ser un gran hombre – pensó-, un personaje extraordinario al que fieles servidores y amigos conducen a través de una pradera de inconmensurable plenitud y extensión. Ahí, precisamente, vuelvo a ver la delicada sinfonía de las hojas plateadas de los erguidos álamos, el casi rojo naranja del cielo, las orgullosas cabalgaduras. Las ropas que visten esos seres  no están formadas por una tela vegetal. Son miríadas de puntos luminosos que se autoadhesionan, apretujados tras las formas de mi borrosa visión. Contemplo el variable verde oscuro, casi cubierto por el índigo y el azafrán, el color de la madera seca, un frío azul que se desgrana en grises metalizados. Y esa máscara impasible que cubre el desconocido rostro, más que máscara parece un velo que lo desfigura y protege”.

          La fatiga del cuerpo enfermo y el peso de la noche lo embriagaron y cayó en un apacible y solícito descanso; penetró en la hondonada vacía de la conciencia onírica y allí quedó, inmóvil.
          Pasaron así las indiferentes horas de la noche y despuntó el alba. Apenas un rizo de luz sobre el vasto horizonte marcaba el principio de la regeneración de la vida. Abajo, en la calle, alguien voceaba el diario de la mañana.
          En ese momento, Emilio Venturini se debatía en un nuevo sueño, en una resbaladiza y brutal pesadilla.

“¡Oh,  Dios mío! ¿Qué me pasa? Estoy metido dentro de un ataúd, no puedo moverme, no puedo gritar. ¿Qué es esto? ¿Estoy soñando nuevamente o soy, acaso, el hombre enmascarado tantas veces soñado por mí? Escucho el trepidar de los cascos de los caballos que van arrastrando el carruaje y desde él soy yo quien contempla ahora ese cóncavo espacio circular, ese terrible cielo rojo naranja y azafrán. Por favor, quiero despertar, quiero salir de aquí. ¡Oh, Dios mío, ayúdame! ¡Oh, Madre del Universo, socórreme, ten piedad de mí! ¡Quiero regresar a mi cuerpo, quiero vivir”.

          Aquella madrugada, los hombres y mujeres que acompañaban con sus sueños el sueño de Emilio Venturini, soñaron con otros paisajes, con extraordinarias, alucinantes, pérfidas, sensuales, cotidianas o espantosas escenas de cualquiera de los infinitos, inexplorados y sustanciosos mundos donde de algún modo es posible que alguna vez vivamos durante los  próximos  siete siglos (si a la existencia que sobrevive a la muerte pudiera llamársele “vida”). Se estremecieron con abominables  pesadillas o deleitaron su carnal corporeidad con la abreacción de lo fantástico. Alimentaron el apetito orgiástico que nace de las frustraciones y de la incompetencia de vivir, mataron a sus enemigos y encontraron senderos con monedas de oro, selvas de la abundancia, escudos de poder, malicias reprimidas, goces, plenitudes, espasmos, inmundicias, sapos llameantes y escurridizas víboras, inundaciones, números de la suerte, visiones del porvenir.
          Sólo Emilio Venturini, de entre todos ellos, tuvo el privilegio que alguna vez, irremediablemente, le será dado a todo soñador: completar su propia realidad, conocer la hechura de los sueños. Ser el revés de la leyenda seléucida: la realidad de un número infinito, madera, llama, humo, vacío, nada.
          Dejar de soñar, parece entonces que podría ser el cese de la vida, tal como los hombres la comprendemos y la sentimos desde aquí, desde este lado de nuestra realidad. Quien muere cesa de soñar y pasa a formar parte de sus antiguos sueños y también de los sueños de lejanos y desconocidos congéneres. Así, tal vez, morir sea convertirse en el sueño de los que sobreviven, alimento de la imaginación, enseñanza, revelación, nutrición de la esperanza y la alegría de un nuevo despertar.

*

OH, JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS

Fue Oscar Stauffer, experto en lenguas orientales en la Universidad Hebrea de Jerusalén, el traductor de los manuscritos  encontrados junto al cadáver del joven beduino Ibrahim Akkash, presuntamente asesinado por unos ladrones y saqueadores  de tumbas la noche del 31 de diciembre de 1959.
          Los pergaminos, similares a los encontrados originariamente en las cuevas de Khirbet Qumran y universalmente conocidos como los “Rollos del Mar Muerto” o “Pergaminos del Desierto Judío”, fueron entregados a Stauffer por el Arzobispo Atanasius del Convento Sirio Ortodoxo de San Marcos, quien a su vez los había recibido de las autoridades militares que habían intervenido en el extraño caso del beduino asesinado.
          Los incidentes ocurridos a partir del primer descubrimiento llevado a cabo en 1949 por la intervención fortuita de Muhammad adh-Dhib (“¿es acaso incidental –preguntaba con plena razón el historiador Matías Susenik- el acento que pone la fortuna sobre el hombre, cuando un simple cabrero hace posible mostrar  al mundo parte de las ocultas claves de su pasado?”), habían puesto en estado de alerta tanto a las autoridades policiales como a los expertos en la cuestión del análisis de una de las más estremecedoras revelaciones realizadas en el presente siglo.
          John W. Brownlee siguió cada uno de estos sucesos en forma minuciosa y los registró en su bien documentado libro, aún no traducido a nuestro idioma: “The contents and significance of the Dead Sea manuscripts”, editado por la Universidad de Nebraska en 1960.
          Stauffer fue uno de los más destacados corresponsales de Brownlee hasta 1964, año de la muerte de éste, proporcionándole una valiosa información sobre los hallazgos y traducciones que estaba realizando entonces con el importante concurso de sus alumnos post-universitarios.
          Sin embargo, sobre aquellos extraños documentos hallados entre las rígidas manos de Ibrahim Akkash y que el propio Stauffer denominó ¡Oh, Jerusalem de mis lágrimas!, se ha proyectado un espeso silencio; y son pocos los especialistas que se han ocupado públicamente de ellos. Muchos de quienes estaban justificadamente interesados en el asunto se han preguntado el porqué de tal actitud. ¿Quiénes trataron y aún procuran, medio siglo después, impedir la circulación de las traducciones efectuadas por el científico austríaco? ¿Se evita con ello una transpolación de carácter político por temor a represalias de carácter terrorista? ¿Pueden afectarse con el esclarecimiento de estos prodigiosos manuscritos, aún más de lo que están, las relaciones diplomáticas entre los países cristianos, hebreos y musulmanes? Mucho puede decirse, y mucho más ocultarse, como sucedió en todas las épocas.
          Un poco de lo mucho que podría inferirse ha llegado fragmentariamente hasta nosotros por los más insólitos caminos, pero la fuente principal de esta historia proviene de un argentino que todavía vive en Medio Oriente, David Smulevich, nacido en Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe. Radicado en Israel en el verano de 1958, este hombre fue el más conspicuo y sagaz de los discípulos del doctor Stauffer, y a su empeño debemos ahora el conocimiento de este alucinante relato.
          En una carta enviada al periodista Claudio Fantini del diario “Córdoba”, Smulevich describió detalladamente la conversación que mantuvo con su profesor en forma precisa y por momentos  literal, haciéndole llegar, además, copia traducida del manuscrito ¿Oh, Jerusalem de mis lágrimas! Lo que sigue es un intento por reconstruir en la forma más simple e inteligible, la sustancia de aquel diálogo y del método empleado para desentrañar una respuesta al antiguo misterio de la predestinación.


          -David –dijo el doctor Stauffer, mostrándole unos papeles que estaban sobre su escritorio-, acabo de concluir la traducción de los rollos de los que te había hablado y hay algo en esos textos que no me conforman. Sinceramente, me disgusta el modo en que me he sorprendido razonando. Por eso te he llamado, para compartir contigo algunas ideas antes de sacar conclusiones apresuradas.
          -¿Acaso son estos los documentos encontrados hace unos meses junto al joven árabe asesinado?
          -En efecto, no me he separado de ellos desde entonces, guardándolos celosamente como el tesoro que estoy seguro son, analizándolos y tratando de obtener la más genuina y pura traducción. Conozco en estos momentos su significado palabra por palabra, no tengo ya la mínima duda acerca de su contenido. Si embargo, es más grande la preocupación que el gozo por el trabajo realizado.
          -Eso significa, doctor Stauffer, si estoy en lo cierto, que más allá del interés puramente lingüístico, la traducción le ha significado una especie de perplejidad filosófica. ¿Es así?
          -Sí, David. Te aseguro que estoy estupefacto, todo por culpa de esa inveterada costumbre que tengo de sorprenderme a mí mismo cada vez que pretendo asir lo inasible.
          -¿Cree usted con sinceridad que esos viejos textos contienen algo que puedan realmente sorprenderlo? No me diga que sí, porque voy a centuplicar mi curiosidad por el asunto.
          -Si todo se redujera a la sorpresa, me sentiría  conforme, ya no tendría que agregar nada más. La sorpresa ha sido para mí un mecanismo de suspensión de la corriente lógica, un modo de penetrar sigilosamente en la aventura de la visión interior. Pero no estoy sorprendido sino confundido. Eso es malo para un investigador, pero mucho peor para quien, como yo, no se conforma con ser sólo el traductor de la simbología de la escritura.
          El doctor Stauffer, con sumo cuidado, extendió uno de los rollos sobre el escritorio. Luego sacó un trozo de papel que guardaba en uno de los cajones y se lo entregó al joven estudiante.
          -Mira lo que está escrito aquí. Observa cuidadosamente  cada uno de los rasgos de la escritura.
          -Está escrito, indudablemente, en hebreo antiguo-  respondió Smulevich, después de un instante de aparente duda.
          -Sí, sí, eso es fácil de observar. Lo curioso es que esta escritura es reciente, y tanto la tinta como el papel empleados cualquier persona podría adquirirlos en las librerías de la ciudad. No tiene dos mil años como los otros rollos que estamos analizando. Alguien, hace apenas unos dos o tres meses, ha redactado este manuscrito en papel corriente con una simple estilográfica, en la misma forma en que lo hubiera hecho una escriba durante el período de la dominación romana en Palestina, aproximadamente en la época que corresponde, como todo el mundo sabe, al nacimiento del cristianismo.
          -Pudo ser sencilla y simplemente realizado por un buen estudiante –dijo Smulevich sonriendo-. Yo mismo podría haberlo redactado o copiado. ¿Dónde está la diferencia?
          -¿Copiado? Me parece, jovencito, que usted no sabe adónde quiero llegar. No existe en el mundo un texto similar a este pergamino. He verificado centenares de microfilms y consultado a colegas amigos y todos concordamos en su legitimidad. Ambos textos, el de este viejo rollo como el grabado sobre  un moderno papel, han sido redactados y escritos por la misma persona, de eso no cabe duda alguna. Sin embargo, no es ésta una conclusión satisfactoria. ¿Recuerdas el caso de Ibrahim Akkash?
          -¿El beduino asesinado?
          -Eso mismo. Todo este material fue encontrado junto a su cadáver. ¿Recuerdas la descripción que fue publicada  en su momento?
          -Sí, por supuesto. Según el informe del médico forense, se trataba de una persona de aproximadamente 25 años, vestido a la usanza tradicional de la gente de su raza y aparentemente fue, como la mayoría de ellos, un verdadero rústico, pobre y seguramente analfabeto.
          -Eso es todo lo que creemos saber de él –dijo el doctor Stauffer con voz vacilante-. Es la descripción superficial y fácil que se acostumbra formular en estos casos. Sin embargo, contra toda apariencia, este hombre trató de hacernos llegar un mensaje. Digo mal, nos hizo llegar una compleja y terrible revelación. Por su apariencia exterior era un menesteroso beduino del desierto, y aún si aceptamos que haya sido educado en la cultura de su pueblo, nos hubiera dejado su mensaje escrito en caracteres árabes y no en hebreo antiguo. Aquello, aunque tampoco es fácil de aceptar, habría sido natural, más razonable. En cambio, Ibrahim Akkash trató de entregar una comunicación personal escrita en el antiguo idioma que se utilizaba en este mismo lugar, en Jerusalem, hace dos mil años. Por eso te repito que  cuantas más vueltas le doy al asunto menos alcanzo a entender.
          David Smulevich se había quedado en silencio, mirando a través de los amplios ventanales el paso de los vehículos y de la gente que a esa hora transitaba frente al edificio de la Universidad.
          Oscar Stauffer leía, mientras tanto, el encabezamiento de otro de los textos depositados sobre su mesa de trabajo.
          -Podría tratarse –dijo el joven, volviéndose hacia su profesor-, de una ingeniosa patraña de alguien que desea burlarse de gente como nosotros. ¿Acaso sería la primera vez que tratan de desacreditar todo lo relacionado con los “Rollos del Mar Muerto”?
          -Oh, David, tus palabras me suenan altisonantes y poco convincentes. No sobrevaloremos tan precipitadamente a los falsificadores de documentos bíblicos ni a los detractores de la ciencia paleontológica. Analicemos con cuidado cada uno de los elementos   que disponemos en el justo orden que  exige el método de análisis. Evitemos los preconceptos y no nos dejemos abrazar por la sensualidad de la fantasía. ¿De acuerdo?
          -Conforme, profesor.
          -En primer lugar vamos a exponer ante nuestro mejor criterio este escrito que he traducido como Salmo del perdón el cual  es una parte del rompecabezas que te propongo me ayudes a completar. ¿Está claro?
          -Sí, por supuesto.
          -Bien, convengamos que  este manuscrito estaba junto al cadáver del joven beduino asesinado.
          -Eso no prueba que él fuera su autor. Pudo haberlo descubierto en cualquiera de las centenares de cuevas de Khirbet Qumran como lo hicieron otros tantos de su pueblo.
          -Convenido. También pudo haberlo robado.
          -O encontrado en cualquier sitio. Pudo haberlo recibido como obsequio o como pago por un trabajo cualquiera. Tengamos en cuenta que lo que para nosotros puede valer una fortuna, para otros sería  un papel de menor importancia.
          -Sí, sí. Eso tampoco es fundamental para mi análisis. No hace al fondo de la cuestión. La hipótesis realmente asombrosa es que Ibrahim Akkash, nacido el 13 de agosto de 1934, según el documento que portaba entre sus ropas, era otra persona. En el sentido en que legal y socialmente damos a una entidad humana, Ibrahim Akkash no era Ibrahim Akkash.
          -No entiendo lo que quiere decir, profesor Stauffer. Eso de que tal persona se llamaba de un modo pero que se trataría de otro individuo, no me parece muy juicioso.
          -Yo tampoco lo entiendo claramente. Sin embargo, hay algo real en todo esto: ese hombre, cualquiera que fuese, sabía cosas que difícilmente podrían saber los de su raza y menos los que, en apariencia, pertenecen a su clase social.
          -Entonces, ¿quién era realmente? Si usted afirma que Ibrahim Akkash era otra persona, el documento que llevaba junto a él era, en consecuencia, falsificado. ¿Quién era en realidad? ¿Un terrorista musulmán? ¿Un contrabandista de documentos bíblicos? ¿Un espía?
          -No, no quiero decir nada semejante. Para continuar este diálogo es necesario, mi querido David, que me permitas  soltar algunos disparates, de lo contrario voy a explotar. Por un momento vamos a encuadrar la conversación dentro de un paréntesis de aparente irracionalidad. A partir de ahora y por unos instantes nos permitiremos ser únicamente dos amigos en la mesa de un café en Tel Aviv que dan rienda suelta a su imaginación, desprovistos de toda responsabilidad científica. Por favor, no digas nada. No expreses adhesión o burla ante lo que voy a decirte porque el asunto es más solemne de lo que puedes suponer.
          -Está bien, doctor Stauffer, seré su testigo simple, la caja de resonancia de su imaginación y, si usted me lo permite, también abriré la mía para que el juego inventivo sea más sustancioso.
          -Gracias, David. Sé que esto te estará resultando un disparate y, en consecuencia, lo tomaremos como una licencia puramente literaria. Nada más que ciencia ficción. ¿Estás de acuerdo?
          -Completamente. Me salgo de la vaina, como dicen en mi país, por escuchar lo que va a decirme.
          -Bien. Escucha atentamente sin perder un detalle. Ibrahim Akkash llegó a Jerusalén proveniente de Transjordania, con sus documentos de identidad en regla. No existen antecedentes políticos ni policiales sobre su persona. Vivía en un medio inhóspito, lejos de toda cultura, desprovisto del menor contacto aún con la educación elemental.
          -¿Cómo se pudo comprobar esto último?
          -Por la simple razón de que en su cédula de identidad no figuraba su firma; había puesto su impresión digital porque no sabía leer ni escribir.
          -Entiendo.
          -Para un joven beduino del desierto, un manuscrito antiguo significa en estos tiempos únicamente dinero, la posibilidad de hacerse rico. Han llegado al extremo de cortar los rollos para vender sus pedazos al mejor postor. Las cuevas de Khirbet Qumran han sido devastadas por saqueadores y aventureros desde 1949 hasta hoy. Es casi imposible encontrar un documento completo. No obstante y tal como puedes comprobar, los que tenemos ante nosotros están intactos. Parecen haber sido mantenidos en una caja fuerte a prueba de siglos.
          -Realmente increíble, no había observado ese detalle.
          -Eso no es todo, David. Observa estos rollos que también se encontraron junto al cadáver del beduino. La naturaleza esencial o estilo del texto y la lengua utilizada, así como los caracteres empleados por el escribiente, son los mismos que los del “Salmo del Perdón”. Su antigüedad, calculada por análisis criptográficos y pruebas de radioactividad prueban que su origen se remonta también, como el anterior, a casi dos mil años. 
          -¡Dos mil años! ¡Eso es imposible, doctor Stauffer!
          -¡Ah!, por fin te asombras. Convengamos entonces que es inadmisible que una misma persona pueda escribir un texto en el más puro estilo masorético, parte del cual se confeccionó durante la época de Jesús y el resto hace tres meses, en nuestro 1960. Las pruebas a que hemos sometido ambos escritos son concordantes: la escritura fue hecha por una misma persona, cosa que muy difícilmente podría ocurrir en este mundo mientras este mundo siga siendo lo que es. La irreversibilidad del espacio y el tiempo y todas esas cosas que confirman nuestra única realidad.
          -De acuerdo, doctor Stauffer, pero ahora permítame disentir diciéndole que las probabilidades matemáticas podrían acudir en nuestra ayuda despejando esa curiosa y molesta incógnita. El cálculo de probabilidades y…
          -Está bien. Aceptemos que esa probabilidad se dio en nuestro caso. Dos individuos, totalmente ajenos entre sí y distanciados por dos mil años de vida escriben en la misma lengua con caracteres no solo semejantes sino idénticos.
          -Pero esa conclusión, más bien artificiosa, no explica en modo alguno lo que usted está tratando de decirme. ¿O me equivoco?
          -No te equivocas, David, porque ese joven y posiblemente analfabeto beduino, asesinado por personas y razones desconocidas, afirma todo lo contrario de lo que nuestra ciencia y la regularidad matemática pueden admitir aún en casos extremos de aceptabilidad. Ibrahim Akkash, afirma en uno de los textos, que en su vida anterior fue nada menos que…pero no, no me adelantaré un solo paso en el análisis, y menos aún a la conclusión. Continuaremos desmadejando la historia paso a paso, siguiendo el molde de nuestro clásico criterio de trabajo para obtener después una armoniosa recomposición. Si me desvío o contradigo deberás interrumpirme de inmediato.
          -No creo que sea necesario, pero lo intentaré.
          -Bien. Nuestro personaje central, Ibrahim Akkash, fue impulsado en dos oportunidades por un diferente propósito: la primera ocurrió casi dos mil años atrás, cuando era uno de los más importantes seguidores de la doctrina que entonces predicaba Jesús, el Cristo. Por la evidencia del texto traducido por mí y que tenemos ante nuestros ojos, la persona que el joven beduino asesinado dice haber sido, dejó en el manuscrito que he titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas”, el testimonio de una franca y combativa personalidad espiritual. No tenemos evidencia aún de quiénes fueron los destinatarios de su testamento místico, pero tampoco es difícil deducir quiénes podrían haber sido. El documento, por su apariencia actual, debió haber sido cuidadosamente guardado en una vasija de barro herméticamente sellada y enterrado próximo al lugar donde lo fueron los manuscritos hace pocos descubiertos junto al Mar Muerto.
          El doctor Stauffer permaneció en silencio durante una larga pausa, como si dudara en continuar reflexionando. Al fin, ciertas intuiciones parecieron animarlo y prosiguió hablando.
          -El hombre que Ibrahim Akkash dijo haber sido en el comienzo de nuestra era, me refiero a la occidental y cristiana, vuelve a nacer próximo al territorio donde nació la vez anterior.
          -Profesor Stauffer –lo interrumpió el joven alumno, evidentemente sorprendido por lo que acababa de escuchar-, ¿quiere decir que ese individuo reencarnó? ¿Es eso lo que quiere hacerme entender?
          -No, David, no empleo esa palabra de dudosa significación. Estoy hablando de una historia increíble que surge espontáneamente y por sí misma de dos fantásticos escritos. No quiero expresarme (aunque parezca que estoy haciendo lo contrario) en términos que no existen en el vocabulario de mis conocimientos aceptados. Vuelvo a repetirte que estamos haciendo un ejercicio de ciencia ficción. Como dije hace un momento, este hombre vuelve a nacer y mantiene, a pesar de su diferente identidad física, una memoria invulnerable. Parece que recuerda viva y claramente cada uno de los momentos de su existencia anterior como si no lo interrumpiese el abismo de los dos mil años transcurridos.  Tiene plena conciencia de su unicidad psíquica y mental, tal como si pudiésemos desenterrar una cinta magnetofónica inalterada. Deducimos que el joven beduino partió del hogar paterno hacia el Valle del Jordán. Vivió durante un largo período en el desierto, precisamente en las estribaciones montañosas que están sobre la margen izquierda del Mar Muerto. Allí  intenta ubicar el lugar donde hace siglos enterró el manuscrito de la primera  época. Finalmente lo encuentra y viaja con él hacia Jerusalem. No sabe con precisión en qué mundo se encuentra ni lo que tiene que hacer. Predomina en él la desesperación por la indulgencia y la gracia, no ya de su tiempo, que en cierta forma le resulta ajeno y hasta despreciable, sino de la conciencia actual y futura de la humanidad a la que de un modo directo y especial él ha marcado con sus actos y con el terrible signo de su nombre.
          -¿El mito adámico del pecado original? –preguntó Smulevich.
          -¿El mito adámico? – se repitió a sí mismo el doctor Stauffer-. Es posible, no lo había pensado de esa forma. ¿Por qué no admitir que sea ésa la fuente de toda la filosofía post-mosaica y la fuerza misma que orienta a nuestro personaje por tan extraños laberintos del tiempo? ¿Hay genes recesivos que gravitan sobre la herencia física del hombre obligándolo periódicamente a revivir o a recordar el mito de la condenación? 
          -Le aseguro, profesor, que a cada momento entiendo menos.
          -Yo tampoco comprendo esta fascinante odisea si me exijo con demasiada rudeza ser puramente racional. Al contrario, y despojándome de mis esquemas científicos, me dejo llevar fácilmente hacia una composición realmente fantástica. Pero sigamos tirando el hilo del ovillo para ver adónde nos conduce. Este viajero en el espacio y en el tiempo, como diría un escritor de  ficción científica barata, aparece de pronto entre nosotros, como si una poderosa fuerza lo guiara. Sin embargo, repentinamente, tres días después de haber llegado a esta ciudad, muere trágicamente acuchillado por unos desconocidos. ¿Por qué? Parece que eso no lo sabremos nunca. A pesar de ello, Ibrahim Akkash o quienquiera que fuese, se anticipa a su repentina muerte escribiendo febrilmente el “Salmo del Perdón” y una breve esquela que une ambos escritos tal como lo he comprobado. ¿Qué ha querido decirnos en su último intento de comunicación? No lo sé. Reconozco que todo esto es demasiado inexplicable o faltan piezas fundamentales para entenderlo mejor. Supongo que el don de la gracia es más que una bienaventuranza física y a la que pocos acceden. Ahí no me meteré, eso es un asunto de nuestros vecinos los teólogos o, mejor dicho, de esas raras aves que son los ocultistas y los devoradores de misterios. ¿No te parece, David?
          -No sé qué decirle –respondió el joven estudiante, con un aspecto de inocultable desconcierto en el rostro-. Usted ha estado expresándose desde una perspectiva diferente a la mía. Ha hablado conociendo el significado y el sentido aproximado de los textos. En cierto modo ya tiene el rompecabezas armado, pero no me deja verlo. Eso me pone en evidente desventaja.
          -Es verdad, y no creas que en algún  momento dejé de pensarlo. Lo hice deliberadamente para provocar un mayor interés y dejarte hacer de esa manera el papel de abogado del diablo. Todo este asunto carecería de sentido si yo me apresurara en ofrecerte fáciles explicaciones. Como dice la Biblia, hay un tiempo para todos y para todas las cosas.
          -Tiene razón, doctor Stauffer. No volveré a interrumpirlo aunque no soporto mi impaciencia.
          -Voy a leer en primer lugar la traducción del manuscrito titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas” y luego proseguiremos con el resto. Te prometo que no olvidarás esta tarde jamás en tu vida.
          Oscar Stauffer limpió cuidadosamente sus anteojos y comenzó a leer.


OH, JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS

          Mirad, hermanos, nuestra bendita Jerusalem. Mirad esa ciudad sangrienta, cubierta por la pestilencia y la ignominia de nuestros enemigos.
          Los kittim se han enseñoreado en nuestros hermanos y los voraces buitres se alimentan con los despojos de Zaqueo y de Uriel, beben los ojos de Tabeel y de Joacoz, arrancan en pedazos la lengua de Simeón, de Tabita y de Helías.
          Veloces como oscuros leopardos son los caballos de sus guerreros. Sus soldados son sanguinarios y terribles como lobos hambrientos.
          Jinetes orgullosos y crueles, se despliegan sobre las llanuras. Veloces como aves de rapiña, como halcones sedientos de sangre avanzan sobre nuestros poblados.
          El aspecto de sus rostros es la imagen de la inmutable máscara de la muerte.
          Vienen de las costas de un mar azul con sus caballos y sus perros, con sus esclavos y las mujeres de sus esclavos. Vienen del otro confín de la tierra a devorarnos.
          Los hijos de Ruth y de David han penetrado al silencioso polvo por la espada de nuestros enemigos. Han escarmentado sobre nuestra impotencia, han hecho burla de nuestra misericordia.
          Los kittim, nuestros enemigos, que vienen con sus mastines y caballos allende el mar, hacen escarnio de nuestro pueblo, desprecian nuestras santas costumbres, nuestras tradiciones, se mofan de los textos sagrados, arrasan nuestros templos y degüellan a nuestros jóvenes guerreros.
          Ellos reúnen en montañas doradas las riquezas de nuestros graneros y su botín es numeroso como incontables son las estrellas del cielo.
          Sus armas y estandartes son objeto de sacrílega veneración. Sus dioses son el águila y el trueno, la cabeza del toro y las garras del león.
          Sus cuerpos son fornidos porque abundante es la ración que quitan de la bolsa del pobre, su comida es rica como yermos quedan los sembradíos y desnudos los campos de nuestros labradores.
          Su espada es brillante porque el ardiente sol de la cólera  la ha templado con la sangre de nuestros hijos y hermanos sacrificados en el campo de batalla.
          Ellos, nuestros enemigos, han clavado en la cruz a Madián, a Zebulón, a Osías  y Eliseo, a Eleazar y a Natanael. Nuestros hermanos han dejado caer los hilos de su sangre sobre las colinas y nuestra es la vergüenza de su derrota.
          Porque tuya es al fin, oh, Maestro de Justicia, la culpa de tanta inequidad, porque tu boca besaba las llagas del leproso mientras los ágiles jinetes de nuestros enemigos demolían las murallas de carne de los  hijos de Israel.
          Porque tú sabías, oh, Maestro de Justicia, que los verdugos de nuestro pueblo no tienen piedad del hombre y la mujer, hacen ofensa de débiles y ancianos y aún del vientre mismo de las jóvenes esposas, mientras tú derramas el agua del bautismo sobre enfermos y locos, desatas la lengua del mudo, rasgas la impotencia de los ojos del ciego.
          Ay de vosotros, enemigos de Israel, que habéis hecho violencia contra nuestra nación. No viviréis lo suficiente para contemplar las festividades de vuestras victorias.
          Ay de ti, oh, Maestro de Justicia, que has hablado de la  paciencia y el perdón, que has enseñado a sembrar la semilla de la misericordia a nuestros hermanos, mientras los invasores con sus perros adiestrados y sus negros estandartes hollaban los sembradíos y los templos.
          Los ejércitos de los demonios son inferiores a los de nuestros dominadores. De oro y plata son sus ídolos, de sangre y abominación sus estandartes. Nada es para ti, oh Jerusalem, superior a la destrucción de los perversos de la tierra.
          Ellos cubrieron con la furia de sus flechas a Tubalcaín y a Jonathan, despedazaron con el ojo del hacha las cabezas de Lamec y Jabel que   pusieron como resistencia la coraza de sus pechos mientras tú, oh, Maestro de Justicia, echabas demonios de los cuerpos y levantabas a los muertos de sus sepulturas.
          Habías sido elegido, oh, Maestro de Justicia, como raíz de nuestra fe para proyectar el desprecio y el odio de nuestro pueblo hacia los kittim y tú, en cambio, planeas el empecinamiento del corazón en las festividades del amor, en las bodas del pan y el vino de la resurrección.
          Mientras tú, oh, Maestro de Justicia, multiplicabas los peces del misterio para saciar el hambre de fe, nuestros enemigos nos dan a beber sal y vinagre, el fruto amargo y ponzoñoso de su cólera y su dominio.
          Mientras tú, oh, Maestro de Justicia, santificabas la mansedumbre y el servicio a la voluntad del Cielo, Aurelio Cátulo y Marco Semiliano establecían su potestad sobre Jerusalem, la Ciudad Santa caída como un cántaro rojo, como un nido roído  por las víboras, como árbol seco entregado a  la furia de las llamas.
          Ellos obedecen al capitán de sus ejércitos y el nombre de tal es Pablo de Tarso, cuya espada desvía nuestros propósitos y ha colocado obstáculos a nuestro entendimiento. Pablo de Tarso habla en lengua extraña y merodea por las colinas y vallados serrando la tristeza y la persecución, mientras tú, oh, Maestro de Justicia, oras en el Huerto de los Olivos junto a tus ovejas, inmutable en tu abundante misericordia, ajeno a la codicia y al odio de nuestros enemigos.
          Ay de ti, oh, Maestro de Justicia, por haber profetizado la paz y anunciado la bienaventuranza de amigos y enemigos. Porque enemigo de Israel hay uno solo y quien ha profanado el Sagrado Templo y pisoteado nuestras leyes deberá ser sacrificado para restablecer el imperio de la justicia y arrojar al desierto a los orgullosos jinetes de nuestros opresores.
          Tal es la ordenanza de nuestra voluntad y el deseo de nuestro corazón en el período de la perversidad para restablecer la alianza que hizo Moisés con Israel, y lo juramos con nuestra sangre y con nuestra alma.


          Las primeras sombras de la noche ingresaban lentamente al despacho del doctor Stauffer. Encendió la lámpara de bronce que tenía sobre su escritorio y guardó la traducción del manuscrito dentro de una carpeta de cuero negro. David Smulevich miraba nuevamente a través de la ventana con las manos entrelazadas a su espalda.
          -Es curioso –dijo el joven estudiante- cómo el fascismo espiritual otorga a cada época su cuota de semillas que germinan en el despotismo político. Son como fórceps en los partos violentos: una herramienta brutal que ayuda al feto a salir de su trampa, aun a riesgo de hacerlo pedazos. Por eso mencioné hace un momento la idea del mito adámico.
          -Esa fue  una muy correcta definición, David; comparto plenamente esa deducción intuitiva. La falta de generosidad y de grandeza para hacer efectiva la vocación espiritual engendra en el individuo el carácter violento y la intemperancia. Transferidos a la vida colectiva, esa demoledora energía negativa se transforma en genocidios, devastaciones culturales, persecuciones religiosas, siglos de destrucción y estúpida soberbia.
          -Creo, profesor Stauffer, que estoy empezando a comprender lo que usted ha estado tratando de explicarme desde el comienzo, más allá de la anécdota formal, de la simple historia.
          -Me alegro de que sea así, ya que tal es mi propósito. Ahora vamos a la segunda parte y estoy seguro de que cuando escuches lo que voy a leer, tantos tus emociones como la estructura de tu mente lógica se sentirán ampliados y satisfechos. Ahora escucha atentamente.


SALMO DEL PERDÓN

Por desviar mis pasos de la Ley me he vuelto aborrecible a mí mismo
Y Tú, oh, Señor, me has mostrado el Camino de la derrota
Y señalado la senda del sepulcro y el olvido.
Tu voluntad y tu corazón me han apartado para siempre
Del Reino Celestial y me hieren con la pértiga de la furia.
Siento el Gran Abismo que me llama y el eco de Abaddón
Resuena como la voz de un buey de bronce en el desierto.
Las tiendas de la perversidad fueron abiertas para mí
Y huyo del lobo y el chacal, cubro mi rostro ante tu ira,
Y me maldigo por haber desconocido tu linaje y tu grandeza.
Llevo en mi corazón el tallo y la raíz y el fruto amargo
De la injusticia, mi boca sólo destella en improperios
Y clamo al cielo del Altísimo Dios no me abandone.
He transgredido las leyes de la Alianza de la Hermandad,
He pactado con el enemigo y Te he escarnecido con mis gestos.
He sido un furtivo pescador y ahora vago con mi furor despedazado,
Una espesa saliva hiere mi boca sangrienta como cera derretida,
Mi cuerpo tiembla de aflicción y pena porque conozco el juicio,
La Tabla de la Ley que me arrojará al hoyo de la oscuridad,
Y seré como una barca herida por la tempestad y el rayo.
Un viento hosco y maloliente
Que se hundirá en las cuevas de las montañas de Jericó,
Porque sin Ti no podré manifestarme en paz, y el desaliento
Que traba mi corazón como un espada me arrasará
Como el fuego abrasa los pajonales del Valle del Jordán.
Tu dolor ha cosido una súplica en mi boca
Y todo el aliento será insuficiente para Tu alabanza.
Condenaré mi decisión, vindicaré Tu nombre,
Para que la llama y el fuego que giran en mi torno sobrevivan
A la resurrección de la carne, pastorearé entre los muertos,
Cruzaré con el auxilio del Espíritu Santo
El impecable vallado de la muerte y buscaré la paz
Cuando germine la semilla del perdón sobre la Tierra
Que tu sangre misericordiosa ha sellado para siempre.
Postrado sobre el polvo suplicaré el retorno de la luz,
El apartamiento del arco de la noche y de la ira,
Para encontrar el punto señalado de una nueva reunión,
La tibia morada del amanecer en el Día del Perdón,
Muerto ya para la abominación y la infidelidad,
Perfecto y virtuoso por obra del sufrimiento y del escarnio,
Que los hombres de tu divino ministerio
Pondrán como una corona de crueldad sobre mis sienes.
Ensalzaré Tu nombre con esta boca de arcilla
Y también con el aliento de mi espíritu
Para elevar los salmos y las plegarias de gratitud
Hacia Ti, oh, Señor, que moras a la diestra del Padre
Y reglas la mansedumbre y la pasión, la ira y el destierro,
Y me dejaste libre para ejercer la ingratitud y la deshonra.
En realidad, Señor, todo ha sido semilla y fruto de Tu huerto,
Todo al fin es parte de Tu gloria
Sobre la cual no hay nada que esté más alto que el Cielo.
Ahora retornaré al polvo de la tierra y al prodigio del sueño
Para no compadecerme y maldecir mi propio nombre.
Gracias te doy, oh Señor, por haberme elegido entre tan pocos
Para recorrer el camino de la transgresión
Que flanquea montañas y desiertos,
Que atraviesa los cielos y los mares
Y desemboca en las puertas de  Tu Paraíso prometido.


          -Todavía no he terminado –dijo el doctor Stauffer apenas concluyó la lectura y con visibles deseos de anticiparse a las preguntas del joven Smulevich-. Siguiendo con nuestro ejercicio de literatura fantástica, tengo aquí, en mi escritorio, la última parte de una flamante y anticientífica teoría que puede resumirse de la siguiente manera: Un joven beduino que habita en el desierto, llamado Ibrahim Akkash, desentierra un manuscrito del principio de la era cristiana que hemos traducido con el título de “Oh Jerusalem de mis lágrimas”. Esa misma persona viaja a esta ciudad buscando a alguien o algo que aparentemente no encuentra.
          -¿Está seguro? –Lo interrumpió el estudiante de lenguas antiguas-. ¿No puede haber sido causa de su trágica muerte el hecho de haber encontrado algo o alguien?
          -Me inclino a pesar negativamente, aunque eso no cambia mucho la trama de esta historia. Sigo con mis deducciones. Desesperado (me refiero a Ibrahim Akkash), escribe en la misma lengua y con idénticos caracteres el “Salmo del Perdón”, posiblemente como un intento supremo de comunicar parte de las claves del misterio de la predestinación. Por último, presintiendo la proximidad de su trágica muerte, deja este breve mensaje escrito también como los anteriores textos en el antiguo hebreo de los rollos bíblicos.
          Oscar Stauffer alisó con el dorso de su mano derecha el pedazo de papel que sujetaba sobre la mesa de trabajo y leyó pausadamente.

“Yo, cuyo nombre en esta nueva y dolorosa resurrección de la carne es Ibrahim Akkash, he regresado a la tierra prometida para entregar el testimonio de mi inequidad y la esperanza de mi salvación. Juro por el resplandor de las estrellas que guían mis temblorosos pasos que he visto al fin los Signos de la Divina Presencia, dejando por ello en mano de los hombres los Testimonios y las Oraciones. Juro por el signo de la Luz que yo, Ibrahim Akkash, viví hace dos mil años en estos mismos territorios. Andaba descalzo y vestía la túnica de lino azul de los discípulos. Como una tiara de esperanza que corona el ignominioso nombre de mi pasada vida, firmo y rubrico mis palabras con el sello de mi sangre redimida. Con el presentimiento de que el aliento de mi cuerpo pronto cesará fluir desde mi corazón, me apresuro a transcribir las pruebas de mi revelación para velar con tiempo las armas en mi nuevo destierro”.
          Deliberadamente, el doctor Stauffer omitió la lectura de las dos últimas palabras, aquellas que correspondían al nombre del firmante. Guardó en su carpeta la traducción del manuscrito y miró fijamente al joven estudiante.
          David Smulevich tenía una procesión de imágenes, una brutal estampida mental compuesta por inciertas respuestas y atolondradas preguntas que se negaba a formular, mientras el profesor de barba gris y gruesos anteojos trataba de conciliar sus últimos puntos de vista.
          -Hemos llegado, mi querido David, al final de la serie más heterodoxa que he compuesto en mi vida. Nuestra conclusión, o las diversas alternativas que sobre las evidencias acumuladas podrían argüirse, no dejarán nunca de ser simples conjeturas. Las hipótesis podrían multiplicarse en todas las direcciones  en que puede florecer el razonamiento intelectual. Sin embargo, la verdad esencial y única de lo que realmente aconteció seguirá siempre oculta porque el propósito de la entelequia mística del cristianismo,  como el de toda grande religión, es la preservación de sus signos fundamentales, incluidos los aspectos perversos que hacen admisible la aceptación del dogma.
          -Y yo quiero agregar, si usted me lo permite –dijo el joven-, algo que cierta vez escuché por ahí, un pensamiento que dice más o menos así: “Por nuestro amor participante y por la gracia de la caridad, el más perverso de los seres será algún día una estrella luminosa y perfecta en el cielo de la Divina Madre del Universo”.
          -¿Crees, David, al expresarte de ese modo tan trascendente y generoso, que Ibrahim Akkash será uno de ellos?
          -Estoy seguro que sí, si acepto que nadie dejará de ser salvado.
          -¿Nadie? ¿Absolutamente nadie?
          -Absolutamente.
          -¿Quién fue Ibrahim Akkash? ¿Cómo se llamaba hace dos mil años? ¿Deseas saberlo o prefieres, para no lastimar tu fe en la redención, que no te lo diga?
          -El nombre de quien quiera que fuese, cualquiera hubiese sido su destino, no impedirá que siga profesando mi total creencia en el amor y la misericordia de Dios.
          -Está bien…
          El doctor Stauffer volvió a sacar de la carpeta de cuero el trozo de papel que contenía la traducción del último mensaje.
          -Los tres manuscritos cuyas traducciones te he leído en el transcurso de esta tarde, están firmados por la misma persona. Alguien que en tiempos de Jesús siguió al Maestro dando testimonio de conversión y obediencia. Fue elegido para besar al Mesías en el Huerto de los Olivos y pasó a la historia con el terrible nombre de Judas Iscariote.

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