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MAPAMUNDI








JUAN COLETTI











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La historia no es más
que una  larga lista de crímenes y desgracias.

                                                      Voltaire






SHANGHAI

























EL COLECCIONISTA DE MARIPOSAS

En el libro “El arcoiris de la medianoche”, también conocido como “El Libro de los Horrores”, escrito  por  Kuo Sin, anciano anacoreta que pasó a la leyenda como “El Loco del Bosque”, en Hunan, se encuentra para sorpresa de un lector desprevenido una suma de historias que sobrepasan el horror y que no pueden ser leídas como simples relatos fantásticos porque en ellas la palabra fantástico suena como una expresión meramente infantil.
Durante siglos estos estremecedores cuentos circularon en libros manuscritos  que eran leídos por los eruditos en los palacios y en los monasterios,  y  circularon muy especialmente entre los campesinos analfabetos que fueron transmitiéndoles oralmente en reuniones en las que eran incluidos los niños y jóvenes para que las historias les sirvieran como advertencia frente al peligro del mal que muchas veces se presenta no solo sorpresivamente sino revestido por delicadas y seductoras apariencias.
 Los hechos que hoy nos parecen fruto de una exquisita invención literaria  eran entonces tenidos como ciertos y funcionaban como antídoto contra la pobreza y la servidumbre, contra la insubordinación  y los anhelos de riqueza pues frente al horror sus vidas y sus bienes, sus pequeños quehaceres y necesidades se presentaban como justos e indispensables.
Los padres  sabían que sus hijos debían ser educados al pleno servicio de la comunidad, lealtad absoluta a la autoridad teocrática del Emperador, rechazo de todo lo que no les era permitido, fuese una herramienta, un animal, una moneda o una mujer. Pero los jóvenes no siempre obedecían ni respetaban a sus padres ni temían a la justicia ni tenían conciencia de sus responsabilidades. Solos o en pequeños grupos de vez en cuando llegaba la noticia de que algunos adolescentes habían asaltado una granja o violado a una joven o tomado alimentos en los almacenes de un terrateniente. Si eran aprendidos el castigo era ejemplarizador y no había manera de apelar las sentencias pero aún así,  a los padres les quedaba la ausencia del  hijo en la cárcel y la vergüenza pública y  no recibían como castigo otra cosa más que una severa reprimenda.
Pero, según leímos en el libro del loco Kuo Sin, en los tiempos crueles de la Emperatriz Huán Ghóu, de la Dinastía Qin, a las advertencias y mensajes que eran propalados con anticipación le sucedieron juicios sumarios cuyo único propósito era subordinar a las familias al dominio real para que fueran responsables de la conducta de sus hijos. Tal vez en esa ejecutoria jurídica estaba oculta la anticipada sanción para todos aquellos, miles o cientos de miles de jóvenes que aspiraban a una vida mejor y tejían entre ellos las bases de una utopía que sería descubierta y resuelta recién  cientos de años después en la forma de una auténtica y popular revolución que transformaría a la China feudal y degenerada  en una inmensa nación moderna.
Lo que el libro de los horrores contaba en uno de sus capítulos es la historia de un pobre leñador, Mo Chen, padre de numerosos hijos que no eran precisamente  muy adictos al trabajo y que continuamente participaban en reyertas y actos de insubordinación hasta que, sorpresivamente,  llegó la justicia al poco tiempo de que su hijo menor, Mo Tsé, de apenas doce años, fue arrestado cuando intentaba robar una pata de cerdo en un pueblo vecino.
Reunido, por orden de los jueces, el pueblo que vivía en los alrededores se agolpó frente a la casa del afligido Mo Chen para escuchar la sentencia que todos suponían se reduciría a una suma de azotes. Pero el horror, recogido por el poeta loco del bosque, nos dice que el castigo debía ser impuesto por el padre a su hijo y que ese castigo no podía ser otro que la muerte. Mo Chen en principio se negó y lloró y suplicó de rodillas  pero los jueces fueron implacables: o él ejecutaba a su hijo o ellos ajusticiaban a toda la familia.
Y así fue que al atardecer, cuando todos los habitantes habían regresado para ocultarse en sus hogares frente a tamaña desgracia, el cuerpo del niño Mo Tsé pendía solitario de una cuerda en el árbol más alta de la plaza principal del distrito.
Una página tras otra el libro maldito describía los hechos y leyendas y creencias supersticiosas  que funcionaban  a la manera de un código moral entre esa inmensa masa ignorante y sometida por el hambre y el temor. Aunque también podían encontrarse  recetas afrodisíacas, el uso de hierbas curativas y algunos consejos sorprendentes para la cura de ciertas enfermedades que entonces eran fatales, como la tuberculosis. Nada podían hacer ni los médicos ni los curanderos frente a esa plaga que se llevaba a la gente en pocos meses, hasta que alguien juró haber encontrado la solución: si comías un pedazo de pan embebido en sangre humana, podías escapar de la muerte. ¿Pero dónde conseguir sangre fresca en abundancia?
El único lugar de posible acceso era junto al patíbulo donde con una enorme hacha eran frecuentemente ejecutados los criminales y ladrones. Así fue que a partir de la noticia, cada vez que se anunciaba una sentencia de muerte, docenas de pálidos tuberculosos se aproximaban  y entregaban al verdugo sus mendrugos que éste mojaba, a cambio de monedas,  en la sangre aún caliente de sus víctimas.
Querían escapar de la muerte ingiriendo pan con sangre humana  y como los trozos de pan no eran suficientes para tantos enfermos el resultado final era siempre una batahola en la que mezclaban los húmedos alimentos con su propia  sangre, sus lágrimas, su desesperanza.
Es difícil decidir cuál de las historias del libro El Acoiris de la Medianoche podría ser elegida como la más espeluznante aunque es posible que los lectores se hayan detenido más de una vez   en  El Coleccionista de Mariposas  para intentar desmenuzar el sentido profundo de la historia que es, sin dudas, más que una metáfora. Como sucede con los cuentos de hadas tradicionales, las narraciones de Kuo Sin siguen un propósito aleccionador, un intento por reforzar la moral y las buenas costumbres aunque no es fácil sacar conclusiones del extenso relato del que aquí haremos un resumen.
Cierta noche de verano, Mao Ling intentaba superar el insomnio observando a través de la ventana de su casa una media luna de plata fría que se iba desplazando por encima de las copas de los árboles del bosque. No era joven ni tampoco viejo, ni era pobre ni muy rico, pero tenía lo suficiente para gozar de la vida. No tenía esposa ni hijos ni parientes y compartía su soledad con una invalorable colección de mariposas que había reunido en sus viajes alrededor del mundo. Las había de todos los tamaños y colores y describirlas una por una llenaría libros completos que poco tienen que ver con los sucesos que llenaron de horror la vida del coleccionista.
Mao Ling vivía en Shanghai pero no en el centro de la ciudad sino en uno de los barrios más alejados y silenciosos. Le agradaba pasar horas leyendo, escuchando música y comiendo y bebiendo para  lo cual disponía de una bien abastecida despensa y de los indispensables sirvientes: cocineros, mucamas, jardineros, cocheros.
Sabemos que  jamás se había casado aunque era un admirador y gustador de las mujeres, especialmente de las más jóvenes. Al día siguiente, pensaba mientras contemplaba cómo un delgado tejido de nubes cubría la luna, Yin Sheh, la dueña del prostíbulo le enviaría una joven como lo hacía cada vez que regresaba  de un largo viaje. Pagaba bien por lo cual  era exigente en cuanto a la edad, la belleza y la cultura de las jóvenes que le eran ofrecidas  para pasar con él la noche. Jamás se había rebajado como algunos de sus amigos a entrar a una casa de mujeres. Sentía que era humillante y poco satisfactorio mostrarse en público en esos lupanares exóticos. Él permanecía en su confortable casa y allí tenía sus libros, sus jardines, su abundante cocina y  el sensual dormitorio donde encontraba las iluminaciones de la vida.
Al atardecer del día siguiente, vio venir por el camino de tierra un decorado rickshaw a cuyo frente trotaba un hombre delgado y metros atrás,  los seguía  un robusto individuo de cabeza rapada, guardián celoso del las órdenes de Yin Sheh al cual, luego de saludar a la  prostituta, el coleccionista  entregó los quinientos yinyuanes convenidos con la dispensadora de jóvenes bellezas de Shanghai.
Aunque Mao Ling las prefería jóvenes, se disgustó al observar a la recién llegada.
-¿Qué ha sucedido? Esperaba a una joven no a una niña. ¿Por qué te han elegido a ti sabiendo que eres apenas una criatura? ¡Mírate! ¿Cuántos años tienes?
-Qué importa mi edad, Mao Ling, soy una mujer en completo desarrollo. No soy una criatura pues en pocas horas te  demostraré quién soy realmente. No me desprecies.
-No estoy despreciándote, pero no seas altanera ni tan rápida de lengua. No he pagado para tener que discutir contigo. Ven, pasa. Tenemos muchas horas para compartir. Tu patrona me había anticipado que enviaría a un joven bella y culta. Veo que eres bella y demasiado joven pero comprobaré si eres realmente una mujer cultivada y no una  bella mascarita  adiestrada para satisfacerme  con sus engaños.
-No te defraudaré. Ese es mi propósito porque también para mí hoy es un día especial. Jamás pensé que llegaría el momento en que podría visitar tu casa. ¿Sabías, Mao Ling, que eres famoso?
-¿Famoso? ¿Quién te lo ha dicho?
-Eres famoso por tu generosidad con las mujeres y  conocido como el más grande coleccionista de mariposas.
-Sí, es verdad en cuanto a las mariposas. Pero todavía no me has dicho cómo te llamas.
-Mi nombre, aunque no lo creas, es Shen Dié.
-¡Vaya! Shen Dié significa algo así como “mariposa de los mundos celestiales”. Qué extraña coincidencia.
Mao Ling no hizo un mínimo gesto de asombro aunque el nombre de la joven le provocó una serie de palpitaciones mentales, una cierta zozobra, un presentimiento de deleites y malos presagios, pero al fin fue superior la tentación de una aventura inesperada que estaba iniciándose.
-Pasa, Shen Dié. A partir de este momento deseo que te sientas cómoda, segura, feliz y confiada, como si este  fuera tu hogar.
-Hogar es una palabra cuyo significado no alcanzo a comprender, Mao Ling. Yo también deseo que serenemos nuestros espíritus  y compartamos todo lo que hayas dispuesto para hoy. Soy exquisita pero no excesivamente exigente.
El coleccionista de mariposas volvió a mirar a la prostituta  que en ese momento ya no parecía una niña, sino una mujer entrando en su frágil adolescencia. Tocó una campanilla y de inmediato se aproximó uno de los sirvientes al cual ordenó preparar la cena.
-¿Quieres conocer mi colección?
-Más que otra cosa, ése es mi deseo. Ya te dije que tu museo de mariposas  es famoso en todo Shanghai y son pocos los que han tenido el privilegio  de admirarlo.
Pasaron, lentamente,  de una sala a otra y en todas brillaban los colores y las formas de miles de mariposas que permanecían disecadas    desde hacía años aunque  algunas pocas todavía temblaban clavadas por los alfileres que las sostenían a los marcos.
-¿Por qué tiemblan, Mao Ling? ¿Acaso están vivas?
-Sí, algunas todavía mantienen parte de su vida. Es el único modo de preservarlas pues no existe otro método para que después de muertas conserven intacta toda su belleza.
-¿No sientes su sufrimiento? ¿No te duele que estén agonizando?
-No, Shen Dié. No puedo sentir dolor si quiero seguir siendo un auténtico  coleccionista. Son simplemente mariposas. ¿Debo sentir compasión por un simple insecto?
-Ya lo veo. Por favor, sácame de aquí. No me siento bien.
El dueño de casa tomó a la joven por los hombros y la condujo al comedor. Le pareció más alta y robusta que unos momentos antes. Pensó que tal vez sus distintas percepciones del rostro y del cuerpo de la joven se debían al efecto del complicado maquillaje que empleaban las prostitutas.
-Es el momento de cenar. No pensemos ni en el dolor ni en la muerte. Nos aproximamos a los momentos del placer de la boca y el gozo del los cuerpos. ¿Puedo confesarte algo?
-Lo que digas.
-Eres una mujer realmente bella, de las mejores que he conocido en mi vida. Aunque bien sabes que soy un hombre de mundo que ha vivido plenamente, sentirte junto a mí me produce un sentimiento de inexpresable debilidad, quiero decir que mi sensualidad está siendo desbordada  en lo más íntimo.- Y al concluir la frase se sintió moralmente débil, ridículo. ¿Qué lo impulsaba a mostrarse emocionalmente inestable frente a una prostituta que sin duda jamás llegaría a apreciar sus palabras?
Concluyeron la abundante cena y escucharon música en un viejo fonógrafo mientras la joven practicaba el antiguo ritual de desvestirse  al tiempo que  iba mostrando sus bellos atributos con movimientos de animal en celo. Sí, Shen Dié no era una niña, ni siquiera una adolescente, ni una joven sino una mujer en todo el esplendor de su gracia. ¿Cómo Mao Ling pudo haberse equivocado? ¿Cómo era posible que en pocas horas hubiesen desfilado frente a sus ojos imágenes tan diferentes de una misma mujer que ni por un solo instante se había separado de su lado? No era como en el teatro en el que los distintos personajes y las escenas  se suceden unos a otros.
Por los amplios ventanales que daban hacia el oeste, nuevamente la luna fría, como hielo plateado, iba deslizándose mientras los amantes consumaban la deliciosa ceremonia  que hace posible la existencia de los mundos,   del hombre y de las mariposas, de la locura y la muerte.
La medianoche había pasado y Mao Ling iba sucumbiendo al cansancio aunque no al deseo siempre insatisfecho cuando un hombre  tiene el privilegio de ser servido por semejante mujer. Ella, mariposa celeste según su nombre,  había ejercitado los movimientos y gestos, las palabras y gemidos del extenso repertorio de las meretrices  de Shanghai. El excelente servicio correspondía a la alta suma abonada por el cliente.
Ya entredormidos, el coleccionista y viajero creyó escuchar que la mujer salía de la cama hacia el baño en el que se entretuvo largo rato. ¿Estará enferma?, pensó, pero no se atrevió a llamarla. Momentos después ella regresó con un nuevo maquillaje. Su rostro brillaba en la oscuridad apenas platinada. Al observarla Mao Ling sintió un temblor de calor y frío en su cuerpo.
-¿Qué has hecho? ¿Por qué ese cambio de maquillaje?
-Te dije al llegar que te iría mostrando todo lo que soy como mujer. Me viste al llegar como una niña, luego te conmovió una apetecible adolescente, después te entusiasmó  la presencia de la joven con la cual tomaste la cena y finalmente  te hundiste en el amor de una  mujer madura que te hizo entregar toda tu energía. Ahora, mírame, soy una mujer mayor, casi una anciana. Prometiste que no me rechazarías y debes cumplir tu palabra. Quiero seguir yaciendo junto a ti hasta que el alba nos despierte. ¿Me permites?
El amante no supo qué contestar. Estaba viviendo una experiencia única y al mismo tiempo un desconcierto que apenas podía controlar. Mañana mismo iré a ver a Yin Sheh  a pedirle explicaciones;  le ordené  que me enviara una joven, no una actriz,  pensó antes de caer en un sueño profundo, inesperado, como si hubiese tomado a sorbos  el elixir de la indiferencia y el olvido.
Cuando Kuo Sin, el loco del bosque escribía esta parte de su historia, con certeza habrá presentido que durante generaciones y generaciones de lectores, el horror se iría aproximando para placer de quienes lo consumen y para espanto de los espíritus débiles y  mediocres que huyen de ciertas escenas y saltean las páginas.
Dice el libro que cuando el cansancio  sacrificó sus temores y lo abandonó en los mundos  de   las especulaciones oníricas, Mao Ling soñó que las miles de mariposas que había almacenado durante toda su vida se desprendían de los alfileres y salían volando hacia su libertad formando extraños dibujos de sombras sobre el jardín y las casas vecinas. Soñó que la mujer que dormía junto a él  también era una mariposa pronta a remontar su vuelo. Después no supo si seguía soñando o había despertado  o estaba completamente loco cuando al sobresaltarse  con las primeras luces del alba, lo que estaba junto a él no era la figura de una preciosa mujer sino los restos verdosos de una crisálida que apenas mantenía las formas de una mujer todavía envuelta en sus ropas de noche.
Sobre las sábanas  se desplazaba una especie de baba amarillenta sobre la cual rodaban cientos de pequeños huevecillos que a su tiempo se convertirían en verdes orugas y luego en otras crisálidas en cuyo interior se gestarían otras mujeres-mariposas y así hasta el fin de los tiempos.
Se levantó impulsado por el espanto y recorrió los salones en donde conservaba su famosa colección pero las paredes estaban vacías. Un olor sofocante llenaba la casa aunque en su pesadilla no era una casa sino una trampa mortal  en la que había quedado prisionero.
¿Había copulado con una mujer-oruga? ¿Él  había fertilizado a un ser proveniente de los mundos celestiales, un ángel con forma de mujer que portaba en su carne una mariposa que apenas vive un día y una noche?  Corrió  y gritó  de un lado a otro llamando a sus sirvientes pero nadie acudió. Su última visión, por la amplia ventana que daba al oeste, fue el de una inmensa mariposa roja, verde y amarilla que  iba ascendiendo, alejándose de la tierra en donde  había dejado  sus  huevos que en pocas horas darían luz a bellas criaturas de forma humana.
Al mediodía, en su reluciente rickshaw, acompañada por su portador y el guardián llegó Yin Sheh, la anciana dueña del prostíbulo más lujoso de Shanghai. Tomó como sumo cuidado las pequeñas larvas y las guardó en un recipiente de vidrio. En pocas horas tendría suficientes jóvenes para abastecer a sus clientes ricos y concupiscentes a cambio de miles de yinyuanes.
Junto al lecho, con su cara enmascarada por el espanto, yacía el cuerpo sin vida de Mao Ling, el coleccionista de mariposas.



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GABÓN
                  


















LA LEYENDA DE SAMUEL OKENDO

        
Nacido como Mokoku Okendo, en las selvas próximas al río Lambarené en la actual república de Gabón, a comienzos del siglo XX, fue abandonado apenas nació sobre una balsa que lo transportó aguas abajo hasta la Misión Evangélica Martin Lutero donde fue rescatado y adoptado amorosamente por el pastor protestante Lucien Lacombe y su esposa Ilda.
         El niño era extremadamente pequeño y a pesar de la buena alimentación y los cuidados que recibió no medía en su pubertad  más de medio metro de altura.
         Aunque jamás pudieron saber el nombre de sus padres, se lo creía hijo de una princesa de la tribu Mbuti de la nación de los pigmeos, seres pequeñísimos, valientes guerreros y hábiles cazadores que raramente hacían contacto con otras culturas.
         El niño demostró de manera precoz una rara inteligencia al tiempo que se mostraba piadoso aunque de un temperamento irascible cuando se enfrentaba a sucesos que para él eran indignos o injustos.
         Al llegar a la adolescencia, sus padres adoptivos y a la vez guías espirituales bautizaron a Mokoku por inmersión en las aguas del río Lambarené, con su nuevo nombre: Samuel. A partir de ese mismo día, el negrillo como le decían cariñosamente en la comunidad, comenzó a experimentar una transformación espiritual que los feligreses que acudían a la Misión no alcanzaron ni a comprender ni a tolerar. Samuel caía frecuentemente en profundos éxtasis, hablaba en una lengua desconocida y cuando lo hacía en francés predicaba un evangelio que tenía sus raíces en el Jesús de sus  padres adoptivos,  pero impregnado en la antigua cultura de su pueblo milenario.
         Aunque su prédica solo cosechaba hostilidad, Samuel continuó obstinadamente en sus propósitos hasta que cierto día escuchó en su alma un mensaje del Padre, quien le dijo: Regresa de inmediato a tu pueblo para que te conviertas en su líder y salvador. Ellos están esperándote porque así está dispuesto en las visiones de tus antepasados. La voz tronante de la divinidad lo amenazó diciéndole: Si no cumples con tu misión y me desobedeces, morirás.
         Samuel Okendo, que entonces estaba por cumplir 18 años, desapareció de la Misión sin dejar ni un mensaje ni una mínima señal de sus huellas. Acompañado por Kumba, un joven de su edad  que era su amigo y confidente aunque de un tamaño que llegaba casi a los dos metros, cruzaron la peligrosa y densa selva hasta llegar a Kimba, sede  de  la tribu pigmea de la cual descendía.  
         Mientras Samuel y Kumba se iban aproximando escucharon la letanía de cantos funerarios y el llanto de un grupo de mujeres. Un niño de cinco años, llamado Bangú había fallecido como consecuencia de una enfermedad desconocida. Tal como lo había hecho el profeta Elías y como procedió Jesús con Lázaro, Samuel resucitó al niño de viva voz, demostrando de ese modo inefable  que era el iniciado que su pueblo esperaba desde hacía siglos.     
         Comenzó así, día tras día, a recibir a cientos de enfermos, endemoniados, paralíticos, leprosos a los que curaba imponiéndoles sus manos y recitando mantras en una lengua por nadie conocida. Al momento de sanar, su cuerpo se estremecía por fuertes espasmos y evidentes sufrimientos físicos que fueron imprimiendo en su rostro una imagen carismática y consoladora.
         Su fama fue tal que se extendió por la región tropical de Gabón y Camerún desde donde llegaban no solamente hermanos de su raza pigmea sino de otras tribus, incluyendo  blancos franceses y alemanes, algunos de ellos dueños de los cultivos y las riquezas minerales de la región.
         Las órdenes divinas continuaban llegándole por los canales misteriosos de su alma. Fiel a ellas edificó un  lumpangu, un templo donde comenzó a practicar, con algunos miembros de su tribu,  ritos iniciáticos que incluían una enseñanza que daba en secreto, en limitados círculos. Vivía en la mayor pobreza, comía muy poco y distribuía generosamente los bienes materiales que recibía de sus agradecidos seguidores. La fuente de sus poderes sanadores parecía inagotable.
         Como Cristo, como Buda, como Krishna, Samuel Okendo eligió doce apóstoles que multiplicaban sus enseñanzas y sus milagros aun en las regiones más apartadas y  peligrosas. Pero no se limitaba aquí la obra del pequeño redentor. Sus frases cruzaron el continente  y llegaron a Europa: África para los africanos. No pagar impuestos, no trabajar como esclavos. Fuera los hombres blancos.
         El evangelio libertador llegó a las autoridades de Elisabethville, Libreville, Duala y otras importantes capitales de los países limítrofes donde se asentaba el poder político, económico y militar de los que habían colonizado África. En los despachos ministeriales y en los centros de ocio se escuchaban frases despreciativas y amenazantes como éstas: Así que además de sanar, expulsar demonios y predicar su propia religión el enano se atreve a desafiarnos. Pero, ¿quién demonios se cree este duendecillo negro? Habrá que actuar sin pérdida de tiempo. Si, pero evitemos una rebelión en masa. ¡Qué! Ya verán estos diablillos hasta dónde podrá llegar nuestra furia.
         Pierre Marquille, un hombre de negocios, fue comisionado para entrevistar a Samuel Okendo. La reunión fue al comienzo pacífica pero culminó con el retorno del mediador enfurecido cuando escuchó que el pequeño Mesías le gritaba: ¿Cómo es posible que los auténticos dueños de África seamos amenazados? ¿Es que no comprenden que mi señor Dios me ha señalado como su guía, como el adelantado de la gran revolución que nos liberará de la esclavitud? Fuera de aquí, señor Marquille. Dígales  a sus amos que no les tememos.
         Un mes después, el embajador de los poderosos retorna acompañado por un grupo de soldados fuertemente armados. Samuel Okendo está en su iglesia, predicando, cuando ingresa Marquille con la orden de arresto. Los fieles, hombres y mujeres de la nación pigmea, atacan a los soldados como pueden para proteger a su Maestro. Samuel alcanza a huir pero los soldados practican una salvaje carnicería en el templo. El pequeño (en tamaño) Mesías desaparece en la clandestinidad y escapa a sucesivas emboscadas, delaciones y todo tipo de intentos por atraparlo vivo o muerto.
         Oculto, continúa predicando, formando discípulos y expandiendo la insurrección en una gran parte de África. A los incendios de campos, sabotaje en las fábricas, descarrilamiento de trenes y algunos atentados esporádicos por parte de la nación pigmea y sus aliados, sucede como réplica, un genocidio incontrolable. Samuel recibe por los canales de los sueños o de la inspiración divina, el anuncio del final de su pasión revolucionaria, el comienzo del martirio y el nacimiento de su leyenda. Imprevistamente se presenta en la ciudad de Elisabethville y se entrega detenido ante las autoridades a cambio de que cesen las persecuciones a su pueblo.
         En la corte marcial que lo condenará a muerte, el pequeño predicador de la tribu Mbuti, por su escaso tamaño parece un niño frente al implacable tribunal de hombres blancos. Antes de ser llevado a una celda especialmente diseñada para él, tiene tiempo para pronunciar su último sermón, que aún resuena en la memoria de su raza:

 Aunque para ustedes, omnipotentes sátrapas de los reyes de Europa mi revolución haya fracasado, las generaciones venideras sabrán que no ha sido así. Mi obra en este mundo ha sido cumplida. Me he mantenido fiel a los mandatos de mi Padre, he impartido las divinas Enseñanzas y aleccionado a mis Apóstoles que ahora se encuentran a salvo en las regiones más apartadas del mundo. Como un Noé de los tiempos modernos mi barca de salvación conducirá a mi rebaño a multiplicarse en todas las naciones. Vendrá el día en que los hombres de ciencia descubrirán la necesidad de producir cambios en la naturaleza física de la humanidad. Ustedes, hombres blancos, se burlan de mí y de mi pueblo. Me condenan a muerte ignorando que acaban de pronunciar la peor sentencia contra sí mismos.
  
         Camino a la cárcel, expuesto sobre un vehículo militar dentro de una jaula, Samuel Okendo desfiló con la marca en su rostro de un ser iluminado que a muchos estremeció. Temiendo una nueva insurrección popular, la pena de muerte fue conmutada por la prisión perpetua, pena que duró apenas trece días, al cabo de los cuales murió, repentinamente, mientras realizaba su ejercicio de meditación matinal.
         Su pequeño cuerpo fue trasladado a Kimba y sepultado en el templo donde había predicado sus enseñanzas y sus vindictas revolucionarias. Su tumba es actualmente un santuario al que visitan millares de africanos que llegan de todo el continente. Hoy es unánime la creencia de que Samuel Okendo incorporó elementos religiosos ancestrales al cristianismo en el que fue bautizado y consagrado. Pero fue fiel a sus mandatos  y jamás aceptó ser considerado un Mesías y mucho menos un revolucionario violento, pues por ninguna circunstancia autorizó prácticas terroristas de ninguna clase.
         Sus discípulos continúan la obra basados en los evangelios del diminuto predicador quien también, extrañamente, falleció a los 33 años de edad. Podría afirmarse que el cuerpo doctrinal de los discípulos de Samuel Okendo es muy simple, por no decir ingenuo. Por ejemplo: predican que su Maestro es el jefe espiritual de un imperio que ha establecido el Señor Dios de la raza negra y también la espada de delgado filo que cortará las cabezas de los malditos agresores de su  pueblo. Samuel Okendo es la bandera que flamea sobre el mapa de la negritud, es el barco que navega  por el Río de la Muerte que conduce a los negros al país de la salvación eterna. Por Él, por el Mesías, Dios descendió a  la Tierra  para que todos sus hijos, hombres y mujeres, puedan atravesar los  valles y la gloria de los Cielos celestes hasta regresar al Paraíso.
         De las revueltas surgidas de la prédica de Samuel Okendo han brotado las revoluciones nacionalistas que hoy gobiernan la mayoría de las naciones de África, desempeñando un rol político y cultural que, a pesar de todos los reveses, dictaduras, corrupciones y matanzas tribales, pareciera conducir hacia el sueño de una nación panafricana.
         Sin embargo, no acaba en este punto la leyenda del pigmeo iluminado. Etienne Dubarry, científico francés responsable de recientes manipulaciones genéticas, está muy avanzado en un proceso de clonación que es un estricto secreto de estado, a pesar de las continuas negativas oficiales. Samuel Okendo había dicho frente al tribunal que lo condenó: El fin del mundo está próximo. Para muchos, ésa es una frase apocalíptica que de tanto repetida ya no tiene fuerza ni credibilidad.
         No obstante, tenemos que creer en biólogos como Dubarry, Clara Bachman, Sofía Houphouet-Levin y tantos otros (que no descansarán hasta hacer posible el sueño de los alquimistas) creen que sí, que la humanidad a la que pertenecemos está en los tramos finales de su programa filogenético. Para no desaparecer tendrá que mutar de la manera en que nuestro Maestro Desconocido lo ha estado anunciando. Tal vez a eso se refería el pequeño profeta de Lambarené, cuando formuló sus profecías poco tiempo antes de morir.


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DESIERTO DE SIRIA






















LAS VOCES DEL DESIERTO

         El Obispo Zenobio pernoctó en la antigua ciudad  de  Djabal al-Tinef, apenas cruzando el límite con el reino de Jordania, de donde provenía con una reducida caravana de peregrinos que lo acompañaban en su regreso a Beirut, con la devoción que se debe a un auténtico Maestro.
         Muy temprano cargaron agua y alimentos suficientes para atravesar el inmenso Desierto de Siria en el que por siglos sucumbieron miles de viajeros azotados por la arena, el viento y el sol abrasador.
         A la tercera noche, el guía los condujo a un pequeño oasis en el que recargaron sus vasijas con agua y dieron de comer a los camellos antes de entregarse a un profundo sueño. Zenobio, que apenas necesitaba dormir un par de horas, se alejó hasta una duna desde la que podía ver el resplandor de las fogatas. La Luna llena que iluminaba las ondulaciones arenosas era una invitación a meditar.
         Así permaneció el obispo durante algo más de una hora. Impulsado por un repentino presentimiento comenzó a remover la tierra con su báculo hasta que dio con una calavera. Luego  con otros  restos que parecieron molestarse por haber sido despertados de un largo sueño. Eran cientos de huesos  sobre los que sobresalían cuatro blanquísimas calaveras que comenzaron a castañear sus dientes.
         El Obispo Zenobio al principio se alarmó pero luego, movido por su templanza y caridad, les preguntó quiénes habían sido en el tiempo en que aquellas osamentas habían estado cubiertas de carne y de vida. Las calaveras guardaron silencio, como esperando que quien parecía ser el espíritu jefe, comenzara a hablar: “Yo fui en vida Mayid al-Zahrani, dueño y señor de un pequeño ejército de bandidos  que asaltaban las caravanas. En ese oasis donde ahora duermen los tuyos, teníamos nuestra secreta guarida. Allí ocultábamos comida y armas y parte de los tesoros que iban acumulándose. Ya era inmensamente rico pero, por desgracia, no pude poner límites a mi codicia”. Hizo silencio la calavera que había hablado, como dando lugar a la que estaba a su lado. Ésta dijo: “Fui, tal vez todavía sigo siendo, Muqtada Musab al-Zarqawi, mago, alquimista y sacerdote idólatra que también habitaba  este hermoso lugar junto con otros camaradas de las tinieblas. Conocí los secretos de las ciencias que elaboran los elixires de la vida y de la muerte con los cuales traficaba, vendiéndolos a asesinos de dignatarios y reyes, hasta que caí en desgracia”.  De inmediato habló la tercera calavera. Su voz no era doliente ni áspera ni agresiva sino dulce como una flauta: “En otros tiempos, en los que mi alma habitaba un río de sangre  en un hermoso y joven cuerpo, mi nombre era Faris Alí Hussein. No fui ni bandido ni sacerdote ni tampoco -Alá me bendiga- una mujer. Mi oficio era el de hacer reír a la gente. Cantaba, bailaba, tocaba los más delicados instrumentos musicales y narraba, durante horas, las historias que inventó la princesa Scheherazada en las largas noches que dedicó a salvar su vida”.
         Bajo la intensa luz de la Luna, todavía sorprendido por el prodigio del que era testigo, el Obispo Zenobio creyó haber escuchado a alguien que lloraba. Por un momento se hizo un prolongado silencio. En el oasis, las fogatas estaban apagándose y apenas se distinguían las últimas y lánguidas brasas. Lo que sonó en el desierto,  era ahora la voz firme de una mujer, la cuarta calavera: “Fui en vida nada menos que Amira Abdulkarin, hija del jefe Falah al-Nakib, el hombre más rico y poderoso de estos desiertos. He sido la mujer más bella y codiciada a la que cantaron  los poetas y a la que procuraron tener como esposa príncipes y dignatarios. Pero mi más agradable oficio fue el de ramera, por lo que fui repudiada por mi familia y expulsada de palacio. En estas arenas tal vez estén sepultados los huesos de los innumerables amantes que me gozaron. ¿No es así, Muqtada”. La calavera que parecía ser el jefe, rió burlonamente y dijo: “Es verdad, aunque ya eras vieja cuando te uniste a mí. Fuiste mi esposa y la señora de mi harén. Perdoné tu pasado porque te amé como a ninguna otra mujer”.
         El anciano obispo continuaba maravillado escuchando las voces del desierto. Estaba convencido de que todo lo que estaba sucediendo era un sueño que se disiparía al despertar. Pero no estaba durmiendo sino esperando lo que se le anticipaba como una revelación. “¿Por qué están juntos? Me refiero a sus cuerpos”. Hussein, el comediante, se apresuró a contestar: “Fuimos asesinados por Omar  al-Mahdi, por orden del rey de Jordania”. “Sí”, agregó Mayid, el asesino, “fuimos condenados a muerte por nuestro rey”. La voz de Amira sonó en la noche:”El rey de Jordania era entonces Falah al-Nakib, mi padre”. Ahora Zenobio supo que el llanto provenía de la calavera femenina.
Más allá del desierto, hacia el este, los primores de la luz del  Sol anunciaban la proximidad del alba. La gente que estaba en el oasis había despertado y preparaba la continuidad del viaje. Desde allí llamaban al obispo con grandes voces.”Estaré en un momento con ustedes”, les dijo en el instante en que Amira le reveló: “Ahora que escucho claramente su voz, sé que es usted el Obispo Zenobio”. El viajero hizo apenas una señal de asentimiento con su cabeza.”Este es el más grande de los milagros”, prosiguió la voz de la ramera, “pues estamos en presencia de quien nos consuela con sus oraciones. Cada vez que usted, santo varón, ruega por las almas de los que padecen en el infierno, nosotros, los cuatro aquí presentes, recibíamos la inefable dicha de resucitar por unos instantes. El soplo sagrado, el hálito que surgía de su boca, nos volvía a revestir con nuestra carne. Surgíamos del  barro inmundo de la muerte y tornábamos, por su piedad, a la vida. Después volvíamos a ser un puñado de huesos”. Dijo el obispo: “Mis oraciones y mi piedad y amor por los que han muerto, ha sido la única obra verdadera  de mi vida. Jamás imaginé que pudieran hacer posible el milagro de la breve resurrección de la carne”. “¿No podrías?”, era la voz dulce de Faris la que sonaba. “¿Qué dices?”, preguntó Zenobio. “¿No podrías orar un instante por nosotros? “Sí, Maestro”, continuó Amira, “lo rogamos con todas las fuerzas del polvo de nuestros corazones”. “A cambio”, dijo la voz tronante de Mayid al-Zaharani, “pedimos que nos sea concedida la muerte definitiva. Ya hemos pagado con creces nuestras culpas”. “Reza por nosotros, Señor”, dijo la calavera del idólatra, “luego ordena una pira con nuestros huesos y préndelos fuego”. El anciano se arrodilló ante la antigua tumba y comenzó a orar, apenas en un murmullo aunque el poder de su alma era tal que volvía a ser posible el prodigio de la resurrección de la carne.
         Al unísono de las vibraciones que producían las palabras, los huesos comenzaron a ordenarse formando al principio horribles imágenes cadavéricas que iban armonizándose, cubriéndose de músculos, tendones y arterias, en carne palpitante, en piel tibia cubierta por los más bellos ropajes. Al abrir sus ojos y ponerse de pie, el Obispo Zenobio tenía ante sí a cuatro espléndidos seres que le sonreían. “Oh, Señor”, meditaba, “haz que esto no sea un sueño. Permíteme gozar de uno de tus milagros y a cambio te ofrezco, ahora mismo, el último aliento de mi vida”.
         Apenas culminó su pensamiento, las cuatro figuras volvieron a transformarse en una pila de huesos. Fiel a su promesa, el obispo juntó unas hierbas secas con las que encendió un fuego. Como si hubieran estado esperando por siglos ese instante, los restos de aquellos desdichados penitentes, en una sola y voluptuosa llamarada, se convirtieron en cenizas. El anciano sacerdote impartió su bendición y descendió hacia el oasis. Su gente estaba lista para partir, esperándolo.
         Mustafá Aref, el guía, le preguntó: “Señor Obispo, ¿quiénes eran esas personas que dialogaban con usted? ¿Qué es lo que estuvo ardiendo en su presencia?” El hombre santo miró uno por uno a sus compañeros de viaje pero nada respondió. En su semblante resplandecían los signos del milagro. Todo lo que podía decir, estaba dicho.


*





                  



















BOLIVIA







                            















AJAYU
ASUNTOS PENDIENTES

“Ama llulla, ama kella, ama sua”.
 No ser mentiroso, no ser flojo, no ser ladrón.


El regreso del muerto

Quince días después de haber fallecido, Víctor Palenque, a pasos lentos, con su rostro cansado y triste,  regresaba a su hogar. Vestía el viejo traje azul, camisa blanca y corbata roja que había  usado el día de su casamiento, muchos años atrás. Debía cumplir sus últimas voluntades en este mundo, para poder descansar en paz. Uno no puede irse dejando deudas o deshonras, tareas sin completar o justos deseos que no pudieron ser satisfechos. Y esto vale mucho más para aquellos a los que la muerte sorprendió sin haber tenido tiempo de prepararse para el viaje final.
Pero en realidad no era Víctor Palenque quien se iba desplazando como sin apuro hacia su antigua morada sino su compadre, su querido amigo Ángel Mamani,  que en su nombre y vestido con sus ropas iba a cumplir la antigua ceremonia aymara del Ajayu, antiguo rito que hace posible que todos aquellos que se van para siempre de nuestro mundo tengan la posibilidad de retornar por una única y definitiva vez  para   despedirse de cada uno de sus seres queridos, de los parientes, de los amigos y también de los enemigos.  Para dejar la antigua vida en orden, sin deudas ni deudores, sin reclamos ni odios, sin que ni una sola circunstancia vaya a empañar la plácida vida más allá de la muerte. Esa vida que no se ve pero que está en algún lugar y que, según cuentan los ancianos, dura todo una eternidad.
Sus pasos iban levantando con la brisa pequeños remolinos bajo sus gastados zapatos. Venía fumando como era el hábito de Víctor aunque él jamás lo había hecho. Puf, qué asco, iba pensando, cuando hay tantas cosas buenas en este mundo para gozar. Pensó el nombre de una mujer y la evocó con una especial mezcla de ironía y de emoción. Sonrió apenas y apartó de su corazón antiguos deseos nunca satisfechos. No era el momento de pensar en ellos porque en esos instantes solemnes prestaba su cuerpo al alma de un muerto que regresaba  por última vez al círculo de la existencia.
Ya descendiendo por el estrecho sendero que lo iba acercando al  vallecito, vio la multitud que lo aguardaba alrededor de la casa. Todos bien vestidos y ansiosos por participar del último acto en la  vida de un hombre que había muerto. Comer y beber, decirse cada uno lo suyo, arreglar viejos pleitos, bailar y cantar y todo lo que sea suficiente para que ajayu, el ánima del muerto, su espíritu quede sin mancha para la eternidad.  Vaya, para la eternidad, se decía Ángel Mamani sonriendo con picardía, si aquí en la tierra también tenemos el cielo o partes del cielo y es menos triste y menos aburrido.
Volvió a mirar ahora más fijamente para distinguir los rostros de tantos  conocidos. Sí, ahí están esperándome, con gusto algunos y con disgusto otros, pero así habrá de ser. No es que me guste o me disguste ser por hoy, tal vez hasta mañana, Víctor Palenque. Esto es algo más fuerte que yo, más fuerte que una vida porque es la vida de todos, de los que estuvieron antes aquí, de los que ahora nos vamos a reunir, de los que vendrán a ocupar el espacio que dejemos vacío en tiempos venideros.
Si me han elegido, continuaba pensando mientras las figuras que lo esperaban iban mostrando el colorido de sus ropas y sabrosos y celestiales aromas de comida se adelantaban para recibirlo, es porque Víctor y yo hemos sido compadres, pero más que compadres, hemos sido amigos y confidentes. Hemos recorrido juntos estos cerros en la infancia, hemos pastoreado a los animales y aprendido a coquear, a tomar unos buenos tragos de cerveza y de chicha cuando nos estábamos haciendo hombres. Y ni qué decir de las  primeras mujeres  que festejamos. Y al  pronunciar la palabra “mujeres”, divisó claramente  a Inocencia Vilches, la viuda del muerto a quien él  estaba representando. Linda, la Inocencia, lástima que el Víctor me la primerió que si  no quién sabe cómo habrían sido las cosas.
Escuchó las voces que pronunciaban su nombre y los aplausos y los primeros acordes de las guitarras y charangos, de los tambores y quenas que anunciaban su presencia.
Pobre Víctor, pensó, haber muerto así, de repente, en una explosión en la mina. Maldita suerte si él era el mejor dinamitero de la empresa. Cómo podría haberse confundido. Pero así fue, nomás, caray, y por eso estoy aquí, yo, caminando como sin apuro, al encuentro de esa gente con la que tendré que habérmelas justo hoy, sábado caliente, al mediodía, y con estas ganas enormes que tengo de comer y de saciar esta sed que la  larga caminata   ha ido haciéndome sentir como un verdadero mendigo de la vida. Vaya, si realmente siento la tristeza de la muerte, el desconsuelo de saber que esta será mi última visita al mundo de los vivos.
Un grupo de perros flacos se le  fue aproximando, pero no ladraron porque tal vez advirtieron que por el olor de la ropa el que  venía  caminando  era nomás Víctor Palenque. El bullicio iba aumentando y las voces mezclaban risas y aplausos, amores y odios, rencores contenidos y agradecimientos, deseos de bien y de mal.

El orden del mundo

Ángel Mamani se sacó el sombrero y comenzó a saludar uno por uno a todos los presentes y en cuanto estuvo frente a David Escobar le dio un tremendo puñetazo en el rostro que lo tiró al suelo.
-Esto es por haberme robado una oveja, ¿te acuerdas, amigo Escobar?, hace muchos años, y como sé que no podrás pagarme en dinero saldo la cuenta con este golpe.
-Me parece que se ha pasado de la raya, compadre – dijo la víctima del puñetazo incorporándose con la nariz sangrante-, esto es un abuso.
-Qué abuso ni abuso. Usted no tiene nada que reclamar. Soy yo quien viene a despedirse de este mundo miserable,  y todo cuanto haga hoy será en nombre de nuestros antepasados, por mí  y por mi familia. Ellos, los antiguos,  nos están observando y es por todos ustedes y por mi alma que todo lo que haga hoy será justicia. Así está decidido y no hay vuelta atrás. No me incomoden.
Inocencia Vilches se mantenía joven, a sus cuarenta años, joven y con la suave inmodestia de las mujeres fieles pero insatisfechas. Era en esos momentos la viuda que también recibiría lo suyo según las circunstancias. Como si la imagen que tenía frente a ella fuera su verdadero esposo, en carne y hálito, se aproximó y dándole un abrazo, lo besó suavemente en la mejilla y le dijo:
-Te estaba esperando, Víctor. Todos aquí te estábamos esperando para darte una fiesta, la que tanto habías deseado. ¿Recuerdas?
-Sí, Inocencia, cómo olvidar mis últimos deseos. Antes de partir para mi trabajo en los socavones de la tierra, recuerdo que te dije que deseaba tener un poco de dinero para hacer un gran festejo que nadie olvidaría en muchos años. Y al fin se ha cumplido aquel sueño. Ya ves que nunca es tarde, así que alejemos la tristeza  que ya habrá tiempo para llorar.
-Pues acá tenemos todo preparado –intervino Segundo Callisaya,  un pariente  lejano del muerto que había viajado desde Santa Cruz de la Sierra-.Miren  esa mesa, esos manjares que nos están esperando desde hace rato. Bienvenido, querido primo.
-Y bien –dijo el muerto-, vayamos pasando y tomen asiento. No nos hagamos rogar. Que suene la música y que sirvan los vasos bien llenos del mejor vino, de espumante cerveza.
Antes de sentarse a la mesa se aproximó Nicolás Angulo y tomando a Víctor Palenque de un brazo, lo apartó un momento y por lo bajo le pasó un fajo de billetes.
-Es la deuda que tenía con usted, compadre. Gracias y que descanse en paz.
-Muy amable de su parte, amigo Nicolás. No tengo nada que reclamarle, así que ni voy a contar el dinero porque confío en usted.
-Siempre hemos confiado el uno en el otro.
-Está bien. Ahora vaya y siéntese.
Ángel Mamani, en el rol del finado Víctor Palenque, se sentó a la cabecera de la mesa. A su derecha Inocencia Vilches, con sus trenzas negras atadas en rodete y sus vaporosos vestidos, se ubicó plácidamente, como en los buenos tiempos.
Y aparecieron Rosalía Condorí y Blanca Melgarejo, que ese mediodía oficiaban como mozas y buenas servidoras que iban y venían depositando sobre los tablones cubiertos de coloridos manteles los manjares que el muerto había pedido con anticipación. Urdus, chanka de conejo, picantito de pollo, lechón bien adobado, sajta de pollo, chicharrón, charquecán y vaya a saber cuántos otras delicias  que honraban cientos de años de la mejor cocina de la comunidad aymara. 
Rosalía se aproximó a la cabecera de la mesa y depositó dos botellas que chorreaban frescura.
-Aquí está, como usted lo ordenó, don Víctor. Cerveza Huari, de lo mejorcito que hemos podido conseguir.
-Gracias. Voy a brindar por todos ustedes.
Elevó su vaso rebosante de espuma y todos hicieron lo mismo.
-Salud y buena vida para todos, amigos, hermanos, aquellos que me amaron y respetaron en vida. Que sigan disfrutando por muchos años lo que ya para mí es apenas un recuerdo.
Al decir estas palabras,  Ángel Mamani casi derramó una lágrima. Un gesto que todos percibieron emocionados. Por un momento hasta pareció que no se escuchaban los ruidos  de las bocas de los que comían y bebían. Era el suave silencio de la resurrección, el don que los dioses concedían a sus hijos solo una vez después de la muerte. Se sirvió otro vaso de cerveza y volvió a brindar:
-Brindo por todos los presentes y también por los ausentes. Aunque nada me deben ni les debo  a los que no han tenido la vergüenza de estar hoy aquí, conmigo y con ustedes. Y en especial bebo en honor de dos queridos amigos, los esposos Carlos Mamonde y Ana Tarqui, con quienes me une no solo una antigua amistad sino también parte del destino.-Hizo  un breve silencio, depositó el vaso sobre la mesa y pensó que no era ése el momento de decir en público qué clase de lazo lo unía a ese joven matrimonio que lo miraba expectante-. Si me tienen paciencia y como tenemos para nosotros el resto del día, luego les diré lo que estoy pensando. Sigan comiendo y haciéndome feliz. Que los músicos coman y beban pero que también sepan que se les ha pagado para que toquen.
Así fue pasando la tarde al son de takiraris, kaluyos y dulces huaiños que Juan Alfaro, el gran acordeonista y director del grupo musical iba seleccionando de una lista que una semana antes le había ordenado Inocencia Vilches. Ella bien sabía lo que a Víctor le agradaba o lo disgustaba cuando apenas empezaba a escuchar los acordes musicales de cualquier instrumento.
-Me siento muy feliz –comentó el muerto en voz alta- y agradecido a mi mujercita y a  los musiqueros y a ustedes que están compartiendo esta humilde despedida. Como bien saben mi vida no ha sido colmada de asombros pero sí de pequeñas dichas personales. Declaro que he sido un buen hijo y aunque no estén aquí mis ancianos padres para justificarme, los que bien me conocen podrían confirmarlo. He padecido una infancia y juventud de pobre pero de pobre bien alimentado y bien querido. Y he sido esposo de una hermosa mujer, esta Inocencia, sentada a mi derecha, cuyo rostro jamás volveré a ver con estos ojos hechos de carne.
La tarde, como sin apuro, iba inclinándose hacia un oeste polvoriento y rojizo. Las meseras habían levantado las sobras y lavaban los platos en la cocina. Alrededor de la casa, en pequeños grupos, los invitados comentaban los asuntos del día y comenzaban a disponerse a regresar a sus casas antes de que los sorprendiera la oscuridad de la noche aunque muy pronto, desde el horizonte,  se levantaría una luna majestuosa, una luna llena cargada de mensajes y de sensualidades, de promesas y de deseos todavía no  cumplidos. Era esta  fiesta el antiguo modo de volver a poner en su lugar el desorden del mundo cuando la muerte sorprende a alguno de sus hijos. Irse sin dejar nada atrás  ni una pequeña moneda adeudada, ni un acto de deshonra sin ser castigado o perdonado, sin un gusto intenso que no volviera  a ser gozado.
El homenajeado, algo chispeado por el incesante subir y bajar del vaso de cerveza, estaba culminando parte de la tarea encomendada. Con el sopor del sueño y las ganas de que todos se fueran de una vez, se puso de pie como pudo y llamó, por favor, a silencio.
-Queridos amigos. Vamos a compartir estos últimos momentos con respeto y sabiduría. En este instante  recuerdo que no he cumplido con todos los mandatos y bien sabemos que si no lo hago no descansaré en paz y mi espíritu entonces vagará por estos montes en eterno sufrimiento. Aquí tengo, para usted, doña Laura Machaca, un dinero que le debía desde aquella vez, hace años, cuando estuve tan enfermo. Por favor, abuela, acérquese y reciba estos billetes y perdóneme por haber sido medio olvidadizo.
Doña Laura, con sus casi 100 años, se movió lentamente y recibió el dinero luego de besar en la frente al finado Víctor. Luego, éste, como si le costara  pronunciar las palabras, dijo con cierto pesar:
-Por favor, Carlos y Ana. Vengan  un momento a mi lado. -Los jóvenes esposos se levantaron con aparentes pocas ganas  pero con la obediencia que significaba participar de la ceremonia del Ajayu-. Antes que otra cosa, voy a pedirte, amigo Carlos Mamonde, que me prometas que sea lo que yo te diga, perdonarás toda ofensa que sin saber hayas recibido y que lo que voy a confesarte no solamente liberará mi alma del pecado sino que también a usted le dará paz por el resto de su vida. ¿Prometido? No es necesario que haga un juramento, sólo diga sí o no.
-Le doy mi palabra, don Víctor, aunque presumo qué es lo que va a decirme.
-Entones, mejor así, para ganar tiempo y ahorrar disgustos. Sepa que alguna vez en mi pasada viva, cuando yo estaba revestido con el calor de la sangre, tuve ocasión de amar a su mujer. Espere, no monte en actos de odio ni de venganza. Fue apenas en un par de ocasiones que su hermosa Ana Tarqui me dio las bendiciones de su cuerpo. Así que ambos lo hemos engañado aunque usted quedará para siempre prisionero de su promesa. Si se considera más agraviado de lo que esperaba, puede darme un puñetazo en la cara porque bien sabemos que matarme no podrá porque ya estoy muerto. Así es.
Carlos Mamonde y su mujer se miraron mezclando la sorpresa, la vergüenza, la compasión y el amor que el momento les inspiraba. Lo cierto es que ese tema ellos lo habían conversado en su momento, lo habían archivado en los cajones de la comprensión  y el buen  deseo de continuar juntos en una larga vida.
-Pues nada tengo que reclamarle, don Víctor, puesto que yo también he sido deudor de mi mujer cuando durante semanas usted permanecía trabajando en las minas y yo pasaba a consolar a la Inocencia, su esposa.  Así que una cosa por otra, una ofensa por otra. Usted cubrió a mi Ana un par de veces y yo a su querida Inocencia, muchas veces más.
La mujer del muerto se ruborizó  y apenas si bajó la cabeza con una media sonrisa que podía significar complicidad y burla, desdén y alivio por sentir que el aire de la culpa salía de ella y se disipaba en el atardecer. Unos pocos murmullos en los invitados, alguna risita sofocada y breves comentarios que eran como un lacre sellando un papel oficio. Todo estaba en orden. Era el momento de partir.
-Gracias –dijo Ángel Mamani en nombre del muerto-, muchas gracias por haberme acompañado en este glorioso  y último día en este mundo. Vuelvan, por favor, a sus casas. Que todos regresen porque todavía tengo que resolver con Inocencia algunos asuntos pendientes de los cuales nadie deberá tomar parte. No es algo que a ninguno le ataña más que a nosotros y como el tiempo se me va acabando, gracias nuevamente. Adiós. No me olviden.

El último deseo
         Y lentamente llegó la noche. Con la primera oscuridad Inocencia encendió el viejo farol que colgó en el alero de la casa. Sentados en los sillones de mimbre donde durante años los esposos habían pasado largas horas conversando y preparándose para ir con entusiasmo a la cama, el hombre y la mujer aguardaban envueltos en amable  silencio lo que debería decirse o callarse para siempre.
         -Me ha sorprendido, Inocencia, saber que Carlos Mamonde te visitaba cuando yo estaba ausente. ¿No te parece que debiéramos hablar para que yo regrese sin una sola mancha en mi honor de esposo?
         -Ya no hay mancha alguna puesto que hace apenas unas horas ustedes, los hombres, se reconciliaron y dejaron sus faltas en el olvido.
         -No sé si podré aceptar tus palabras. Soy por última vez tu marido y como tal también puedo exigirte, pedirte que me des lo que se me apetezca. No estás en condiciones de rehusarte ni herirme ni abandonarme en estos momentos en los que voy sintiendo como si mi ánima comenzara a disolverse en la oscuridad. La noche nunca ha sido buena con los muertos.
         La viuda guardó silencio unos momentos, luego se levantó y fue hasta la cocina, llevando con ella el tiznado farol. Encendió el  fogón y puso a calentar una olla. Regresó sin prisa.
         -Ha quedado algo de comida, Víctor. ¿Quieres que ponga la mesa y cenemos?
         -No me negaría por ningún motivo. Es mi última cena, aunque aún me falta cumplir el más íntimo y sagrado de todos mis deseos.
         Inocencia fue y volvió sin hacer comentarios. Puso un mantel floreado, la panera, una botella de cerveza y dos vasos, cuchillo y tenedor y dos platos con restos del almuerzo.
         -No es mucho, Víctor, pero te agradará este trozo de cerdo bien picantito que he reservado para este momento. De las ensaladas apenas ha quedado una fuente con papas. Sírvete, por favor.
         -Vamos a comer, entonces, y gracias por tu gentileza. Aunque en realidad soy Ángel Mamani, estar aquí con estas ropas, sentado a la mesa, en un lugar en el que muchas veces había deseado estar, me da una extraña confianza en la vida y un sentimiento de caridad hacia los muertos que antes no había pasado por mí.
         Comieron en silencio mientras sobre el horizonte comenzó a elevarse una luna gigantesca, rojiza y abundante, grave y atropelladora. El valle y los montes caían en la pereza del sueño mientras un aire fresco reemplazaba el sopor de la tarde de verano.
         La mujer llevó la vajilla a la cocina, la lavó y secó como si necesitara extender la paciencia del tiempo. Puso agua a hervir y preparó dos tazones de té azucarados. Volvió con  pasos suaves y se sentó junto al hombre que la observaba con deseo y tristeza.
         -¿Te sirves?
         -Sí, Inocencia, me vendrá bien un poco de té después de tanto comer y beber.
         -Supongo que está llegando la hora de que vuelvas a tu hogar. Te estoy agradecida  por todo lo que has hecho hoy. Es un tiempo que toca a su fin, un tiempo que dejará atrás una vida con Víctor, los años de trabajo, de  pobreza y cansancio. El tiempo de haber vivido sin poder recibir la gracia de tener un hijo. Esa es mi mayor pena, Ángel, que mi esposo no haya podido tener en sus brazos un hijo de mis entrañas,  aunque no fue por su culpa sino porque yo no soy mira marmi, soy una mujer estéril, soy sumu qhuxu, una hembra solitaria y sin hijos. ¿Comprendes?  
         -Sí, por supuesto que te comprendo y lo lamento pero no me llames Ángel, por favor. Hasta que regrese por el mismo camino que me trajo a esta casa, soy Víctor Palenque. No confundamos lo que cada uno tiene que hacer y que decir. No cambiemos de tema.
         -¿Acaso no está todo concluido? ¿Qué esperas?
         -¿Qué espero? Lo que esperé durante cientos de veces, cada vez que de noche me quedaba solo en los establecimientos miserables de las minas y pensaba en ti, en tu cuerpo, en los goces postergados mientras no era yo sino el amigo Mamonde quien me reemplazaba.
         -No volvamos a tocar ese tema, por favor.
         -No volveré a hacerlo, Inocencia, pero te será fácil comprender que mi último deseo antes de volver a ser un alma invisible, es que nos vayamos ya mismo a la cama. Ardo de deseos, carajo, y no voy a admitir ninguna súplica.
         La viuda se cubrió los hombros con un chal porque empezaba a sentir frío. Se levantó y fue hasta el dormitorio, encendió una vela y entornó la ventana. Sin prisa, envuelta ahora en la magia que produce el choque de la vida y la muerte, el deseo y la desesperanza, empezó a desnudarse. Se soltó las trenzas y apenas vestida  con una enagua se cubrió con una sábana y esperó.
         El muerto fue hasta el baño, el mismo que él había instalado cuando se casó. Hizo lo que tenía que hacer y se lavó la cara y las manos y volvió a sentarse un momento bajo el alero. Encendió  otro cigarrillo y aunque le repugnaba recordó que Víctor fumaba y que el aroma del tabaco ingresaría por la ventana del dormitorio llevando su mensaje.
         Momentos después él también se desvistió y al levantar las sábanas miró ese cuerpo aún joven y sensual, amistoso y a la vez distante, ajeno a sus deseos por toda una vida y ahora próximo, manso, limpio de toda culpa, como en la primera vez, en la noche de bodas.
         -Voy a pedirte, algo, Víctor. Por favor.
         -¿Qué deseas?
         -Voy a apagar la luz, para tener ante mí tu verdadera imagen. No te ofendas, Ángel, necesito que me comprendas. Ahora, no voy a decir una palabra más. Quiero ser tuya.
         Y fue así  que se cumplió el último y más intenso deseo que todo hombre tal vez conserve si al morir ha muerto insatisfecho.  La luz de la vela ausente dejó que la brillante luna penetrara sin piedad en el dormitorio. Todo quedó de pronto envuelto por una brillantez distinta y sensual. Los cuerpos se fueron acomodando de un modo y otro, al costado, arriba y abajo, y las voces apenas sofocadas hablaban de la gracia y de la gratitud que anteceden a la vida divina.
         Víctor e Inocencia, por mérito del antiguo rito del  Ajayu, repetido miles de veces en miles de años, pusieron en orden las dimensiones de los mundos que se alteran y destrozan cuando sobreviene la muerte. Exhaustos, se quedaron dormidos recién al manso  amanecer. El despertador de los gallos anunció la venida del nuevo día. Todo lo que tenía que hacerse y decirse se había cumplido.

El regreso del muerto

         Agobiado por el largo viaje, a paso lento pero animado por la proximidad del hogar, Víctor Palenque encendió un cigarrillo, satisfecho por el término de la ausencia, por lo que sabía que estaba aguardándolo. Una rica comida, una buena cerveza y el regalo que Inocencia siempre le ofrecía cada vez que volvía del trabajo.
         Mientras tenía ante sus ojos la figura de su casa, vio salir a un hombre por la puerta que da al alero. Un hombre que parecía no tener apuro ni temor en ser reconocido. ¿Quién será ese tipo? Pero sí, ya lo reconozco, es mi compadre Ángel Mamani y tiene puesto mi viejo traje azul y mi camisa y mi corbata roja. ¡Demonios! ¿Qué habrá sucedido?
         Al mismo tiempo, el que salía de la casa sintió que sus piernas no lo soportaban. Un intenso calor cubrió su piel y un gusto seco le llenó la boca. No podía creer lo que estaba viendo.
         -¡Pero si es el mismo Víctor en persona!
         -Hola, compadre, ¿qué anda haciendo a estas horas por mi casa? ¿Tiene algún problema? ¿Le ha sucedido algo grave a mi mujer?
         -Espere un momento. Déjeme tomar un poco de aire que luego le explicaré todo lo que ha sucedido después de su muerte.
         -¿Cómo después  de mi muerte? ¿Cuándo he fallecido yo?
         Ángel Mamani contó entonces que quince días atrás, el administrador de la compañía  Minera Inti Raymi trajo la mala noticia y horas después llegó  el ataúd con el cuerpo del finado Víctor Palenque. Había ocurrido una explosión  de dinamita y como el cuerpo estaba destrozado nadie pudo ver el cadáver.
         -Pero si no he sido yo quien murió en aquella explosión en la mina Cori Kollo, compadre Mamani. Míreme bien, soy yo y estoy vivo. No soy un fantasma. 
         -No entiendo, explíquese por favor. Para nosotros y para la justicia, usted está muerto, amigo Víctor.
         -Pues fácilmente voy a demostrar que no fui yo quien estaba hecho pedazos en ese cajón sino el pobrecito de mi ayudante, Dionisio Choque, un joven  que por error esa mañana tomó mi ropa de trabajo en la cual yo siempre guardaba mi documento de identidad. Fue tan terrible la explosión que varios volamos por el aire, aunque yo, que estaba algo distante,   me hice apenas unos raspones.
         -¿Y de ahí?
         Yo seguí trabajando y hace apenas dos días que estoy volviendo de licencia  a mi hogar, feliz como nadie en este mundo y ahora más feliz que nunca sabiendo que no he muerto, pues. Y ahora, cuénteme, compadre Ángel todo lo que sucedido en mi ausencia.
         Los dos amigos se acuclillaron según la costumbre y encendieron cigarrillos. Como el protagonista del Ajayu llevaba en un bolso  la última botella de cerveza Huari la compartieron  hasta que no quedó una gota.
         -Lo lamento, compadre Víctor, su familia y los vecinos me pidieron que regresara, vestido con sus ropas a despedirme y dejar en claro, como acabo de contarle, los asuntos pendientes. Todo está hoy, domingo, en perfecto orden. No hay nada que reclamar  ni nada que le sea exigido. El mundo está en orden, como decían nuestros antepasados.
         -Usted ni imagina, Ángel, cómo me siento. Sorprendido, agradecido, renovado como si me esperara una nueva vida. Y ahora, cuénteme sobre mi hermosa Inocencia. ¿Cómo está ella?
         -¡Cómo quiere que esté! Me extraña, Víctor, su pregunta. Ella ahora está durmiendo, satisfecha, agradecida a la vida  y muy enamorada de usted. Créame, se lo digo yo quien durante dos días he vivido en su nombre. He sido Víctor Palenque y  he honrado su ausencia, como vecino, como amigo y como esposo. ¿Quiere que le mienta?
         -No le estoy pidiendo que me mienta, compadre. Démonos un abrazo y que cada uno vaya siguiendo su destino.
         Volvieron sus espaldas y tomaron el camino que cada uno debía tomar. Víctor, con esa inclasificable energía que a veces acude al cuerpo de quienes han sido engañados por su mujer y Ángel, el verdadero héroe de una simple historia que sólo es capaz de conservar  una antigua y armoniosa cultura aymara. Había comido y bebido y arreglado asuntos pendientes y recibido el encanto de la mujer deseada a la que  ofrecen los dioses en plenilunio como premio y compensación por tanta muerte, por tanto sufrimiento.
         -Estaba buena la Inocencia.

*









 









   
     VARSOVIA

NÜRENBERG

BARILOCHE



ÁNGELES Y BESTIAS


¿Por qué estrechísimas dimensiones se desliza el poder de la voluntad, el libre albedrío que hace posible los cambios, las transformaciones  del hombre, de las especies y los  mundos, la energía que quiebra la resistencia del orden y nos ofrece  inesperadas mutaciones?
Pero, ¿por qué continuamos formulando esta  misma y antigua pregunta?  ¿Acaso los grandes maestros no nos han repetido hasta el cansancio: no sean ingenuos, no existe la evolución?
Si no existe ninguna posibilidad de evolución significa que estamos perdidos, que apenas somos débiles criaturas sometidas por un poder irresistible, condenadas sólo  a recibir  y completar un breve tiempo de vida legislado por un  impecable destino. No somos entonces creadores sino apenas reproductores, actores de reparto en una Obra cuyo autor repone una y millones de veces y en la que no podemos elegir un rol, un protagonismo sino que por expreso mandato o por azar o por error deberemos cumplir estrictamente con lo que ha sido fichado en el libreto. Todo intento subversivo es castigado y para que no queden dudas nos es permitido echar una mirada a la historia y a las filosofías  de las civilizaciones y si queremos ahondar un poco más hasta  quedarnos convencidos, buscar a los personajes de la tragedia en los mejores libros de la literatura.
Entonces, si no existe ninguna capacidad de modificar nuestras vidas  aunque estemos convencidos de lo contrario, ¿qué significan los sueños, las premoniciones, las advertencias, las señales, el imán irresistible del mañana?  Alguien tiene que explicarnos   qué  hace  posible el progreso de la ciencia, de la tecnología, de la manipulación biológica, de las transformaciones sociales y culturales que están documentados en los relatos de la Historia. ¿Estamos transgrediendo las leyes o simplemente los cambios son apenas órdenes que provienen del Sistema? 
No sabemos, a causa de esas reflexiones,  cómo  empezar a contar una historia porque estamos confundidos, justamente, sobre la tarea que cada uno debe realizar. Unos hacen el papel de esclavos, otros de amos, ahí vienen los héroes y junto a ellos los traidores, los que dan su vida por otros y los que quitan las vidas, los humillados y los torturadores. No sabemos cómo se reparte la fealdad y la belleza, el pan y el hambre, los gozos y los sufrimientos, los méritos y las deshonras.
Tampoco sabemos distinguir con precisión  lo que se llama realidad y lo que se define como ficción. La realidad vendría a ser el molde inalterable que fija los caracteres, las particularidades, la prepotencia del poder original. Crear ficción, en consecuencia, debería ser aceptado como un acto subversivo, revolucionario, que atenta contra el ordenamiento dogmático  de la vida. Vamos a intentar, mediante el sencillo ejercicio de la escritura,  encontrar un punto de contacto, una alianza  que una los extremos y nos permita continuar buscando el sentido de lo que pretendemos mostrar.
Así es que vamos a dejar el tema de  la introducción para posteriores debates  para  presentar dos vidas: las de dos mujeres que en su tiempo  significaron  dos modelos, más bien debiéramos   decir dos arquetipos cuyos moldes se pierden en la oscuridad de las viejas historias del mundo. Iremos paso por paso creando el indispensable suspenso que justifique seguir leyendo hasta el punto final para regresar, si se justifica, a las meditaciones iniciales.
El 15 de febrero de 1910 nació en Otwock, Polonia, una niña que sería bautizada en la religión católica como Irena Sendler cuya infancia y juventud transcurrieron en la martirizada Europa sin que conozcamos mayores detalles salvo que completó sus estudios como enfermera y que trabajaba para el Servicio de Bienestar Social de Varsovia.
En 1939, la invasión alemana trajo ocupación militar y también pobreza, indigencia y sufrimientos a miles de familias que recibían un plato de comida en los establecimientos comunitarios en los cuales trabajaba Irena. Con sus compañeras juntaba ropas y comidas para ancianos y huérfanos,  fueran católicos o judíos. Ella  explicó estos gestos muchos años después cuando dijo: Fui educada en la creencia de que una persona necesitada debe ser ayudada de corazón, sin mirar su religión o nacionalidad.
Como bien sabemos, los horrores siguieron aumentando  cuando los nazis separaron un sector de Varsovia y establecieron allí el memorable gueto en el que se hacinaban y morían miles de  personas. Irena Sendler, conmovida por los acontecimientos se unió a la Zegota, el Consejo para la Ayuda de Judíos junto a su inseparable amiga Irena Schultz. Obtuvieron como ciudadanas polacas sendos documentos que las habilitaban para  realizar tareas contra las enfermedades contagiosas. Como los alemanes temían que una epidemia  de tifus pudiera afectar también a su ejército permitieron que estas mujeres pudiesen ingresar al Gueto para controlar a los enfermos.
No bien tomar contacto con cientos de matrimonios cuyo destino previsible eran los campos de exterminio,  la enfermera sugirió la posibilidad de ir sacando uno por uno a  los más pequeños y entregarlos a familias que estaban dispuestas a cuidarlos hasta que terminara la guerra. ¿Pero acaso una madre estaría dispuesta a dejar a sus hijos con extraños?  Además, bien se les explicaba que no había ninguna garantía sobre el éxito de las operaciones. Aquellos que estuvieran dispuestos deberían aceptarlo en el mayor secreto. Y así comenzó una increíble historia. ¿Fue la voluntad de Irena o su destino el que hizo posible su odisea?
Los pocos testigos que aún quedan en este 2008, atestiguan que para no  llamar la atención y también como signo de confianza hacia las familias judías, Irena llevaba un brazalete con la Estrella de David mientras se desplazaba por las calles del gueto. Procuró convencer a una familia y otra sobre la suerte que les esperaba a los niños si no eran sacados de aquel sector amurallado. Muchos padres querían salvar a sus hijos pero no se atrevían a entregarlos y fue así como en numerosas oportunidades cuando las enfermeras regresaban para continuar su tarea de salvataje muchas familias ya habían partido en los trenes que los conducían a los campos de la muerte llevando con ellas a sus criaturas.
De manera silenciosa y clandestina, Irena Sendler y sus amigas  fueron sacando a los más pequeños con el pretexto de que estaban enfermos de tifus. Emplearon todas las artimañas posibles, desde las ambulancias de socorro a cestos de basura, cajones de fruta y hasta ataúdes. Primero docenas, luego cientos y al final miles de niños iban siendo rescatados de la locura nazi.
Jolanta, era su nombre de guerra, el nombre por el cual los niños la conocían y la volverían a reconocer muchos años después. De manera precisa ideó un archivo en el cual anotaba el nombre de cada niño y de sus padres y el de su nueva  identidad. Todo iba bien hasta que los servicios secretos de los nazis descubrieron sus actividades. En 1943 fue arrestada por la Gestapo y llevada a la prisión de Pawiak donde fue reiteradamente sometida a sesiones de interrogaciones y torturas. Pero su fe y su fortaleza le permitieron no delatar a ninguno de sus amigos y colaboradores y mucho menos a las familias que entonces eran custodia del los niños judíos. Ella era la única del grupo de enfermeras que guardaba la lista con los nombres de cada niño  salvado del horror.
Según la biografía de Irena que pronto será llevada al cine, fue sentenciada a muerte y mientras aguardaba el momento de su ejecución, un guardia alemán (¿un ángel vestido de soldado?) que la conducía a un nuevo interrogatorio, apuntándola con su fusil  le dijo: ¡Corre! ¡Corre! En realidad lo que había sucedido es que los miembros de la Zegota habían sobornado a los alemanes para que suspendieran la sentencia. Al día siguiente, con una nueva identidad, siguió colaborando con la resistencia mientras su nombre figuraba entre los que habían sido ejecutados por traición el día anterior.
En 1944, según los registros que ella había escondido en dos frascos de vidrio y sepultados en el jardín de un familiar, eran 2.500 los niños que esta humilde mujer y sus compañeras habían salvado. “Si muero  antes de que termine la guerra –suplicó- entreguen estos frascos a las autoridades”. Ese mismo año se produjo el Levantamiento de Varsovia y felizmente Irena Sendler continuaba viva. Ella misma desenterró los frascos y entregó el listado al comité de salvamento de los judíos que habían sobrevivido. Los niños que no tenían una familia fueron a distintos orfanatos y luego enviados a parientes o comunidades en Palestina. La mayor parte de los padres de los  niños rescatados habían sido exterminados en los campos de concentración aunque algunos vivieron el milagro del reencuentro.
Al término de la guerra, distintas entidades polacas, de las Naciones Unidas y de Israel fueron reconociendo la labor extraordinaria de la valiente enfermera y sus colaboradoras clandestinas. En 1965 la organización Yad Vashem la nombró ciudadana honoraria de Israel. Fue en ese tiempo cuando una mañana fue sorprendida por una llamada telefónica. Era la voz de un hombre que le decía: Hola, Jolanta, recuerdo su cara. Acabo del verla en los diarios.  Usted es quien me sacó del Gueto cuando yo era un niño.
Ya anciana, en 2003, el Presidente de Polonia, Alexander Kuasnieswki le impuso la más alta distinción de su país a una ciudadana: la Orden del Águila Blanca. Se la ve en las fotografías rodeada por familiares y amigos y entre ellos a la señora Elzbieta Ficowska, una de las niñas que había salvado hacía 60 años, “la niña de la cuchara de plata” como se la identificó después de la guerra.
Elzbieta tenía cinco meses de vida cuando una de las colaboradoras de Irena le dio un narcótico y la escondió en un cajón agujereado que salió del Gueto, en julio de 1942,  con un cargamento de ladrillos en un viejo carromato tirado por un caballo. La madre de la pequeña ocultó entre sus pañales una cuchara de plata que tenía grabado “Elzuma”, el apodo que le dieron al momento de nacer y gracias al cual volvería a recuperar su verdadera identidad cuando se produjo la victoria de los ejércitos aliados.
Como dice un proverbio del Talmud, “Quien salva a un hombre salva a la humanidad”. ¿Qué decir entonces de quien salvó a 2.500 vidas?
Pero dejemos a la anciana Irena y viajemos a la Alemania de 1923. Allí, en algún lugar cerca de Berlín  nació el 17 de octubre de aquel año Irma Grese, una hermosa niña rubia, que en pocos años será huérfana de madre junto a sus dos hermanos. Terminada la escuela primaria, la adolescente Irma realizó diversos trabajos en un hospital, luego en una granja y finalmente en una lechería antes de ser reclutada para la guerra. Como la mayor parte de los varones iba al frente, las mujeres debían cumplir  con el sagrado deber  de servir al Tercer Reich en el lugar y funciones que les fueran asignadas. En 1942 la oficina de trabajo envió a Irma a desempeñar tareas administrativas en el  campo de concentración de Ravensbrück.
Súbitamente, al parecer, al menos que volvamos al tema del libre albedrío o de la predestinación, Irma Grese sufrió una repentina y brusca transformación. Como integrante de las temibles SS tras un breve período de entrenamiento, la joven, bella y llamativa oficial fue enviada al célebre campo de Auschwitz en el cual se inició en tareas de control de las provisiones y el correo y en poco tiempo, antes de cumplir 20 años fue nombrada supervisora. Su hermana Elena contaría poco tiempo después que cuando Irma fue a visitar a la familia aprovechando un permiso de descanso, alardeaba de su rango y se paseaba con su flamante traje militar entonando los cantos marciales de las SS.
Pienso en este momento, con gran dolor, que es posible que en algún momento la ya temida Irma Grese se hubiera rozado con mi pequeña y amada Ana Frank y tal vez la hubiese desafiado con su mirada provocativa y amenazadora  pues su responsabilidad directa era ahora el control del las prisioneras así como la elección caprichosa de quienes serían enviadas a las cámaras de gas.
Las pocas sobrevivientes del campo de exterminio cuentan que la rubia supervisora diariamente se paseaba acompañada de un perro de ataque y golpeaba brutalmente con una fusta  a las prisioneras,  y que especialmente se ensañaba con aquellas que tuvieran los mejores pechos. Entonces con su fusta las golpeaba en los senos hasta destrozarlos sin piedad.
Se le atribuyen a la hermosa aria un número indeterminado de asesinatos. El galpón C del Campo Birkenau anexo a Auschwitz albergaba a más de 30.000 prisioneras y se estima que conducía a la muerte al menos a 30 mujeres diariamente aunque ella, cuando fue juzgada, juró que jamás había sabido de asesinatos en masa.
Fue arrestada por los ejércitos aliados en septiembre de 1945 al finalizar la Segunda Guerra Mundial y enjuiciada en el célebre Tribunal de Nüremberg por los innumerables y crueles actos de criminalidad efectuados contra la humanidad. Lógicamente, durante el período de las acusaciones, Irma Grese negó absolutamente  los cargos de asesinato pero aún después de haber sido condenada a muerte jamás renegó de su ideología nazi. Tal como lo hacía cuando visitaba a su familia con su flamante uniforme, en vísperas de su ejecución entonaba los himnos y cantos marciales de las temidas SS.
A las primeras horas del amanecer del viernes 13 de diciembre de 1945, el verdugo británico Albert Perrepoint depositó en el cuello de la joven aria la soga de la horca y accionó la palanca. Quien había sido reconocida como El Ángel rubio de Auschwitz  se convertía para la posteridad en La Bestia rubia de Auschwitz. ¿Se había cumplido así su voluntad o era apenas una triste representación teatral del cínico Destino? En este punto nos vemos obligados a recordar y repetir  lo que escribió Nietzsche, en plena incertidumbre filosófica: ¿Es el hombre un error de Dios o es Dios un error del hombre?
Dejemos atrás los cuadros miserables de la guerra y regresemos al año 2007. El gobierno de Polonia con el apoyo del Estado de Israel presenta como candidata al Premio Nobel de la Paz a Irena Sendler, actitud apoyada por la Organización de Supervivientes de Holocausto residentes en la nación judía. Recordaron al mundo que Irena Sendler era una heroína viva de su tiempo, una humilde mujer que con extraordinaria valentía había salvado la vida a más de 2.500 niños. El premio Nobel de la Paz fue en el 2007 para el ex vicepresidente de EE.UU. Al Gore.
Hace pocos días, el 12 de mayo de 2008, en Varsovia,  a sus 98 años de edad, Irena Sendler entraba en la apacible y dulce mansedumbre de la muerte. Muy pronto, en los cines, millones de personas la verán representada en una película que sin duda llevará un mensaje a los habitantes del siglo XXI. ¿Qué tipo de mensaje? ¿Se acabarán las guerras? ¿Nadie morirá de hambre?
Pero no hemos terminado porque aún no nos queda en claro el problema del libre albedrío y su opuesto, el destino. Hace miles de años en el Bhagavad Gita  se nos muestra las guerras cósmicas entre el Bien y el Mal,  y en los pergaminos de los Manuscritos del Mar Muerto descubiertos en 1947 en las cuevas de Qumran  aparecen los textos de la Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas escrito por el fundador de la escuela de los Esenios, el Maestro de Justicia, que retoma la idea del eterno combate en los mundos binarios. ¿Tendrá entonces razón el Gran Maestro cuando le dice a su discípulo: “Hijo, no existe la evolución. Escúcheme bien, no existe la evolución”.
La misma semana en la que los medios anuncian la muerte de Irena Sendler, leemos en un  matutino mientras tomamos el desayuno: Sospechan que un criminal nazi estaría en la Argentina. Sí, efectivamente, es otra bestia integrante de las SS de las que también formó parte  Irma Grese, con la diferencia de que este criminal se salvó de Nüremberg y del Mossad y aunque ya tiene 93 años sigue vivo y está entre nosotros, o en el Sur de Chile o en la bella Bariloche. El doctor Aribert Heim, considerado el más feroz nazi de la Segunda Guerra Mundial y camarada del otro célebre médico asesino Joseph Mengele ha disfrutado de nuestros paisajes, de nuestra comida y de la generosa hospitalidad del pueblo argentino. Omitimos los detalles que cuentan la maestría genocida del prófugo Heim para poner punto final a este relato porque según todos los informes que nos llegan son espeluznantes, increíblemente repugnantes.
 A esta altura ya estamos cansados de tanto mal, de tanta muerte. Honremos a la llamada “Madre de los niños del Holocausto”, Irena Sendler, “El Ángel del Gueto de Varsovia”, pues su  vida y  su obra nos regocijan y reconcilian  con las esperanzas puestas en un mundo mejor, más allá del bien y del mal, por encima del libre albedrío y de la predestinación.

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ALEMANIA




                     





EL INSOPORTABLE DESEO DE VIVIR

En una de las páginas de la monumental enciclopedia de antropología  La Rama Dorada del inglés James George Frazer, encontramos una historia alucinante que se supone tuvo origen en el comienzo de la Alta Edad Media y que circuló oralmente como la mayor parte de las leyendas de esa época y que, conjeturamos,  tenía como propósito aleccionador evitar el pecado capital que supone desafiar a Dios, puesto que la muerte nos es concedida como un privilegio que anticipa  y prepara  el camino hacia la única y auténtica inmortalidad, no la del cuerpo sino la del alma, según las disposiciones de la teología cristiana  que de ninguna manera compartimos.
Durante años hemos buscado en todos los libros que estuvieron a nuestro alcance el completamiento de ese raro suceso  que Frazer resumió en muy pocas líneas.  Dice en su primer párrafo:

Un relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón y que deseaba vivir para siempre.

Los apuntes permanecieron así durante años hasta que por frutos del sagrado azar, en el momento menos esperado,  encontramos  la vida de aquella mujer contada por un desconocido viajero español, don Pedro de Murcia y Valdivia quien, por su vivacidad inventiva o porque realmente viajó por el continente europeo en numerosas ocasiones, procuró dejar en forma de novela de viaje los registros de fragmentos que le fueron narrados por campesinos y por sus conocidos en el mundo de las letras germanas. No es nuestro propósito transcribir aquí las más de 300 páginas de Memorias de un viajero  (por otra parte verdaderamente agobiadoras)  un  viejo libro editado a fines del siglo XVIII sino la de hacer un resumen de  la vida de aquella mujer increíble y de las consecuencias que podría tener para cualquiera de nosotros un insoportable deseo de vivir más allá del los límites naturales.
Sin precisar ni siglo ni año ni fecha  alguna,  nos cuenta el relator español que Catharina Linderberg  van Holstein nació en el seno de una familia rica y aristocrática y que desde muy pequeña dio señales de una llamativa superioridad intelectual por cuyo motivo sus padres la educaron en el dominio de las lenguas, incluidas el latín y el griego, la historia universal y la teología, las ciencias naturales,  la gastronomía y muy especialmente de la enología pues los Holstein poseían grandes extensiones de viñedos y modernas bodegas en las que elaboraban las variedades de vino más apreciadas en su país.
No bien  llegar a la pubertad, la graciosa Katharina no solo era dueña de una precoz preparación libresca sino que, notoriamente, el desarrollo de su cuerpo dio anticipadas señales de sensualidad y apetitos que pronto fueron conocidos, gracias a   los  efectos explosivos del rumor,   por todos los hombres nobles  de la región. Casarse con ella era un desafío en medio de una solapada competencia por lo que la jovencita mostraba en oferta  y por las riquezas de la familia que eran por demás ostensibles y  ambiciosamente atractivas.
Si sus tutores, entre ellos el teólogo Alexander Klum, el lingüista Maximilian Gauss y el maestro de música y compositor Manfred Koelhler creían, y podían jurar que en realidad creían,  que la jovencita se iría transformando en una celebridad intelectual, se equivocaron de manera absoluta. Tal vez no había llegado ni el tiempo ni la moda en los que las mujeres competirían en igualdad de posibilidades con los hombres o porque la naturaleza produjo ciertas mutaciones incontrolables, como es común cuando observamos el destino de algunas personas, especialmente miembros de nuestra familia y conocidos.
Katharina no tuvo la paciencia suficiente para esperar y conocer cómo  era el disfrute del  amor de una recién casada  pues en poco tiempo algunos pajes,  caballerizos y jóvenes sirvientes tuvieron la ocasión de iniciarla en las artes, bastante rústicas por supuesto, de la sexualidad. No abandonó los libros ni las discusiones y diálogos con sus preceptores aunque el deseo de comer en abundancia, de bailar y reír y compartir su desafiante gozo la fueron inclinando  hacia un camino de sensualidad y disipación que la acompañarían toda su larguísima  vida.
Afligidos, sus padres creyeron conveniente cortar de un solo golpe  las habladurías de la plebe   a través del sortilegio del santo matrimonio con  Wilhelm Allstadt, un joven médico recién graduado de Lieipzig. Nuestro guía, el viajero don Pedro de Murcia y Valdivia se entretiene en docenas de páginas para contar el fastuoso casamiento con una aburrida descripción del nombre de los invitados, las ropas que vestían, los manjares que sucesivamente fueron depositados sobre las mesas, el título de las composiciones musicales,   el nombre de  cada uno de los ejecutantes  y hasta el detalle de la preparación de los dulces y confituras, sin privarnos tampoco de leer las humillantes escenas que  se sucedían cada vez que por los ventanales de la amplia cocina se arrojaban las sobras del banquete  al hambriento populacho.
Katharina y Wilhelm partieron en viaje de bodas hacia la ciudad de Munich  acompañados por un grupo de caballeros y asistentes que los protegían y servían como era la costumbre impuesta por las necesidades de los malos caminos y los salteadores que la  avaricia y la abundancia excesiva en unos pocos  multiplicaba por bosques y ciudades.
La joven esposa tenía 15 años y hambre y sed y ganas de gozar de tal magnitud que en las posadas donde se detenían para comer y dormir sus acompañantes  iban registrando  su carácter amable y divertido, el hábito de aplaudir cada vez que le servían un plato diferente de comida y los acalorados brindis que anticipaban el momento del baile aunque más  no fuera con la música de un humilde violinista  del lugar.
En el corto viaje de cuatro semanas el joven médico y sorprendido esposo descubrió que sus conocimientos científicos no eran suficientes para comprender  el carácter ni las urgencias de su esposa pero, como todo varón, temeroso de ser sorprendido por una insuficiente perfomance hizo cuanto pudo para honrar el acta de casamiento que había firmado días antes. La comitiva los seguía sometida por la obediencia laboral pero gustosamente divertida por lo que iban observando y escuchando, circunstancias que continuarían relatando hasta el fin de sus días, tal como lo  comprobamos gracias a la lectura del libro del  viajero español.
¿Que  Catharina, en un descuido de su esposo, había ingresado al aposento de uno de los mozos que los atendía en la posada del pequeño pueblo de Aham y que todos podían escuchar llenos de sorpresa y excitación cuando chillaba, daba suspiros y repetía una y otra vez: Oh mein Gott!, oh mein Gott!?  ¿Que daba pellizcos en el trasero a las muchachas que le servían la comida?  Mejor era  guardar respetuoso silencio y al mismo tiempo no perder un detalle en aquel  primero de los viajes de placer  de la señorita de Holstein.
De regreso y ya instalados en su hogar en Leipzig donde el doctor Allstadt ejercía como cirujano, la vida de la pareja siguió su rutina  durante algo más de diez años, al cabo de los cuales el trabajo profesional y la fatiga de las noches en la cama  fueron palideciendo y convirtiendo en un hombre viejo a quien nada ni nadie podría haber convencido de que una buena salud es también descanso y cierta  mesura  en las repeticiones  forzadas del hábito amatorio. De ese modo en un atardecer de otoño un ataque cardíaco fulminante dejó a Katharina convertida en una joven viuda y en camino de regreso al castillo familiar.
Las pocas semanas de luto dejaron a nuestra heroína revestida con un renovado vigor con el cual sorprendió y sometió a su amigo de la infancia y vecino de la familia, el comerciante en pieles Jürgen Zimmerman con el cual no llegó al matrimonio  gracias a que el apasionado amante de un día para otro vendió todos sus bienes y partió hacia los Estados Unidos de donde jamás regresó. Mejor sería decir huyó a tiempo   ante la inminencia de un descalabro moral y físico que había comenzado a experimentar. Fue un romance breve y violento que apenas dejó breves marcas en la extensa biografía de nuestra heroína en cuyo inventario eran, siempre,  mayores las ganancias que las pérdidas.
Cansada de la debilidad y  el mal humor de los hombres, Katharina recordó que en su adolescencia había leído un libro memorable, Oda a Afrodita,  de la griega Safo de Lesbos, del que sabía de memoria uno de sus poemas, el que decía:

-Amada Safo, triste suerte la mía tener que despedirnos.
-Vete tranquila, amor. Procura no olvidarte de mí
 porque bien sabes que yo siempre estaré a tu lado.
Cuántas horas felices hemos pasado juntas.
 Han sido muchas las coronas de violetas, de rosas,
 de flores de azafrán y de eneldo que ceñiste a mi cuerpo.

La sola mención del  nombre  de su admirada poetisa la llevó de inmediato  a escribir sendas cartas a dos de sus íntimas amigas, Kajta Schiffer y Anette Kollman con quienes compartía desde la adolescencia los fervores del deseo siempre insatisfecho de la intimidad femenina. Hicieron un largo viaje hasta el puerto de Hamburgo compartiendo la abundancia de la mesa y los vinos y la irresistible sensualidad  del amor compartido sin celos, sin violencias, sin miedo al pecado ni temor a autoridad alguna,  ni a las penitencias eclesiásticas ni a los demonios del mal. Eran tres jóvenes y hermosas mujeres que viajaban sin prisa charlando, comiendo y bebiendo, bailando donde hubiese una fiesta y solazándose en interminables sesiones nocturnas  dignas de las hijas de la legendaria  isla  perdida en un rincón del Mediterráneo.
Serenada por un breve tiempo, apenas un descanso para almacenar energías y tomar impulso y  viviendo todavía con sus ancianos padres, Katharina recibió la visita de su viejo preceptor, el obispo Alexander Klum en quien los años parecían haberse ensañado en un  cuerpo que se mostraba decrépito y  como ausente,  pero no  en su mente que dogmáticamente continuaba sosteniendo su afiebrada prédica cristiana sostenida por su oratoria iracunda y temida.
El anciano teólogo había aceptado con pesadumbre la certeza de que el camino que iba recorriendo su discípula la conduciría a grandes sufrimientos y humillaciones aunque no tenía ni la menor idea del modo en que la imprevisible naturaleza puede dotar a ciertos seres  humanos de un modo tan diferente al común como sucede con el genio y el pobre necio que ni siquiera aprende a hablar.
-Lieber Meister –cuenta don Pedro de Murcia y Valdivia que dijo Katharina como respuesta a  veladas y repetidas admoniciones del clérigo-, he tenido el privilegio de contar con auténticos y muy amados  maestros en mi educación y usted ha sido uno de los que más han influenciado en  mi carácter. Siento la vida, mi vida, no como un camino de errores y pecados sino como el advenimiento de la gloria de Dios que se va materializando profunda e intensamente en mí. ¿Qué otra cosa debería ser la experiencia sagrada de vivir? No soy menesterosa ni enferma ni desagradable ni estúpida. A pesar de que ya he pasado los 50 años, usted puede ver que el tiempo es como si no me tuviese en cuenta, como si los años fluyeran lentamente sin hacerme daño. He visto morir a mis abuelos y parientes, a mi esposo y mis padres, a compañeros de la infancia. Puedo afirmar, y perdone usted si en lo que digo hay un asomo de soberbia, que mi vida es la confirmación de que la vejez y la muerte son los dos únicos y  verdaderos pecados  a los que tenemos que  aborrecer  y  contribuir a su derrota. Debemos diariamente  confirmar el sí a la vida y un no rotundo a la muerte, negarnos a la idea de un Creador que nos condena a las humillaciones de las enfermedades, el hambre,  la soledad,  la ausencia de apetitos y finalmente a  la completa  destrucción.
El libro del cual estamos haciendo un somero resumen nada dice de las respuestas del clérigo ni añaden otra cosa que una sucesiva descripción de circunstancias que fueron acompañando la vida de Katharina Linderberg. Se sabe que no tuvo hijos, que viajó por el mundo y que tuvo amigas y amantes desdichados como el caso de Oscar Kurten, un poeta joven y tísico que se volvió literalmente loco por ella,  a la que dedicó su único libro titulado La pasión de Katia y por quien, cansado de sus desprecios y burlas, se pegó un tiro después de haberla escuchado decir:
-Quiero que grabes  tus versos sobre mi piel con tu propia savia, no sobre el papel, insípido idealista. ¿Qué pretendes? ¿Que te  comprenda, que pase mis noches oyéndote leer o recitar tus versos mientras la vida se va diluyendo como arena en las manos de un niño?  No me hagas reír.
El biógrafo español cuenta que en una vieja abadía donde pernoctó durante su viaje en una lluviosa noche de invierno, tuvo acceso al libro del desdichado  Kurten y que uno de sus poemas decía:

                             Ich möchte in Dir leben
 und dass Deine ewige Liebe
 meine Verrückheit überwindet.

         “Quiero vivir en ti/y que tu eterno amor/ trascienda mi locura”.

         La oscura cortina del tiempo continuaba desplazándose  y borrando los hechos y las vidas, envejeciendo los relatos de la historia y  eliminando seres para que otros los reemplacen, ocupen sus lugares tal como iba sucediendo con la protagonista de la leyenda  recogida  por Frazer en su Rama Dorada. Cambiaban  la sociedad, las modas y  costumbres, la forma de los edificios y los caminos, el trabajo en las fábricas y en los campos, se alternaban la paz entre dos guerras, nacían nuevos visionarios y renovados déspotas, los historiadores iban acumulando datos y elaborando cientos de inútiles libros que parecían ser la repetición de otros que justifican la idea filosófica del eterno retorno. Pero ella continuaba viviendo, atenta a los rumores del mundo y abierta a todos sus encantos  y desafíos. Sí a la vida, no a la muerte.
A sus 80 años, Katharina era una sobreviviente de su época, vivía en el viejo castillo familiar y no cesaba un día en repetir el gusto de vivir, de comer y beber y bailar,  y aunque representaba muchos años menos en apariencia, viéndola danzar y agitarse como si fuera una jovencita era patético y desagradable. Pero, siendo rica y poderosa nadie  hubiera dicho en voz alta que  era una vieja ridícula, aunque lo pensaban, algunos despreciándola, otros enfermos de envidia, los menos con simpatía y compasión.
Pagándoles con valiosas monedas algunos jóvenes accedían a compartir con ella un par de  horas en la cama  pero apenas cumplían su contrato se retiraban avergonzados o vomitando o jurando que jamás volverían a acostarse con aquella anciana todavía vigorosa y lasciva que parecía conservar en su cuerpo arrugado el vigor y el calor de una adolescente.
Don Pedro, el viajero y comentarista español, completa sus memorias de viaje contando el final   de  su  historia  de un modo que no tiene vínculo alguno con el fragmento que habíamos recogido en la  enciclopedia citada al inicio. Es el suyo  un final si no feliz al menos complaciente con los lectores de su época y al canon que marcaba los límites estéticos y morales exigidos para circular  libres de toda censura. Además y como leemos en las páginas finales, cuando el escritor español abandonó Alemania, la solitaria  habitante del castillo de los Holstein era muy vieja, pero aún vivía.
  Lo que escribió Frazer a continuación del párrafo que transcribimos al inicio,  refiriéndose  al  singular destino de Katharina Linderberg, dice:

En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio  y la colgaron en la iglesia. Todavía está allí, en la Catedral de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata, y una vez al año se mueve.

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ISRAEL






















OH, JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS


Fue Oscar Stauffer, experto en lenguas orientales en la Universidad Hebrea de Jerusalén, el traductor de los manuscritos  encontrados junto al cadáver del joven beduino Ibrahim Akkash, presuntamente asesinado por unos ladrones y saqueadores  de tumbas la noche del 31 de diciembre de 1959.
         Los pergaminos, similares a los encontrados originariamente en las cuevas de Khirbet Qumran y universalmente conocidos como los “Rollos del Mar Muerto” o “Pergaminos del Desierto Judío”, fueron entregados a Stauffer por el Arzobispo Atanasius del Convento Sirio Ortodoxo de San Marcos, quien a su vez los había recibido de las autoridades militares que habían intervenido en el extraño caso del beduino asesinado.
         Los incidentes ocurridos a partir del primer descubrimiento llevado a cabo en 1949 por la intervención fortuita de Muhammad adh-Dhib (“¿es acaso incidental –preguntaba con plena razón el historiador Matías Susenik- el acento que pone la fortuna sobre el hombre, cuando un simple cabrero hace posible mostrar  al mundo parte de las ocultas claves de su pasado?”), habían puesto en estado de alerta tanto a las autoridades policiales como a los expertos en la cuestión del análisis de una de las más estremecedoras revelaciones realizadas en el presente siglo.
         John W. Brownlee siguió cada uno de estos sucesos en forma minuciosa y los registró en su bien documentado libro, aún no traducido a nuestro idioma: “The contents and significance of the Dead Sea manuscripts”, editado por la Universidad de Nebraska en 1960.
         Stauffer fue uno de los más destacados corresponsales de Brownlee hasta 1964, año de la muerte de éste, proporcionándole una valiosa información sobre los hallazgos y traducciones que estaba realizando entonces con el importante concurso de sus alumnos post-universitarios.
         Sin embargo, sobre aquellos extraños documentos hallados entre las rígidas manos de Ibrahim Akkash y que el propio Stauffer denominó ¡Oh, Jerusalem de mis lágrimas!, se ha proyectado un espeso silencio; y son pocos los especialistas que se han ocupado públicamente de ellos. Muchos de quienes estaban justificadamente interesados en el asunto se han preguntado el porqué de tal actitud. ¿Quiénes trataron y aún procuran, medio siglo después, impedir la circulación de las traducciones efectuadas por el científico austríaco? ¿Se evita con ello una transpolación de carácter político por temor a represalias de carácter terrorista? ¿Pueden afectarse con el esclarecimiento de estos prodigiosos manuscritos, aún más de lo que están, las relaciones diplomáticas entre los países cristianos, hebreos y musulmanes? Mucho puede decirse, y mucho más ocultarse, como sucedió en todas las épocas.
         Un poco de lo mucho que podría inferirse ha llegado fragmentariamente hasta nosotros por los más insólitos caminos, pero la fuente principal de esta historia proviene de un argentino que todavía vive en Medio Oriente, David Smulevich, nacido en Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe. Radicado en Israel en el verano de 1958, este hombre fue el más conspicuo y sagaz de los discípulos del doctor Stauffer, y a su empeño debemos ahora el conocimiento de este alucinante relato.
         En una carta enviada al periodista Claudio Fantini del diario “Córdoba”, Smulevich describió detalladamente la conversación que mantuvo con su profesor en forma precisa y por momentos  literal, haciéndole llegar, además, copia traducida del manuscrito ¿Oh, Jerusalem de mis lágrimas! Lo que sigue es un intento por reconstruir en la forma más simple e inteligible, la sustancia de aquel diálogo y del método empleado para desentrañar una respuesta al antiguo misterio de la predestinación.


         -David –dijo el doctor Stauffer, mostrándole unos papeles que estaban sobre su escritorio-, acabo de concluir la traducción de los rollos de los que te había hablado y hay algo en esos textos que no me conforman. Sinceramente, me disgusta el modo en que me he sorprendido razonando. Por eso te he llamado, para compartir contigo algunas ideas antes de sacar conclusiones apresuradas.
         -¿Acaso son estos los documentos encontrados hace unos meses junto al joven árabe asesinado?
         -En efecto, no me he separado de ellos desde entonces, guardándolos celosamente como el tesoro que estoy seguro son, analizándolos y tratando de obtener la más genuina y pura traducción. Conozco en estos momentos su significado palabra por palabra, no tengo ya la mínima duda acerca de su contenido. Si embargo, es más grande la preocupación que el gozo por el trabajo realizado.
         -Eso significa, doctor Stauffer, si estoy en lo cierto, que más allá del interés puramente lingüístico, la traducción le ha significado una especie de perplejidad filosófica. ¿Es así?
         -Sí, David. Te aseguro que estoy estupefacto, todo por culpa de esa inveterada costumbre que tengo de sorprenderme a mí mismo cada vez que pretendo asir lo inasible.
         -¿Cree usted con sinceridad que esos viejos textos contienen algo que puedan realmente sorprenderlo? No me diga que sí, porque voy a centuplicar mi curiosidad por el asunto.
         -Si todo se redujera a la sorpresa, me sentiría  conforme, ya no tendría que agregar nada más. La sorpresa ha sido para mí un mecanismo de suspensión de la corriente lógica, un modo de penetrar sigilosamente en la aventura de la visión interior. Pero no estoy sorprendido sino confundido. Eso es malo para un investigador, pero mucho peor para quien, como yo, no se conforma con ser sólo el traductor de la simbología de la escritura.
         El doctor Stauffer, con sumo cuidado, extendió uno de los rollos sobre el escritorio. Luego sacó un trozo de papel que guardaba en uno de los cajones y se lo entregó al joven estudiante.
         -Mira lo que está escrito aquí. Observa cuidadosamente  cada uno de los rasgos de la escritura.
         -Está escrito, indudablemente, en hebreo antiguo-  respondió Smulevich, después de un instante de aparente duda.
         -Sí, sí, eso es fácil de observar. Lo curioso es que esta escritura es reciente, y tanto la tinta como el papel empleados cualquier persona podría adquirirlos en las librerías de la ciudad. No tiene dos mil años como los otros rollos que estamos analizando. Alguien, hace apenas unos dos o tres meses, ha redactado este manuscrito en papel corriente con una simple estilográfica, en la misma forma en que lo hubiera hecho una escriba durante el período de la dominación romana en Palestina, aproximadamente en la época que corresponde, como todo el mundo sabe, al nacimiento del cristianismo.
         -Pudo ser sencilla y simplemente realizado por un buen estudiante –dijo Smulevich sonriendo-. Yo mismo podría haberlo redactado o copiado. ¿Dónde está la diferencia?
         -¿Copiado? Me parece, jovencito, que usted no sabe adónde quiero llegar. No existe en el mundo un texto similar a este pergamino. He verificado centenares de microfilms y consultado a colegas amigos y todos concordamos en su legitimidad. Ambos textos, el de este viejo rollo como el grabado sobre  un moderno papel, han sido redactados y escritos por la misma persona, de eso no cabe duda alguna. Sin embargo, no es ésta una conclusión satisfactoria. ¿Recuerdas el caso de Ibrahim Akkash?
         -¿El beduino asesinado?
         -Eso mismo. Todo este material fue encontrado junto a su cadáver. ¿Recuerdas la descripción que fue publicada  en su momento?
         -Sí, por supuesto. Según el informe del médico forense, se trataba de una persona de aproximadamente 25 años, vestido a la usanza tradicional de la gente de su raza y aparentemente fue, como la mayoría de ellos, un verdadero rústico, pobre y seguramente analfabeto.
         -Eso es todo lo que creemos saber de él –dijo el doctor Stauffer con voz vacilante-. Es la descripción superficial y fácil que se acostumbra formular en estos casos. Sin embargo, contra toda apariencia, este hombre trató de hacernos llegar un mensaje. Digo mal, nos hizo llegar una compleja y terrible revelación. Por su apariencia exterior era un menesteroso beduino del desierto, y aún si aceptamos que haya sido educado en la cultura de su pueblo, nos hubiera dejado su mensaje escrito en caracteres árabes y no en hebreo antiguo. Aquello, aunque tampoco es fácil de aceptar, habría sido natural, más razonable. En cambio, Ibrahim Akkash trató de entregar una comunicación personal escrita en el antiguo idioma que se utilizaba en este mismo lugar, en Jerusalem, hace dos mil años. Por eso te repito que  cuantas más vueltas le doy al asunto menos alcanzo a entender.
         David Smulevich se había quedado en silencio, mirando a través de los amplios ventanales el paso de los vehículos y de la gente que a esa hora transitaba frente al edificio de la Universidad.
         Oscar Stauffer leía, mientras tanto, el encabezamiento de otro de los textos depositados sobre su mesa de trabajo.
         -Podría tratarse –dijo el joven, volviéndose hacia su profesor-, de una ingeniosa patraña de alguien que desea burlarse de gente como nosotros. ¿Acaso sería la primera vez que tratan de desacreditar todo lo relacionado con los “Rollos del Mar Muerto”?
         -Oh, David, tus palabras me suenan altisonantes y poco convincentes. No sobrevaloremos tan precipitadamente a los falsificadores de documentos bíblicos ni a los detractores de la ciencia paleontológica. Analicemos con cuidado cada uno de los elementos   que disponemos en el justo orden que  exige el método de análisis. Evitemos los preconceptos y no nos dejemos abrazar por la sensualidad de la fantasía. ¿De acuerdo?
         -Conforme, profesor.
         -En primer lugar vamos a exponer ante nuestro mejor criterio este escrito que he traducido como Salmo del perdón el cual  es una parte del rompecabezas que te propongo me ayudes a completar. ¿Está claro?
         -Sí, por supuesto.
         -Bien, convengamos que  este manuscrito estaba junto al cadáver del joven beduino asesinado.
         -Eso no prueba que él fuera su autor. Pudo haberlo descubierto en cualquiera de las centenares de cuevas de Khirbet Qumran como lo hicieron otros tantos de su pueblo.
         -Convenido. También pudo haberlo robado.
         -O encontrado en cualquier sitio. Pudo haberlo recibido como obsequio o como pago por un trabajo cualquiera. Tengamos en cuenta que lo que para nosotros puede valer una fortuna, para otros sería  un papel de menor importancia.
         -Sí, sí. Eso tampoco es fundamental para mi análisis. No hace al fondo de la cuestión. La hipótesis realmente asombrosa es que Ibrahim Akkash, nacido el 13 de agosto de 1934, según el documento que portaba entre sus ropas, era otra persona. En el sentido en que legal y socialmente damos a una entidad humana, Ibrahim Akkash no era Ibrahim Akkash.
         -No entiendo lo que quiere decir, profesor Stauffer. Eso de que tal persona se llamaba de un modo pero que se trataría de otro individuo, no me parece muy juicioso.
         -Yo tampoco lo entiendo claramente. Sin embargo, hay algo real en todo esto: ese hombre, cualquiera que fuese, sabía cosas que difícilmente podrían saber los de su raza y menos los que, en apariencia, pertenecen a su clase social.
         -Entonces, ¿quién era realmente? Si usted afirma que Ibrahim Akkash era otra persona, el documento que llevaba junto a él era, en consecuencia, falsificado. ¿Quién era en realidad? ¿Un terrorista musulmán? ¿Un contrabandista de documentos bíblicos? ¿Un espía?
         -No, no quiero decir nada semejante. Para continuar este diálogo es necesario, mi querido David, que me permitas  soltar algunos disparates, de lo contrario voy a explotar. Por un momento vamos a encuadrar la conversación dentro de un paréntesis de aparente irracionalidad. A partir de ahora y por unos instantes nos permitiremos ser únicamente dos amigos en la mesa de un café en Tel Aviv que dan rienda suelta a su imaginación, desprovistos de toda responsabilidad científica. Por favor, no digas nada. No expreses adhesión o burla ante lo que voy a decirte porque el asunto es más solemne de lo que puedes suponer.
         -Está bien, doctor Stauffer, seré su testigo simple, la caja de resonancia de su imaginación y, si usted me lo permite, también abriré la mía para que el juego inventivo sea más sustancioso.
         -Gracias, David. Sé que esto te estará resultando un disparate y, en consecuencia, lo tomaremos como una licencia puramente literaria. Nada más que ciencia ficción. ¿Estás de acuerdo?
         -Completamente. Me salgo de la vaina, como dicen en mi país, por escuchar lo que va a decirme.
         -Bien. Escucha atentamente sin perder un detalle. Ibrahim Akkash llegó a Jerusalén proveniente de Transjordania, con sus documentos de identidad en regla. No existen antecedentes políticos ni policiales sobre su persona. Vivía en un medio inhóspito, lejos de toda cultura, desprovisto del menor contacto aún con la educación elemental.
         -¿Cómo se pudo comprobar esto último?
         -Por la simple razón de que en su cédula de identidad no figuraba su firma; había puesto su impresión digital porque no sabía leer ni escribir.
         -Entiendo.
         -Para un joven beduino del desierto, un manuscrito antiguo significa en estos tiempos únicamente dinero, la posibilidad de hacerse rico. Han llegado al extremo de cortar los rollos para vender sus pedazos al mejor postor. Las cuevas de Khirbet Qumran han sido devastadas por saqueadores y aventureros desde 1949 hasta hoy. Es casi imposible encontrar un documento completo. No obstante y tal como puedes comprobar, los que tenemos ante nosotros están intactos. Parecen haber sido mantenidos en una caja fuerte a prueba de siglos.
         -Realmente increíble, no había observado ese detalle.
         -Eso no es todo, David. Observa estos rollos que también se encontraron junto al cadáver del beduino. La naturaleza esencial o estilo del texto y la lengua utilizada, así como los caracteres empleados por el escribiente, son los mismos que los del “Salmo del Perdón”. Su antigüedad, calculada por análisis criptográficos y pruebas de radioactividad prueban que su origen se remonta también, como el anterior, a casi dos mil años. 
         -¡Dos mil años! ¡Eso es imposible, doctor Stauffer!
         -¡Ah!, por fin te asombras. Convengamos entonces que es inadmisible que una misma persona pueda escribir un texto en el más puro estilo masorético, parte del cual se confeccionó durante la época de Jesús y el resto hace tres meses, en nuestro 1960. Las pruebas a que hemos sometido ambos escritos son concordantes: la escritura fue hecha por una misma persona, cosa que muy difícilmente podría ocurrir en este mundo mientras este mundo siga siendo lo que es. La irreversibilidad del espacio y el tiempo y todas esas cosas que confirman nuestra única realidad.
         -De acuerdo, doctor Stauffer, pero ahora permítame disentir diciéndole que las probabilidades matemáticas podrían acudir en nuestra ayuda despejando esa curiosa y molesta incógnita. El cálculo de probabilidades y…
         -Está bien. Aceptemos que esa probabilidad se dio en nuestro caso. Dos individuos, totalmente ajenos entre sí y distanciados por dos mil años de vida escriben en la misma lengua con caracteres no solo semejantes sino idénticos.
         -Pero esa conclusión, más bien artificiosa, no explica en modo alguno lo que usted está tratando de decirme. ¿O me equivoco?
         -No te equivocas, David, porque ese joven y posiblemente analfabeto beduino, asesinado por personas y razones desconocidas, afirma todo lo contrario de lo que nuestra ciencia y la regularidad matemática pueden admitir aún en casos extremos de aceptabilidad. Ibrahim Akkash, afirma en uno de los textos, que en su vida anterior fue nada menos que…pero no, no me adelantaré un solo paso en el análisis, y menos aún a la conclusión. Continuaremos desmadejando la historia paso a paso, siguiendo el molde de nuestro clásico criterio de trabajo para obtener después una armoniosa recomposición. Si me desvío o contradigo deberás interrumpirme de inmediato.
         -No creo que sea necesario, pero lo intentaré.
         -Bien. Nuestro personaje central, Ibrahim Akkash, fue impulsado en dos oportunidades por un diferente propósito: la primera ocurrió casi dos mil años atrás, cuando era uno de los más importantes seguidores de la doctrina que entonces predicaba Jesús, el Cristo. Por la evidencia del texto traducido por mí y que tenemos ante nuestros ojos, la persona que el joven beduino asesinado dice haber sido, dejó en el manuscrito que he titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas”, el testimonio de una franca y combativa personalidad espiritual. No tenemos evidencia aún de quiénes fueron los destinatarios de su testamento místico, pero tampoco es difícil deducir quiénes podrían haber sido. El documento, por su apariencia actual, debió haber sido cuidadosamente guardado en una vasija de barro herméticamente sellada y enterrado próximo al lugar donde lo fueron los manuscritos hace pocos descubiertos junto al Mar Muerto.
         El doctor Stauffer permaneció en silencio durante una larga pausa, como si dudara en continuar reflexionando. Al fin, ciertas intuiciones parecieron animarlo y prosiguió hablando.
         -El hombre que Ibrahim Akkash dijo haber sido en el comienzo de nuestra era, me refiero a la occidental y cristiana, vuelve a nacer próximo al territorio donde nació la vez anterior.
         -Profesor Stauffer –lo interrumpió el joven alumno, evidentemente sorprendido por lo que acababa de escuchar-, ¿quiere decir que ese individuo reencarnó? ¿Es eso lo que quiere hacerme entender?
         -No, David, no empleo esa palabra de dudosa significación. Estoy hablando de una historia increíble que surge espontáneamente y por sí misma de dos fantásticos escritos. No quiero expresarme (aunque parezca que estoy haciendo lo contrario) en términos que no existen en el vocabulario de mis conocimientos aceptados. Vuelvo a repetirte que estamos haciendo un ejercicio de ciencia ficción. Como dije hace un momento, este hombre vuelve a nacer y mantiene, a pesar de su diferente identidad física, una memoria invulnerable. Parece que recuerda viva y claramente cada uno de los momentos de su existencia anterior como si no lo interrumpiese el abismo de los dos mil años transcurridos.  Tiene plena conciencia de su unicidad psíquica y mental, tal como si pudiésemos desenterrar una cinta magnetofónica inalterada. Deducimos que el joven beduino partió del hogar paterno hacia el Valle del Jordán. Vivió durante un largo período en el desierto, precisamente en las estribaciones montañosas que están sobre la margen izquierda del Mar Muerto. Allí  intenta ubicar el lugar donde hace siglos enterró el manuscrito de la primera  época. Finalmente lo encuentra y viaja con él hacia Jerusalem. No sabe con precisión en qué mundo se encuentra ni lo que tiene que hacer. Predomina en él la desesperación por la indulgencia y la gracia, no ya de su tiempo, que en cierta forma le resulta ajeno y hasta despreciable, sino de la conciencia actual y futura de la humanidad a la que de un modo directo y especial él ha marcado con sus actos y con el terrible signo de su nombre.
         -¿El mito adámico del pecado original? –preguntó Smulevich.
         -¿El mito adámico? – se repitió a sí mismo el doctor Stauffer-. Es posible, no lo había pensado de esa forma. ¿Por qué no admitir que sea ésa la fuente de toda la filosofía post-mosaica y la fuerza misma que orienta a nuestro personaje por tan extraños laberintos del tiempo? ¿Hay genes recesivos que gravitan sobre la herencia física del hombre obligándolo periódicamente a revivir o a recordar el mito de la condenación? 
         -Le aseguro, profesor, que a cada momento entiendo menos.
         -Yo tampoco comprendo esta fascinante odisea si me exijo con demasiada rudeza ser puramente racional. Al contrario, y despojándome de mis esquemas científicos, me dejo llevar fácilmente hacia una composición realmente fantástica. Pero sigamos tirando el hilo del ovillo para ver adónde nos conduce. Este viajero en el espacio y en el tiempo, como diría un escritor de  ficción científica barata, aparece de pronto entre nosotros, como si una poderosa fuerza lo guiara. Sin embargo, repentinamente, tres días después de haber llegado a esta ciudad, muere trágicamente acuchillado por unos desconocidos. ¿Por qué? Parece que eso no lo sabremos nunca. A pesar de ello, Ibrahim Akkash o quienquiera que fuese, se anticipa a su repentina muerte escribiendo febrilmente el “Salmo del Perdón” y una breve esquela que une ambos escritos tal como lo he comprobado. ¿Qué ha querido decirnos en su último intento de comunicación? No lo sé. Reconozco que todo esto es demasiado inexplicable o faltan piezas fundamentales para entenderlo mejor. Supongo que el don de la gracia es más que una bienaventuranza física y a la que pocos acceden. Ahí no me meteré, eso es un asunto de nuestros vecinos los teólogos o, mejor dicho, de esas raras aves que son los ocultistas y los devoradores de misterios. ¿No te parece, David?
         -No sé qué decirle –respondió el joven estudiante, con un aspecto de inocultable desconcierto en el rostro-. Usted ha estado expresándose desde una perspectiva diferente a la mía. Ha hablado conociendo el significado y el sentido aproximado de los textos. En cierto modo ya tiene el rompecabezas armado, pero no me deja verlo. Eso me pone en evidente desventaja.
         -Es verdad, y no creas que en algún  momento dejé de pensarlo. Lo hice deliberadamente para provocar un mayor interés y dejarte hacer de esa manera el papel de abogado del diablo. Todo este asunto carecería de sentido si yo me apresurara en ofrecerte fáciles explicaciones. Como dice la Biblia, hay un tiempo para todos y para todas las cosas.
         -Tiene razón, doctor Stauffer. No volveré a interrumpirlo aunque no soporto mi impaciencia.
         -Voy a leer en primer lugar la traducción del manuscrito titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas” y luego proseguiremos con el resto. Te prometo que no olvidarás esta tarde jamás en tu vida.
         Oscar Stauffer limpió cuidadosamente sus anteojos y comenzó a leer.


OH, JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS

         Mirad, hermanos, nuestra bendita Jerusalem. Mirad esa ciudad sangrienta, cubierta por la pestilencia y la ignominia de nuestros enemigos.
         Los kittim se han enseñoreado en nuestros hermanos y los voraces buitres se alimentan con los despojos de Zaqueo y de Uriel, beben los ojos de Tabeel y de Joacoz, arrancan en pedazos la lengua de Simeón, de Tabita y de Helías.
         Veloces como oscuros leopardos son los caballos de sus guerreros. Sus soldados son sanguinarios y terribles como lobos hambrientos.
         Jinetes orgullosos y crueles, se despliegan sobre las llanuras. Veloces como aves de rapiña, como halcones sedientos de sangre avanzan sobre nuestros poblados.
         El aspecto de sus rostros es la imagen de la inmutable máscara de la muerte.
         Vienen de las costas de un mar azul con sus caballos y sus perros, con sus esclavos y las mujeres de sus esclavos. Vienen del otro confín de la tierra a devorarnos.
         Los hijos de Ruth y de David han penetrado al silencioso polvo por la espada de nuestros enemigos. Han escarmentado sobre nuestra impotencia, han hecho burla de nuestra misericordia.
         Los kittim, nuestros enemigos, que vienen con sus mastines y caballos allende el mar, hacen escarnio de nuestro pueblo, desprecian nuestras santas costumbres, nuestras tradiciones, se mofan de los textos sagrados, arrasan nuestros templos y degüellan a nuestros jóvenes guerreros.
         Ellos reúnen en montañas doradas las riquezas de nuestros graneros y su botín es numeroso como incontables son las estrellas del cielo.
         Sus armas y estandartes son objeto de sacrílega veneración. Sus dioses son el águila y el trueno, la cabeza del toro y las garras del león.
         Sus cuerpos son fornidos porque abundante es la ración que quitan de la bolsa del pobre, su comida es rica como yermos quedan los sembradíos y desnudos los campos de nuestros labradores.
         Su espada es brillante porque el ardiente sol de la cólera  la ha templado con la sangre de nuestros hijos y hermanos sacrificados en el campo de batalla.
         Ellos, nuestros enemigos, han clavado en la cruz a Madián, a Zebulón, a Osías  y Eliseo, a Eleazar y a Natanael. Nuestros hermanos han dejado caer los hilos de su sangre sobre las colinas y nuestra es la vergüenza de su derrota.
         Porque tuya es al fin, oh, Maestro de Justicia, la culpa de tanta inequidad, porque tu boca besaba las llagas del leproso mientras los ágiles jinetes de nuestros enemigos demolían las murallas de carne de los  hijos de Israel.
         Porque tú sabías, oh, Maestro de Justicia, que los verdugos de nuestro pueblo no tienen piedad del hombre y la mujer, hacen ofensa de débiles y ancianos y aún del vientre mismo de las jóvenes esposas, mientras tú derramas el agua del bautismo sobre enfermos y locos, desatas la lengua del mudo, rasgas la impotencia de los ojos del ciego.
         Ay de vosotros, enemigos de Israel, que habéis hecho violencia contra nuestra nación. No viviréis lo suficiente para contemplar las festividades de vuestras victorias.
         Ay de ti, oh, Maestro de Justicia, que has hablado de la  paciencia y el perdón, que has enseñado a sembrar la semilla de la misericordia a nuestros hermanos, mientras los invasores con sus perros adiestrados y sus negros estandartes hollaban los sembradíos y los templos.
         Los ejércitos de los demonios son inferiores a los de nuestros dominadores. De oro y plata son sus ídolos, de sangre y abominación sus estandartes. Nada es para ti, oh Jerusalem, superior a la destrucción de los perversos de la tierra.
         Ellos cubrieron con la furia de sus flechas a Tubalcaín y a Jonathan, despedazaron con el ojo del hacha las cabezas de Lamec y Jabel que   pusieron como resistencia la coraza de sus pechos mientras tú, oh, Maestro de Justicia, echabas demonios de los cuerpos y levantabas a los muertos de sus sepulturas.
         Habías sido elegido, oh, Maestro de Justicia, como raíz de nuestra fe para proyectar el desprecio y el odio de nuestro pueblo hacia los kittim y tú, en cambio, planeas el empecinamiento del corazón en las festividades del amor, en las bodas del pan y el vino de la resurrección.
         Mientras tú, oh, Maestro de Justicia, multiplicabas los peces del misterio para saciar el hambre de fe, nuestros enemigos nos dan a beber sal y vinagre, el fruto amargo y ponzoñoso de su cólera y su dominio.
         Mientras tú, oh, Maestro de Justicia, santificabas la mansedumbre y el servicio a la voluntad del Cielo, Aurelio Cátulo y Marco Semiliano establecían su potestad sobre Jerusalem, la Ciudad Santa caída como un cántaro rojo, como un nido roído  por las víboras, como árbol seco entregado a  la furia de las llamas.
         Ellos obedecen al capitán de sus ejércitos y el nombre de tal es Pablo de Tarso, cuya espada desvía nuestros propósitos y ha colocado obstáculos a nuestro entendimiento. Pablo de Tarso habla en lengua extraña y merodea por las colinas y vallados serrando la tristeza y la persecución, mientras tú, oh, Maestro de Justicia, oras en el Huerto de los Olivos junto a tus ovejas, inmutable en tu abundante misericordia, ajeno a la codicia y al odio de nuestros enemigos.
         Ay de ti, oh, Maestro de Justicia, por haber profetizado la paz y anunciado la bienaventuranza de amigos y enemigos. Porque enemigo de Israel hay uno solo y quien ha profanado el Sagrado Templo y pisoteado nuestras leyes deberá ser sacrificado para restablecer el imperio de la justicia y arrojar al desierto a los orgullosos jinetes de nuestros opresores.
         Tal es la ordenanza de nuestra voluntad y el deseo de nuestro corazón en el período de la perversidad para restablecer la alianza que hizo Moisés con Israel, y lo juramos con nuestra sangre y con nuestra alma.


         Las primeras sombras de la noche ingresaban lentamente al despacho del doctor Stauffer. Encendió la lámpara de bronce que tenía sobre su escritorio y guardó la traducción del manuscrito dentro de una carpeta de cuero negro. David Smulevich miraba nuevamente a través de la ventana con las manos entrelazadas a su espalda.
         -Es curioso –dijo el joven estudiante- cómo el fascismo espiritual otorga a cada época su cuota de semillas que germinan en el despotismo político. Son como fórceps en los partos violentos: una herramienta brutal que ayuda al feto a salir de su trampa, aun a riesgo de hacerlo pedazos. Por eso mencioné hace un momento la idea del mito adámico.
         -Esa fue  una muy correcta definición, David; comparto plenamente esa deducción intuitiva. La falta de generosidad y de grandeza para hacer efectiva la vocación espiritual engendra en el individuo el carácter violento y la intemperancia. Transferidos a la vida colectiva, esa demoledora energía negativa se transforma en genocidios, devastaciones culturales, persecuciones religiosas, siglos de destrucción y estúpida soberbia.
         -Creo, profesor Stauffer, que estoy empezando a comprender lo que usted ha estado tratando de explicarme desde el comienzo, más allá de la anécdota formal, de la simple historia.
         -Me alegro de que sea así, ya que tal es mi propósito. Ahora vamos a la segunda parte y estoy seguro de que cuando escuches lo que voy a leer, tantos tus emociones como la estructura de tu mente lógica se sentirán ampliados y satisfechos. Ahora escucha atentamente.


SALMO DEL PERDÓN

Por desviar mis pasos de la Ley me he vuelto aborrecible a mí mismo
Y Tú, oh, Señor, me has mostrado el Camino de la derrota
Y señalado la senda del sepulcro y el olvido.
Tu voluntad y tu corazón me han apartado para siempre
Del Reino Celestial y me hieren con la pértiga de la furia.
Siento el Gran Abismo que me llama y el eco de Abaddón
Resuena como la voz de un buey de bronce en el desierto.
Las tiendas de la perversidad fueron abiertas para mí
Y huyo del lobo y el chacal, cubro mi rostro ante tu ira,
Y me maldigo por haber desconocido tu linaje y tu grandeza.
Llevo en mi corazón el tallo y la raíz y el fruto amargo
De la injusticia, mi boca sólo destella en improperios
Y clamo al cielo del Altísimo Dios no me abandone.
He transgredido las leyes de la Alianza de la Hermandad,
He pactado con el enemigo y Te he escarnecido con mis gestos.
He sido un furtivo pescador y ahora vago con mi furor despedazado,
Una espesa saliva hiere mi boca sangrienta como cera derretida,
Mi cuerpo tiembla de aflicción y pena porque conozco el juicio,
La Tabla de la Ley que me arrojará al hoyo de la oscuridad,
Y seré como una barca herida por la tempestad y el rayo.
Un viento hosco y maloliente
Que se hundirá en las cuevas de las montañas de Jericó,
Porque sin Ti no podré manifestarme en paz, y el desaliento
Que traba mi corazón como un espada me arrasará
Como el fuego abrasa los pajonales del Valle del Jordán.
Tu dolor ha cosido una súplica en mi boca
Y todo el aliento será insuficiente para Tu alabanza.
Condenaré mi decisión, vindicaré Tu nombre,
Para que la llama y el fuego que giran en mi torno sobrevivan
A la resurrección de la carne, pastorearé entre los muertos,
Cruzaré con el auxilio del Espíritu Santo
El impecable vallado de la muerte y buscaré la paz
Cuando germine la semilla del perdón sobre la Tierra
Que tu sangre misericordiosa ha sellado para siempre.
Postrado sobre el polvo suplicaré el retorno de la luz,
El apartamiento del arco de la noche y de la ira,
Para encontrar el punto señalado de una nueva reunión,
La tibia morada del amanecer en el Día del Perdón,
Muerto ya para la abominación y la infidelidad,
Perfecto y virtuoso por obra del sufrimiento y del escarnio,
Que los hombres de tu divino ministerio
Pondrán como una corona de crueldad sobre mis sienes.
Ensalzaré Tu nombre con esta boca de arcilla
Y también con el aliento de mi espíritu
Para elevar los salmos y las plegarias de gratitud
Hacia Ti, oh, Señor, que moras a la diestra del Padre
Y reglas la mansedumbre y la pasión, la ira y el destierro,
Y me dejaste libre para ejercer la ingratitud y la deshonra.
En realidad, Señor, todo ha sido semilla y fruto de Tu huerto,
Todo al fin es parte de Tu gloria
Sobre la cual no hay nada que esté más alto que el Cielo.
Ahora retornaré al polvo de la tierra y al prodigio del sueño
Para no compadecerme y maldecir mi propio nombre.
Gracias te doy, oh Señor, por haberme elegido entre tan pocos
Para recorrer el camino de la transgresión
Que flanquea montañas y desiertos,
Que atraviesa los cielos y los mares
Y desemboca en las puertas de  Tu Paraíso prometido.


         -Todavía no he terminado –dijo el doctor Stauffer apenas concluyó la lectura y con visibles deseos de anticiparse a las preguntas del joven Smulevich-. Siguiendo con nuestro ejercicio de literatura fantástica, tengo aquí, en mi escritorio, la última parte de una flamante y anticientífica teoría que puede resumirse de la siguiente manera: Un joven beduino que habita en el desierto, llamado Ibrahim Akkash, desentierra un manuscrito del principio de la era cristiana que hemos traducido con el título de “Oh Jerusalem de mis lágrimas”. Esa misma persona viaja a esta ciudad buscando a alguien o algo que aparentemente no encuentra.
         -¿Está seguro? –lo interrumpió el estudiante de lenguas antiguas-. ¿No puede haber sido causa de su trágica muerte el hecho de haber encontrado algo o alguien?
         -Me inclino a pesar negativamente, aunque eso no cambia mucho la trama de esta historia. Sigo con mis deducciones. Desesperado (me refiero a Ibrahim Akkash), escribe en la misma lengua y con idénticos caracteres el “Salmo del Perdón”, posiblemente como un intento supremo de comunicar parte de las claves del misterio de la predestinación. Por último, presintiendo la proximidad de su trágica muerte, deja este breve mensaje escrito también como los anteriores textos en el antiguo hebreo de los rollos bíblicos.
         Oscar Stauffer alisó con el dorso de su mano derecha el pedazo de papel que sujetaba sobre la mesa de trabajo y leyó pausadamente.

“Yo, cuyo nombre en esta nueva y dolorosa resurrección de la carne es Ibrahim Akkash, he regresado a la tierra prometida para entregar el testimonio de mi inequidad y la esperanza de mi salvación. Juro por el resplandor de las estrellas que guían mis temblorosos pasos que he visto al fin los Signos de la Divina Presencia, dejando por ello en mano de los hombres los Testimonios y las Oraciones. Juro por el signo de la Luz que yo, Ibrahim Akkash, viví hace dos mil años en estos mismos territorios. Andaba descalzo y vestía la túnica de lino azul de los discípulos. Como una tiara de esperanza que corona el ignominioso nombre de mi pasada vida, firmo y rubrico mis palabras con el sello de mi sangre redimida. Con el presentimiento de que el aliento de mi cuerpo pronto cesará fluir desde mi corazón, me apresuro a transcribir las pruebas de mi revelación para velar con tiempo las armas en mi nuevo destierro”.
         Deliberadamente, el doctor Stauffer omitió la lectura de las dos últimas palabras, aquellas que correspondían al nombre del firmante. Guardó en su carpeta la traducción del manuscrito y miró fijamente al joven estudiante.
         David Smulevich tenía una procesión de imágenes, una brutal estampida mental compuesta por inciertas respuestas y atolondradas preguntas que se negaba a formular, mientras el profesor de barba gris y gruesos anteojos trataba de conciliar sus últimos puntos de vista.
         -Hemos llegado, mi querido David, al final de la serie más heterodoxa que he compuesto en mi vida. Nuestra conclusión, o las diversas alternativas que sobre las evidencias acumuladas podrían argüirse, no dejarán nunca de ser simples conjeturas. Las hipótesis podrían multiplicarse en todas las direcciones  en que puede florecer el razonamiento intelectual. Sin embargo, la verdad esencial y única de lo que realmente aconteció seguirá siempre oculta porque el propósito de la entelequia mística del cristianismo,  como el de toda grande religión, es la preservación de sus signos fundamentales, incluidos los aspectos perversos que hacen admisible la aceptación del dogma.
         -Y yo quiero agregar, si usted me lo permite –dijo el joven-, algo que cierta vez escuché por ahí, un pensamiento que dice más o menos así: “Por nuestro amor participante y por la gracia de la caridad, el más perverso de los seres será algún día una estrella luminosa y perfecta en el cielo de la Divina Madre del Universo”.
         -¿Crees, David, al expresarte de ese modo tan trascendente y generoso, que Ibrahim Akkash será uno de ellos?
         -Estoy seguro que sí, si acepto que nadie dejará de ser salvado.
         -¿Nadie? ¿Absolutamente nadie?
         -Absolutamente.
         -¿Quién fue Ibrahim Akkash? ¿Cómo se llamaba hace dos mil años? ¿Deseas saberlo o prefieres, para no lastimar tu fe en la redención, que no te lo diga?
         -El nombre de quien quiera que fuese, cualquiera hubiese sido su destino, no impedirá que siga profesando mi total creencia en el amor y la misericordia de Dios.
         -Está bien…
         El doctor Stauffer volvió a sacar de la carpeta de cuero el trozo de papel que contenía la traducción del último mensaje.
         -Los tres manuscritos cuyas traducciones te he leído en el transcurso de esta tarde, están firmados por la misma persona. Alguien que en tiempos de Jesús siguió al Maestro dando testimonio de conversión y obediencia. Fue elegido para besar al Mesías en el Huerto de los Olivos y pasó a la historia con el terrible nombre de Judas Iscariote.


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