Capítulo 1
SOBREMESA
Después del trabajo, el abuelo Matías daba de comer a los animales, regaba el patio
y las flores, hablaba con los pájaros,
con los gatos. Terminada la cena, abría la ventana que daba al establo y tocaba
la guitarra. La vaca y el caballo lo miraban con ojos felices; el perro se
sentaba a sus pies y meneaba la cola a la izquierda y a la derecha. Los conejos
dejaban de comer y alzando las orejas
marcaban el compás sobre las tablas de la conejera con sus patitas de bombo.
Los ratoncitos se asomaban por los agujeros en la pared y desde allí
escuchaban, temerosos de que el gato Manuel pudiera verlos.
-¡Muy bien! – dijo la vaca Catalina -,
me gustan mucho las canciones folclóricas, a pesar de que soy holandesa
-Ya empezás por hacerte la extranjera
– le dijo el caballo Antolín-. Olvidás que todos sabemos tu origen americano:
naciste de padre holandés y madre argentina.
Catalina lo miró con dignidad
a los ojos, luego bajó la cabeza y dijo:
-Es verdad lo que decís. Pero, por
lo menos, debieras tener más respeto por mi condición de madre.
El ternerito dormía plácidamente
sobre su cama de chalas de maíz.
La gata Locadia lavaba los
platos en la cocina. Desde allí gritó:
-¿No pueden callarse, animales?
Siempre discutiendo y peleando.
-Es cierto – dijo el gorrión
Carlitos que escuchaba posado sobre una rama del parral, dando la espalda a la Luna-. Escuchemos
al abuelo Matías. Toque una cueca, abuelo.
El gato Manuel lo miró con expresión
de burla.
-No digás tonterías, cómo va a tocar
una cueca. Mejor será que toque un gato.
Antolín también estaba en
desacuerdo.
-Toque una chacarera, abuelo.
-No, una cueca.
-Quiero que toque un gato.
El ratoncito Filipín se rió de
la discusión.
-Ji, ji, ji.
El gato Manuel se dio vuelta y quiso atraparlo, pero fue tarde: Filipín ya
estaba escondido en su cueva.
El abuelo Matías se puso muy
triste. Guardó la guitarra y se levantó de la silla para ir a la cama. Los
demás se dieron cuenta de que se habían portado muy mal y se alejaron con la
cabeza baja.
El viejito cerró la ventana,
se acostó en su cama de madera de álamo y se quedó dormido, soñando con las
hileras verdes de su tomatal.
Afuera, junto a la puerta, Manuel y Cicerón dormían juntos, velando el
sueño del anciano.
-¡Eh!, Cicerón, tené cuidado, que estás apretándome la cola.
-Yo te aprieto la cola y vos dormís
roncando con tantas ganas que parecés un aserradero.
El gallo Rafael miró el reloj
de las estrellas y, como era la hora,
elevó por el aire la tonadita de la medianoche.
Capítulo 2
PANCRACIO
A la mañana siguiente, el Abuelo Matías se levantó
temprano, como era su costumbre. Encendió el fuego en la cocina para hacer el
desayuno y fue al establo a ordeñar a la vaca Catalina.
-Buen día, Catalina, ¿cómo pasaste
la noche?
-Muy bien, abuelo, muy bien. Mi nene
duerme como un ternerito.
Antolín se despertó con la
conversación.
-Abuelo, anoche he visto unos bultos
extraños rondando la casa.
-¿Qué estás diciendo?
-Anoche, cuando salió la Luna , vi unos bultos extraños
cruzar por la huerta. Parecían hombres.
-Voy a preguntarle a Cicerón.
¡Cicerón!
El perro acudió al trote.
-¿Qué pasa,
abuelo?
-¿Viste a alguien, anoche?
-¡Oh, no! He dormido sin escuchar ninguna clase de ruidos.
-¡Qué raro! – prosiguió Antolín-,
juraría haber visto varios bultos negros.
-Bueno, no se impacienten – los
tranquilizó el abuelo Matías -, esta noche lo sabremos.
Preparó su desayuno, dio de
comer a sus amigos y se marchó, con Antolín atado al arado, a trabajar a la
viña.
Mientras el abuelo realizaba
sus labores en el campo, los animales de la granja arreglaban la casa. Las
palomas barrían el piso con sus alas, los gatos armaban las camas y Cicerón
acarreaba leña a la cocina.
Hacía un buen rato que el
abuelo se había ido, cuando se presentó un perro flaco, sucio y despeinado, a
pedir limosna.
-¿Qué necesitás? – le preguntó
Cicerón.
-Tengo hambre – repuso el perro -.
Hace varios días que no como.
-¿Por qué no estás en tu casa?
-No tengo hogar. Mi amo me abandonó
en el camino después de darme tres palos y un puntapié
La gata Locadia se aproximó al
grupo.
-Tendrás que esperar hasta que
vuelva el abuelo – le propuso.
-Sí, cómo no, yo esperaré el tiempo
que sea necesario. Gracias.
El gorrión Carlitos corría por el patio dando saltos.
-Si les parece bien, voy a avisarle
al abuelo – dijo.
-Sí – contestaron los demás-, andá a buscarlo.
El pajarito estuvo de vuelta en un
momento.
-El abuelo ordena que le den de
comer a nuestro amigo; él viene de vuelta por el callejón de los ciruelos.
-¡Oh, qué apuro! – dijo Locadia -.
Aún no he terminado de arreglar la cocina y ya viene el abuelo Matías a
almorzar.
En el comedor, Filipín, el
ratoncito, había salido de su cueva a pasear sobre la mesa y los muebles. De
pronto, volcó un vaso que se estrelló
contra el piso, haciéndose trizas. El gato Manuel estuvo de un salto sobre el
ratón. Lo tomó con sus manos mirándolo con ojos enfurecidos.
-¡Ay, perdón! –decía el pequeño
roedor-, no lo haré más.
Filipina escuchó los gritos de
auxilio de su hermano y corrió a defenderlo.
-Perdonalo, Manuel – le decía-, ¿no
ves que es muy pequeñito?
Pero Manuel estaba enojado.
Sacó sus uñas y le arañó una patita.
-Ay, ay, ay. Cui, cui, cui.
Filipín entró a la cueva en
brazos de su hermanita.
-Ya verás, Manuel, lo que te espera.
Se lo contaré al abuelo cuando venga.
Ambos ratoncitos se pusieron a
llorar, tomados de la mano.
El gato salió al patio sacando
pecho, orgulloso de su fuerza. Probó sus uñas en un poste de la viña y se fue
corriendo para el campo.
El abuelo encontró a sus
amigos reunidos en la cocina. El perro forastero había comido y esperaba echado
en un rincón.
El abuelo le
acarició la cabeza.
¿Cómo te
llamás?
-Pancracio –repuso, bajando la
cabeza.
-¡Pancracio!
Los otros se rieron a causa
del nombre. Pancracio se puso colorado.
-¿Por qué se ríen? Es un nombre
hermoso. ¿No es verdad, Locadia?
La gata se cubrió la carita
con las manos para que no vieran su risa y repuso, entre dientes:
-Sí, abuelo, es un nombre muy lindo.
El abuelo llenó su plato con
comida y lo puso sobre la mesa, junto al pan casero color de canela.
-Cui, cui, cui.
-¿Quién me llama?
-Yo, abuelito –contestó Filipín
desde el suelo, tomado de la mano de Filipina. Tenía la patita vendada y sus
ojos llenos de lágrimas azucaradas.
-¿Quién te ha lastimado?
-Manuel, abuelito. Cuando usted está
fuera de la casa, aprovecha para pegarme.
El abuelo Matías se levantó,
le arregló la venda y le regaló un riquísimo pedazo de queso que guardaba en el
aparador.
Filipín y Filipina regresaron
a su cueva muy contentos.
-¿Dónde está Manuel? –preguntó el
viejito a Locadia.
-Se fue de paseo.
-¡Ah, sí! Muy bien. Es la segunda
vez que se marcha sin mi permiso. Esta noche no le abriré la puerta.
-Abuelo –dijo Locadia-, acuérdese
que Manuel le tiene miedo a la
Luna. Esta noche saldrá la luna llena y se asustará si lo
dejamos solo.
-¿Por qué ha de tener miedo?
-Porque dice que la Luna es el ojo de un gato tuerto
que sale de noche a pasear por el mundo
comiéndose las estrellitas más gordas.
El abuelo rió alegremente.
-¡Qué gato este Manuel! Siempre
haciéndose el poeta. Ya le daremos un buen escarmiento.
Capítulo 3
EL
TERNERO MATÍAS
Llegó la noche. El abuelo cenó
y se sentó en el comedor a conversar con sus amigos. Pancracio y Cicerón se
miraban con malos ojos y esto preocupó al anciano. Las mariposas y las
luciérnagas jugaban a la mancha por el patio. Filipín se acercó a darle las
buenas noches al abuelo y se volvió dando pasitos cortos, pues le dolía mucho
la herida.
La vaca Catalina llamó al
abuelo con un suave mugido.
-Abuelo, tengo que ponerle un nombre
a mi bebé.
-Es verdad, ya tiene varias semanas
de edad y aún no le hemos puesto un nombre –repuso el abuelo Matías rascándose
la cabeza.
-¿Por qué no le pones Ladislao?
–propuso Antolín.
-¡Por favor! –se horrorizó
Catalina-. ¡Cómo voy a ponerle ese nombre tan campesino! Yo aspiro a que mi hijo
crezca fuerte y grande y sea un campeón de su raza.
-Siempre con tus caprichos –relinchó
Antolín.
-Podrías ponerle Segundo –cacareó la
gallina Eufemia desde el gallinero.
-Si es mi primer hijo, ¡cómo voy a
ponerle segundo!
Pancracio miró con timidez a
los ojos grandes de la vaca y le dijo:
-Aunque soy nuevo en la familia,
¿puedo opinar?
-Por supuesto.
-Entonces, ¿por qué no le pones el
nombre del abuelo?
-¡Oh, no! –exclamó Catalina, avergonzada-.
El abuelo no permitiría semejante barbaridad.
-¡Oh, sí! Con mucho gusto –intervino
don Matías, alegremente-. Que lleve mi nombre. Es una buena idea.
Todos se pusieron a cantar y
reír mientras el abuelo tocaba la guitarra.
-¡Viva Matías, el futuro campeón!
-¡Viva! ¡Viva!
El ternerito se incorporó en
su camita de pasto y mostró una sonrisa de satisfacción.
Miren, ya tiene un diente el muy
hermoso
Capítulo
4
MANUEL SE EMBORRACHA
De pronto, escucharon que alguien venia
cantando por el callejón de los duraznos.
-Es la voz de Manuel.
-Viene borracho. ¡Qué vergüenza!
Así era. Manuel venía
acompañado de otros gatos, tambaleándose de la embriaguez.
Locadia, la gata blanca, que
era su hermanita, se echó a llorar desconsoladamente.
Manuel tenía la cara húmeda de
vino. Los demás gatos lo abandonaron, asustados, apenas divisaron a los perros.
-Vamos a darle un escarmiento – dijo
el abuelo, haciéndose el enojado.
-Sí –dijeron los demás-, hay que
darle una lección para que aprenda de una vez por todas a portarse como un
verdadero hijo de esta granja.
-Sí, señor.
Manuel los miró con ojos de
borracho.
-Hic, qué miran. ¿Acaso no tengo
derecho a emborracharme? Hic. Qué se creen ustedes.
-Venga para acá, sinvergüenza –le
ordenó el abuelo.
Manuel se aproximó haciendo
eses.
-Miau, miau.
El abuelo lo tomó de una pata
y lo encerró en la cocina. Llenó una taza con leche y se la dio a tomar. Manuel
gritaba y pataleaba.
-Agh, qué asco. No quiero tomar
leche.
-Esta taza es por
emborracharte, esta otra por irte sin
permiso y ésta por pegarle a Filipín.
Filipín se había levantado a
causa de los ruidos y los miraba desde la puerta de la cocina.
-Ji, ji, ji.
Manuel lo miró con rabia.
-Te voy a cortar la cola.
-Cui, cui, cui.
Capítulo 5
MANUEL HUYE DE LA GRANJA
Esa misma noche, el abuelo se
sintió enfermo. A la mañana siguiente no pudo levantarse. Estaba muy viejito y
no tenía a nadie que lo ayudara en los trabajos de la granja. El gallo Rafael
cantó varias veces y como el anciano no se levantaba, le comunicó la novedad al
caballo y éste a uno de los perros.
-¡Eh, Cicerón! – llamó Antolín-. ¿Qué
le pasa hoy al abuelo que no se levanta?
-No sé. Voy a averiguarlo.
El perro empujó la puerta y
entró al dormitorio. El abuelo Matías dormía con mucha fatiga. Tenía fiebre.
Cicerón le lamió la mano.
-Abuelito, buen día. ¡Eh, abuelito!
¿Qué le pasa?
El abuelo Matías abrió sus
ojos, pequeñitos, como dos almendras tiradas en el paisaje de sus cabellos
blancos.
-¡Ah! Buen día, amigo mío. Hoy no me
levantaré. Me siento muy cansado.
El resto de la familia
esperaba detrás de la puerta. Solamente Manuel estaba ausente.
-¿Dónde está Manuel? –preguntó el
abuelo.
Nadie respondió. El abuelo se
puso triste. Manuel había sido siempre un gran amigo suyo.
Locadia se puso a llorar.
-Se ha ido, abuelo. Ya no nos quiere
más.
Alguien muy pequeñito
escuchaba. Era Filipín.
-Yo iré a buscarlo, abuelo. Iré por
todos los caminos preguntando por él hasta que lo encuentre.
-Nosotros limpiaremos la casa y
trabajaremos como siempre –dijeron los otros.
-Manos a la obra.
El abuelo Matías los miró uno
a uno con dulzura y cerró los ojitos.
Capítulo 6
VALIENTE FILIPÍN
El cielo estaba nublado. El
viento traía olor a lluvia, a tierra húmeda, a yerbamota y jarilla. Filipín
estaba preparado para el viaje. Filipina le dio su paraguas y las botitas de
goma.
-Adiós, amigos.
-Adiós, y buena suerte – contestaron
todos a coro.
Filipín emprendió el viaje en
busca de Manuel. Las primeras gotas de la lluvia caían como piedras sobre el
pequeño caminante. Los rayos y truenos estremecían el mundo. El ratoncito
temblaba de miedo, pero seguía su marcha sin volver un paso atrás. Para alejar
el temor, cada vez que lo alumbraba un relámpago, repetía:
-Una, dos y tres, la colita de San
Andrés. Uno, dos y tres, la colita de San Andrés…
Aguardó el paso de la noche
dentro del tronco hueco de un sauce. A la mañana siguiente el cielo apareció
limpio y azul. Se encontraba en un lugar extraño y desolado. Algunas viñas
viejas rodeaban una bodega abandonada. No se escuchaba otro ruido que el que
hacían las abejas libando el polen de las flores de alfalfa y corrihuela.
Se introdujo por un agujero
que atravesaba la gruesa pared de adobes. Adentro reinaba una espesa oscuridad.
Caminó, sin hacer ruido, por entre la doble fila de cubas y bordelesas,
alineadas junto a las paredes. De golpe vio dos luces gemelas que brillaban en
la oscuridad, luego muchas más.
-Son gatos –pensó Filipín-. Entre ellos
debe estar Manuel.
Se acercó, cauteloso, y
observó que los felinos estaban tomando vino que sacaban de una
pequeña pileta. Algunos ya estaban completamente borrachos y tirados en el
piso.
Tenían sobre una mesa un juego
de naipes y…
-¡Oh, qué horror!
Manuel estaba fumando con las
piernas cruzadas.
-Si el abuelo Matías se entera de que Manuel fuma
se morirá de pena –dijo Filipín para sí. Dos lagrimitas corrieron de sus ojos.
Manuel reía a carcajadas y
decía malas palabras.
-Jua, jua, jua. Ese pobre viejo es un tonto. Ya no
lo quiero más. No volveré a su casa. Me gusta el vino. Jua, jua, jua.
Filipín sacó pecho y se aproximó a la reunión de
gatos que lo miraron de arriba a abajo con desprecio.
-¿Qué te pasa? – le gritó Manuel-. ¿No has
escarmentado y querés que te corte la cola con mis uñas?
-No he venido por mí sino por el abuelo.
-¡Qué me importa a mí ese
viejo!
-Está enfermo.
-Son mentiras. No lograrás
convencerme.
-No son mentiras. He venido a
buscarte para que le pidas perdón.
-¿Perdón? Jua, jua, jua.
Escuchen a este loco.
-Si no quieres regresar
conmigo, lo haré solo.
Manuel levantó el lomo,
enojado.
-¿Qué has dicho?
-Que me iré solo. Sos un gato
malvado y desagradecido.
-Estás loco. No te dejaré ir.
Vendrían a buscarme. Vos les dirías en donde
estoy.
-Me voy.
-¡No!
Filipín le dio a Manuel una bofetada en la cara.
Entonces todos los gatos se abalanzaron sobre el ratoncito y le pegaron hasta
cansarse. Lo dejaron tendido en el suelo y continuaron fumando y tomando vino.
Luisa, la mariposa, lo vio todo. Voló hasta la
granja y le contó a Carlitos, el gorrión. Carlitos se lo dijo a Cicerón.
Cicerón se lo informó a Pancracio. Hablaron en un rincón de la cocina durante
un breve momento, intercambiando ideas. Luego marcharon a toda velocidad rumbo
a la bodega abandonada.
Capítulo 7
REENCUENTRO
Los dos perros marcharon al trote rumbo a la bodega
abandonada. Luisa, la mariposa color de manzanilla, les indicó el camino. Desde
lejos escucharon los gritos de los gatos borrachos. Entraron por una puerta
rota y caminaron sin hacer ruido. Los gatos habían atado a Filipín a la pata de
la mesa y estaban haciendo brindis. En ese momento Manuel se puso de pie y
dijo:
-Brindemos por nuestro triunfo. Esta noche
atacaremos la casa del viejo y le prenderemos fuego a la parva de pasto.
-¡Hurra! ¡Hurra! – gritaban los gatos,
tambaleándose.
Cicerón y Pancracio entraron con los puños
cerrados. Los gatos retrocedieron, asustados, y se dispusieron al ataque.
Filipín abrió los ojos y volvió a cerrarlos: se había desmayado. Los perros
entablaron una lucha cuerpo a cuerpo con los gatos. Durante un largo rato
pelearon furiosamente, hasta que los vencieron. Manuel tenía un ojo hinchado y
el pantalón roto.
-Vendrás con nosotros – le dijo Cicerón-. Y en cuanto
a ustedes, que no los vuelva a ver por nuestra granja.
Los gatos se fueron corriendo por temor a recibir
otra paliza.
Desataron a Filipín e improvisaron una camilla con
dos ramas de olivo y la propia camisa del ratoncito. Los cuatro iniciaron el
regreso a casa. Manuel iba detrás, arrepentido de su mal comportamiento. Todos
se emocionaron al escuchar que el gato murmuraba:
-Tal vez el abuelo no me perdone nunca. Me he
portado como un sinvergüenza y merezco un castigo. No volveré a fumar ni a
beber vino en toda mi vida.
El gato Manuel era muy orgulloso, pero ese día
derramó sus lágrimas delante de todos.
El abuelo Matías estaba esperándolos en su
habitación. Los demás animalitos lo acompañaban en silencio mientras Locadia
cebaba mates dulces.
Al verlos entrar lastimados, el viejito se puso
triste. Filipín se abrazó a su hermanita y lloraron, tal era la alegría de
volver a encontrarse. Manuel trepó a la cama y ronroneando se aproximó al
abuelo.
-Acercate, Manuel. Bien sabés cuánto te quiero. No
es la primera vez que deberé perdonarte.
-Abuelo – contestó Manuel-, tengo olor a vino y
cigarrillos. Me da vergüenza acercarme a usted.
-No seas tontito, Manuel. Ven aquí.
Manuel se arrimó al abuelo, quien lo tomó en brazos
con cariño.
-Ahora – continuó- viene la reconciliación. Filipín
y Manuel se darán un beso y un abrazo fuerte delante de todos.
Filipín subió de un salto a la cama y abrazó a
Manuel, besándose ambos, mientras sus ojos se inundaban de lágrimas.
-¡Muy bien! ¡Vivan la paz y el amor! – dijeron
todos mientras aplaudían.
-¡Viva!
En el establo, el caballo Antolín y la vaca
Catalina conversaban:
-El invierno viene duro y frío este año – dijo
Antolín.
-Es verdad – contestó la vaca-, pasaremos un
invierno crudo. Tal vez nos falte hasta comida.
-Mamita – interrumpió Matías, el ternerito-, tengo
frío.
-Pobrecito mi niño, tiene mucho frío.
Catalina tomó un puñado de paja y cubrió a su hijo
mientras le daba un beso.
-Hasta mañana, Antolín.
-Hasta mañana, señora.
Capítulo 8
LLEGA EL INVIERNO
El abuelo
Matías mejoró pronto. Todo marchaba bien en la granja hasta que el invierno
trajo nuevas preocupaciones. Los ahorros del viejito fueron disminuyendo día
tras día. Locadia enfermó de gripe y hubo que cuidarla mucho. Filipín y Manuel
se habían hecho grandes amigos y jamás peleaban. Filipina cuidó a Locadia
mientras ésta estuvo enferma. De noche se reunían, como era la costumbre,
después de la cena, y conversaban. Aunque la pobreza se hacía sentir, el abuelo
Matías procuraba que todos la olvidaran tocando música en la guitarra.
Una mañana
temprano, el abuelo ató el caballo Antolín al sulqui y se dispuso marchar al
pueblo. Todos querían acompañarlo y comenzaron a discutir.
-Para
algunos de ustedes – dijo el abuelo – es peligroso que me acompañen. Voy a la
feria a vender zapallos. ¿Conocen lo que es una feria? Siempre habrá alguien
dispuesto a comprar a alguno de ustedes.
Los animalitos comprendieron que los únicos que
podían ir eran los gatos, los perros o los ratoncitos.
-¿Conoces
la ciudad, Pancracio? – preguntó el abuelo.
-Nunca
estuve en una ciudad.
-Entonces
irás conmigo. Los demás no deben enojarse. Cada uno irá a su vez.
Y se
marcharon. El abuelo prometió regalos.
Al
anochecer estuvieron de vuelta. El abuelo venía cabizbajo. Desató el sulqui sin
decir una palabra. Todos ayudaron sin preguntar nada.
El abuelo
les contó en pocas palabras:
-Me ha ido
muy mal. Me han pagado una miseria por los zapallos. No he podido comprarles
regalos.
-No se
preocupe, abuelito – lo tranquilizó la gallina Eufemia-. Para nosotros es
igual.
Quedaron un
momento en silencio. La luz de la lámpara fue disminuyendo hasta que se apagó.
-Se acabó
el querosén – dijo el abuelo en la oscuridad.
-Cierto, y
qué frío hace – ronroneó Manuel.
Las últimas
brasas se habían apagado en el fogón. Afuera, el viento silbaba entre los
árboles desnudos.
Mientras se
acostaban, la gallina Eufemia le preguntó al gallo Rafael
-¿Por qué
es tan feo el invierno?
-Porque
somos pobres. Si tuviéramos un gallinero con estufas, no nos importaría el
frío.
-Es verdad
– dijo la gallina, tiritando.
Un poco más
allá de los corrales, varios bultos negros rondaban en silencio la casa.
Capítulo 9
LA ARAÑA COSTURERA
Por las mañanas, el agua de la acequia amanecía
escarchada. A pesar del intenso frío, el abuelo Matías se levantaba con el Lucero
y se iba a la viña con la tijera y el serrucho. Sólo le faltaban unas pocas
hileras para terminar la poda. Además, había comenzado a preparar los surcos de
la chacra para la siembra de la primavera. Cicerón y Pancracio lo ayudaban a
juntar los sarmientos y ramas de olivo recién cortados y los acarreaban en una
rastra de madera tirada por Antolín.
La gata
Locadia y Filipín iban a llevarles el desayuno y el almuerzo en una canasta de
mimbre.
Filipina se
quedaba en la casa y preparaba queso con la leche que daba la vaca Catalina.
Cierto día,
cuando todos descansaban sentados en el comedor, después del trabajo, se
presentó una araña de patas largas.
-Buenas
noches a todos – dijo la arañita.
-Buenas
noches – le contestaron.
-Ustedes
perdonarán – dijo mientras se deslizaba sobre la mesa-, pero estoy cansada de
vivir sola. He permanecido largo tiempo entre las ramas de los mimbres tejiendo
mis telas. Mi madre me enseñó dibujo y geometría y el arte de hilar en colores.
De noche hacía mi obra a la luz de la Luna. Cuando el viento pasaba cerca de mí, silbaba su flauta entre los hilos de mi
tela. Todo ha sido belleza y arte, que es decir armonía, pero…los años me han
debilitado. Ahora sólo soy una vieja araña sin porvenir.
Todos se
quedaron admirados de las palabras de la araña. El abuelo Matías miró a Manuel con picardía y le
dijo:
-Ya ves, Manuel,
que no solamente vos sos poeta. Nuestra nueva amiga también lo es.
-Mi nombre
es Lola – aclaró la arañita.
-Bienvenida
seas, Lola - exclamó Filipín tendiéndole
una mano-. Seremos tus amigos.
-Gracias,
muchas gracias – respondió la araña subiendo por la pared-. Adornaré esta casa
con mis obras de arte.
-Me parece
que esta araña es medio pedante – dijo Cicerón al oído de Pancracio.
-¿Qué
quiere decir pedante?
¿Qué sé yo!
Manuel, que
estaba escuchando con disimulo, los interrumpió con una mirada severa:
-Los que
nunca hacen nada no tienen derecho a criticar a los artistas.
Los perros
se miraron confundidos y sin contestarle se fueron a dormir con la cola entre
las patas.
Capítulo 10
LADRONES
DE GALLINAS
Hacía un
buen rato que todos dormían. La noche era fría y oscura. En el cielo las
estrellas guiñaban sus ojitos a la Luna redonda como queso de cabra. De pronto,
manos extrañas metieron al gallo Rafael
dentro de una bolsa. Nadie se dio
cuenta. Los perros dormían uno junto al otro.
A la salida
del sol, Eufemia abrió los ojos. Espantada, corrió a la pieza del abuelo,
cacareando con las plumas de la cola al viento.
-¡Abuelo,
abuelo, se han robado a Rafael!
En un
momento se reunieron todos en el patio. Sobre el horizonte, más allá de los
álamos, la viña y los olivos, el sol caracoleaba para salir de la noche. Por el
callejón descubrieron huellas de alpargatas.
-¡Son
hombres! – exclamaron todos con gestos de espanto.
-¡Qué
horrible!
-¡Pobrecito,
Rafael, tan bueno y madrugador que era!
-¡Ojalá que
aún esté con vida!
El abuelo los tranquilizó. Se puso el
sombrero, tomó un palo de tamarindo y marchó siguiendo las huellas acompañado
por Cicerón y Pancracio, en busca de los ladrones.
Capítulo
11
EL ABUELO RESCATA A RAFAEL
La mañana
era húmeda. Apenas salió el sol lo cubrieron las nubes grises que formaban
apretadas filas sobre la línea del horizonte. El viento aplastaba los pastos
del campo, mientras los tres amigos seguían tras las huellas de los ladrones
con paso rápido y decidido.
-Abuelo –
preguntó Cicerón-, ¿para qué lleva ese palo?
-Para apoyarme,
hijo –contestó el abuelo con naturalidad.
-Yo creía
que era para pegarle a los ladrones.
-Nadie
tiene derecho a castigar a nadie, Cicerón. Sólo los brutos alzan su mano para
castigar. Los escarmentaremos de otro modo.
Llegaron
junto al alambrado que dividía la granja del abuelo Matías con los campos sin
cultivar. Levantaron con una mano el hilo de alambre de púa y siguieron
caminando entre los jumes y las zampas, siempre detrás de las huellas de
alpargatas. El viento barría el salitre y agitaba la barba blanca del anciano.
De pronto
escucharon que alguien gritaba:
-¡Socorro!
¡Socorro!
-Es Rafael,
corramos. Por allá se ve humo. Corramos antes de que sea demasiado tarde.
Dos hombres
vestidos pobremente estaban sentados alrededor de un fuego. Tenían a Rafael
atado con una soga. El gallo continuaba gritando:
-¡Socorro!
¡Auxilio! ¡Pronto!
El abuelo
llegó corriendo seguido por los perros.
-Un
momento. Ustedes no tienen derecho a hacer esto. ¿Por qué han entrado a robar
en nuestra granja?
Los linyeras
lo miraron con ojos espantados. Los perros gruñían amenazadoramente.
-¿Por qué
han robado? – Volvió a preguntar el abuelo-. Contesten, no tengan miedo.
-Teníamos
hambre, señor – contestó el más flaco.
-¿Por qué
no pidieron en lugar de robar?
-Porque
nadie nos ha querido dar nada – respondió el otro, el más bajo, que tenía cara
de melón.
-Lo que
pasa es que ustedes son un par de vagos – les dijo el abuelo, haciéndose el
enojado.
-Sí, señor,
somos unos vagos, pero no nos pegue, por favor – dijeron los vagabundos
temblando de miedo.
El anciano
miró a los perros con una sonrisa de niño en los labios. Tomó a Rafael en sus
brazos mientras el gallo se acurrucaba, llorando de emoción. Los perros se
habían aproximado al fuego a calentarse. Las nubes corrían bajas, amenazando
mojar el campo con sus pancitas húmedas.
-No piensen
nada malo – dijo el abuelo -. En nuestra granja no se castiga a nadie. Allí todos somos amigos, todos
trabajamos, nadie es mejor que otro. Levántense. Apaguen el fuego para evitar
que se incendie el campo y vayamos de regreso, que en casa nos están esperando.
Los
vagabundos obedecieron y caminaron detrás del abuelo que iba conversando con
sus amigos como si fueran personas. Los vagos abrían los ojos grandes de
asombro. Iban con la boca abierta sin comprender nada.
-¡Qué raro
es todo esto! – dijo el más flaco.
-Es verdad
– dijo el que tenía cara de melón-. Seguramente nos hemos muerto de hambre y
estamos en otro mundo.
-¡Shss!
Callate. Mirá cómo nos observa ese perro.
-¡Oh, para
qué habremos robado!
Carlitos el
gorrión y la mariposa Luisa llegaron volando y se alegraron de encontrar al
abuelo con Rafael en sus brazos. De inmediato regresaron a la granja para
avisar a los otros animales.
-La sombra
de los álamos marcaba el mediodía sobre la tierra. Por un momento se limpió el
cielo. Algunas nubes corrían desordenadas como ovejitas lanudas por el aire
azul.
Los
esperaban reunidos en el patio de la casa. Manuel se adelantó al encuentro del
abuelo con ojos fieros. Afiló sus uñas
en un poste de viña y dijo:
-Abuelo,
déjeme que le dé unos arañazos a estos sinvergüenzas.
-No,
Manuel. Sabés que en esta casa el castigo no nos pertenece.
-Pero,
abuelo – rogaba el gato riendo con malicia-, uno solo. Un arañazo a cada uno.
-No. He
dicho que no y no se hable más.
Los
linyeras temblaban y sudaban como si hubiesen venido empujando al mundo. Como
los animales hablaban entre ellos, más era el miedo de los pobres ladrones.
Rafael
corrió al gallinero y se abrazó a su mujer, la gallina Eufemia, que estaba
empollando en su nido.
-¡Oh! –
Dijo la gallina entre lágrimas y sollozos-. Creí que nunca más volvería a
verte, que nuestros pollitos no conocerían a su padre. Ya estaba por encargar
un frasco de anilina para teñir de negro mis plumas.
-Bueno,
bueno, no llores –la consolaba Rafael-.
Gracias al abuelo estoy de regreso, nada malo me ha sucedido. Todo fue sólo un
gran susto.
El abuelo
llevó a los vagos a la cocina. Les dio café, pan con arrope de uva, huevos
fritos y leche fresca. Les contó la historia de la granja y de sus
preocupaciones y esperanzas. Les propuso que vivieran con él a cambio de
trabajo. Los vagos dijeron que no, que preferían vivir sin trabajar aunque
pasaran hambre. Después de comer se fueron por el carril de los carolinos, agradeciendo una y otra vez la bondad del
abuelo Matías, prometiéndole que volverían a visitarlo de vez en cuando y que
nunca más robarían.
El abuelo
se sentó a descansar en su sillón de mimbre, en el amplio corredor, entre
macetas de geranios y claveles. Filipín y Manuel jugaban a las bolitas en el
patio.
-Mire,
abuelito – dijo el pequeño ratón mostrando un puñado de bolitas de vidrio-, le
voy ganando a Manuel.
-¡Qué
vergüenza, Manuel! –, se rió el abuelo-. Antes eras el mejor jugador de la granja.
¿Qué está pasando?
-¡Puf!, no
me preocupa – se disculpó el gato con una sonrisa de pocos amigos-, enseguida
se las gano a todas-. Y agregó en voz baja, para que el abuelo no pudiera
escucharlo:
-Si me las gana se las quito y lo dejo llorando
todo el día.
Capítulo 12
LOS CAZADORES
Cierta
tarde, al comienzo de la primavera, cuando la alfalfa tiene todavía los tallos
tiernos y las viñas comienzan a echar sus primeros brotes, se escuchó un
disparo en las proximidades de la granja.
En ese momento el abuelo Matías estaba desatando a Antolín del arado. El sudor
bañaba el cuerpo del caballo y mojaba los arneses.
-Vamos a
ver qué ha pasado – dijeron Cicerón y Pancracio, y salieron a los saltos.
-¡Cuidado!
– les gritó el abuelo -. Tengan mucho cuidado porque pueden ser los cazadores.
Don Matías
tomó un balde, sacó agua del estanque y bañó al caballo. Luego le dio de beber
y le puso en la boca un morral lleno de cebada y maíz.
-¿Qué habrá
sucedido? – preguntó Antolín masticando su comida.
-Deben ser
los cazadores que andan buscando liebres. Ahora que comienza la primavera es la
época en que nuestras amigas salen por las tardes a dar su paseo por el campo.
Nunca falta un cazador con su negra escopeta al hombro dispuesto a matarlas.
El abuelo
se sentía muy triste cada vez que herían o mataban a alguien. Así que esa tarde
sufrió mucho.
Estaba
echándole pasto a los conejos, cuando aparecieron los perros con una liebre en
brazos. El pobre animal tenía una pata rota y el cuerpo manchado de sangre.
Toda la
granja volvió a agitarse con el nuevo suceso. En un momento el abuelo Matías
calentó agua, lavó la herida y la vendó con un pañuelo. Al rato, la liebre
abrió los ojos. Las lágrimas rodaban por el pantalón del anciano granjero.
Locadia encendió el farol. Nadie hablaba.
-¡Qué
terrible! – comenzó diciendo la liebre -. ¡Qué terrible ha sido!
-¿Te duele
mucho la herida? – le preguntó el abuelo, acariciándole la patita.
-No, no
sufro por mí. Lloro por otra cosa.
-¿Qué te ha
sucedido?
-Los
cazadores han asesinado a mi esposo. Hace sólo un momento salimos a buscar
pasto para nuestros hijos. El sol tendía su telaraña de fuego sobre el mundo.
“Viene la primavera, Teodora”, me dijo mi esposo. “Sí, contesté yo, podremos correr
por el campo y llevar a nuestros hijos a los alfalfares. Les enseñaremos a
elegir los tallos más sabrosos y también la manera de escapar de los galgos y
los cazadores”. Mientras yo hablaba, escuchamos un disparo. Todo se oscureció
de repente. Corrí desesperada entre las hileras de la viña, creyendo que mi
esposo estaba a salvo, pero no fue así. Gracias a estos amigos que me salvaron,
estoy ahora con ustedes. Yo…
Cayó
desmayada en los brazos del abuelo. Todos tenían una lágrima en los ojos.
Todos. El anciano, Cicerón, Pancracio, Locadia, Manuel abrazado a los
ratoncitos, Luisa trepada a la enredadera.
El abuelo preparó una camita de pastos secos y acostó a la
liebre. Cocinó la cena para todos pero nadie quiso comer. Se
sentaron cerca de Teodora quien, presa de la fiebre, hablaba entre dormida:
-Mis hijos, quiero ver a mis hijos. ¡Cuidado, ahí están los cazadores! ¡Oh, el sol, el sol me da en los ojos! No veo nada, no veo nada.
-Mis hijos, quiero ver a mis hijos. ¡Cuidado, ahí están los cazadores! ¡Oh, el sol, el sol me da en los ojos! No veo nada, no veo nada.
-Mañana bien temprano iremos a buscar a tus hijitos – le
dijo el abuelo a Cicerón-. Ojalá que pasen la noche sin que nadie les haga
daño.
-Hombres
malos hombres malos – repetía la liebre en sueños-. ¿Por qué nos matan? ¿Por
qué nos matan? ¡Hombres malos!
Capítulo 13
LAS LIEBRECITAS
A la mañana
siguiente, la liebre Teodora estaba un poco menos abatida que la tarde
anterior. El abuelo Matías le sirvió un plato de pasto tierno y un vaso con
agua. Quería levantarse para ir a buscar a sus hijos, pero el abuelo le pidió
que se quedara en cama. Ella le indicó el lugar donde habían quedado sus crías.
Al salir,
atravesando el patio, el abuelo vio a Filipín que estaba jugando a la pelota y
aún no se había lavado la cara. Don Matías lo llamó:
-Filipín,
vení acá. ¿Por qué no te has lavado la cara y las manos? Mirate las uñas sucias,
cochino. ¿No te da vergüenza?
El
ratoncito bajó la cabeza y sin decir palabra fue a lavarse. Sin que el abuelo
se diera cuenta, Manuel le sacaba la lengua y hacía morisquetas al ratoncito
que lo miraba con ojos enojados.
-No te voy
a prestar nunca mi pelota – le gritó Filipín desde la puerta del baño.
-Ya lo
veremos, Filipillo – le contestó el gato desde el callejón de los ciruelos-. Te
va a pasar lo mismo que la otra vez.
El abuelo
no escuchó la discusión pues iba entretenido saludando a sus amigos del campo.
-Buen día,
señora Chirigua. Adiós, don Tordo. ¿Cómo está hoy la hermosa Calandria?
Manuel y
Cicerón se pusieron a jugar carreras de una punta a otra de la granja. Habían
caminado un buen trecho cuando llegaron al lugar indicado por Teodora. Buscaron
sin hacer ruido por temor a asustar a las liebrecitas. Manuel hizo señas.
-Aquí
están. Shss… No hagan ruido. Están durmiendo.
Eran dos
pequeñas liebres, recién nacidas, color de madera en el lomo y blanca piel en
el pecho y la cola. Dormían abrazadas en una cama de chipicas, cerca del olivo
viejo, rodeado de malezas, que crecía un poco más allá de la propiedad del
abuelo, entre la chacra y los campos abandonados. El abuelo tomó a las
liebrecitas suavemente, las metió en una pequeña canasta y regresó a trancos largos, apoyándose en su
bastón.
Al pasar
por el patio, observó que Filipín se había lavado la cara y con las patitas
limpias saltaba en un piolín.
-¡Oh,
gracias! – exclamó Teodora al ver a sus hijitos, extendiendo sus manos para
alcanzarlos-. ¡Vengan con su mamita, mis pequeños, orejitas de almendra,
muñequitos míos!
-Bueno, y
ahora a trabajar –dijo el abuelo Matías-. Cada uno a su tarea, que se ha hecho
tarde.
-¿Qué puedo
hacer yo? – preguntó Lola desde el techo.
El abuelo
se rascó la cabeza, pensando.
-Ah, ya sé
que harás. Remendarás la ropa vieja. Te daré una aguja y un dedal. Tú pondrás
el hilo. ¿De acuerdo?
-De acuerdo
– contestó la araña-. El arte no es incompatible con el trabajo más humilde. Yo
remendaré la ropa de toda la familia.
Pancracio
se quedó con la boca abierta.
-¿Qué quiere decir “incompatible”? –
preguntó.
Cicerón
salió sin contestar. Manuel pensó un momento, moviendo un dedo en el aire como
buscando una respuesta.
-Ya lo
tengo – dijo alegremente-. Incompatible significa que dos personas o cosas no
se llevan de acuerdo.
Aprovechó
que Filipín estaba escuchando para decir, mientras salía al patio dando saltos:
-Existen
personas que no pueden conversar ni mantener relaciones con otras pues, siendo
unas más inteligentes que las otras, se produce esa “incompatibilidad” que
mencionábamos. ¡Ejem!
Carraspeó,
y salió imitando el caminar de esos sabelotodos con anteojos que viven en las
ciudades.
Capítulo 14
EL ENJAMBRE
Una tarde, mientras el abuelo amasaba el pan en la cocina,
entró Luisa, la mariposa, agitadísima.
-¡Ay, abuelo!
-¿Qué te sucede, hija? – le preguntó Matías.
-¡Ay,
abuelo, qué sinvergüenzas!
-Pero, ¿qué
es lo que esta pasando, muchacha? Hablá de una vez.
-He visto
en la finca vecina a varios niños persiguiendo un enjambre. Los muy canallas
les están arrojando baldes de agua y han matado a muchas abejas. Debemos
ayudarlas.
-Ya nomás.
¡Cicerón! ¡Pancracio! ¡Vengan pronto!
Los perros
estaban jugando a la mancha con los gatos. Llegaron corriendo, con la lengua
afuera. El abuelo les dijo lo que tenían que hacer y se fueron ladrando,
seguidos por Manuel.
Tenía razón
la mariposa. Tres niños venían persiguiendo a un enjambre y le arrojaban
piedras.
-¡Por aquí!
– gritaba uno de ellos.
-¡Rápido,
echen más agua! – decía otro.
Estaban tan
entusiasmados en su mala acción que no se dieron cuenta que los perros de la
granja corrían velozmente hacia ellos. De pronto se quedaron paralizados por el
terror. Cicerón y Pancracio los rodearon gruñendo y mostrando los dientes. Los
chicos abandonaron los baldes y desaparecieron a toda prisa, tal era el miedo
que sentían.
Una abejita
obrera se acercó a Cicerón y le dijo:
-En nombre
de nuestra amada Reina y en el nuestro, les agradecemos que nos hayan salvado
de esos pillos. Ahora, si nos permiten, quisiéramos saber dónde podríamos
construir nuestra casita de miel.
-En nuestra
granja – exclamó Manuel, lleno de orgullo-, o mejor dicho, en la granja del
abuelo Matías. Nosotros somos de su familia.
La abeja
fue a consultar a la Reina y a su regreso respondió:
-De
acuerdo. Ustedes nos indican el camino y nosotras los seguiremos.
Los perros
y los gatos iban adelante, trotando y jugando. Detrás, como un amarillento
arcoiris de miel, se desplegaba el rumoroso enjambre.
De lejos
divisaron al abuelo Matías, con las manos llenas de harina, que los estaba
esperando.
-Allá
vienen – gritaban alborozados en la granja-. Miren cuántas abejas se vienen
acercando. ¡Son miles!
-¡Qué rico!
– exclamó Filipín saltando en la soga-, me gusta el queso con miel. Yo solo me
comeré toda la miel con una cuchara.
-Filipín –
le reprendió su hermanita Filipina-, no seas goloso.
Capítulo 15
FILIPÍN VIAJA A LA LUNA
Durante varias noches, después de cenar,
el abuelo Matías se dio cuenta de que Filipín desaparecía de la casa.
Como de
costumbre, el viejito tocaba la guitarra y contaba cuentos a sus amigos. La
gallina Eufemia había sacado una docena de pollitos amarillos y estaba
escuchando la música junto a su esposo, el gallo Rafael.
El gato
Manuel se había empeñado en aprender a bailar la zamba. En un rincón, Pancracio
y Cicerón lo miraban, burlándose, pues el gato bailaba muy mal.
Locadia, la
gatita blanca, acompañaba en el baile a
su hermano. La gatita giraba muy elegante y coqueta. La liebre Teodora, que ya
se había mejorado, estaba sentada en una silla junto a sus pequeñitos.
-¡Muy bien!
¡Otra, otra! – gritaban las liebrecitas con entusiasmo después de cada danza.
-Si todos
bailan nosotros también vamos a hacerlo – dijo Cicerón, levantándose.
-¿Qué
prefieres que toque? – le preguntó el abuelo Matías.
-Un
malambo. La gente como nosotros no baila otra cosa – contestó el perro mirando
de reojo al gato Manuel.
Y empezó el
malambo. Mudanza tras mudanza, Cicerón los fue asombrando a todos. Intervino
Pancracio que también sabía bailar muy bien,
y hasta el propio Manuel aplaudió de tal manera que enseguida se fueron
todos los enojos entre él y los perros.
Por la
ventana abierta del establo, Antolín, Catalina y el ternerito asomaban sus
cabezas sonrientes.
Estaban por
ir a acostarse cuando entró Filipín en puntas de pie, tratando de no hacer
ruido. Estaba por meterse en su cueva, cuando la voz del abuelo lo detuvo.
-¿Dónde
vas, Filipín? ¿No me saludás esta noche?
El
ratoncito se acercó medio avergonzado y contestó:
-Buenas
noches. Me voy a dormir, tengo mucho sueño.
-¿Dónde has
estado?
-Vengo de
dar un paseo.
-¿De
pasear? ¿Puedo saber a dónde has ido?
-Fui hasta
la Luna a comer duraznos.
Los demás
se quedaron con la boca abierta de asombro. Manuel lo miró con cara de enojo para asustarlo. El abuelo alzó al
ratoncito, lo sentó en sus rodillas y volvió a preguntarle:
-¡Qué
pícaro sos, Filipín! ¿Por qué no decís la verdad?
-Abuelito,
es la verdad. He ido muchas veces a la Luna. Ya no tengo miedo. Por el camino
conversé con las estrellitas. ¿Saben una cosa?
-¿Qué?
-Las
estrellas no son estrellas.
-¿Qué son,
entonces?
-Flores de
manzanilla desparramadas en el cielo. Mañana les traeré un ramo.
-¡Qué
mentiroso! –, intervino Manuel-. Los únicos que están en la Luna son los tontos.
-Abuelito,
dígale a Manuel que no me insulte – rogó
Filipín.
-Bueno,
bueno. A no pelearse. ¿Y qué hay en la Luna?
-¡Oh!,
muchas cosas ricas: quesos, dulces, casitas de madera pintadas de rojo y amarillo,
mariposas azules…
-¿Cómo
hiciste para subir? – le preguntó Filipina, mirándolo con sus ojitos casi
cerrados.
-¡Uhi uhi,
uhi! ¡Qué tontos son ustedes! – le contestó el ratoncito con cara de sabiondo-.
Cuando la Luna sale, empieza a levantarse a ras de la Tierra. ¿Es verdad?
-Sí, sí.
Continuá – contestaron los demás a coro.
-Bien,
entonces trepo a un álamo y cuando pasa la Luna rozando sus ramas, me subo de
un salto. En la Luna tengo muchos amiguitos: pájaros, conejos, perritos, hasta
un gato, parecido a Manuel, que tira de un carrito de juguete. ¡Qué linda es la
Luna! Buenas noches a todos.
-Un momento
– dijo la vaca Catalina desde el corral-. ¿Cómo haces para bajar de la Luna y
volver a casa?
-Ah,
señores, es un secreto que no diré a nadie – respondió Filipín, mientras
bostezaba como un jovencito mal educado y entraba a su cueva con las manos
metidas en los bolsillos de su chaleco.
Capítulo 16
CLUB DE RATONES MENTIROSOS
A la noche
siguiente, todos simularon no ver al ratoncito cuando éste salió muy orondo
hacia la viña. Se había puesto los zapatos nuevos y el sombrerito rojo que le
había tejido la araña Lola. Detrás de la puerta del galpón espiaban el abuelo
Matías, Manuel y los perros.
Todavía no
salía la Luna. La noche era clara y tibia. Los sapos se zambullían en el
estanque. Las luciérnagas iban y venían por el aire, jugando a las escondidas.
De vez en cuando se elevaba hacia el cielo el canto de un chingolito.
-Chi-chi-chio-chio-chio.
Filipín iba
silbando por el callejón de los duraznos, saltando como un muñequito de goma.
Un poco más atrás iban el abuelo y sus amigos, dispuestos a descubrir qué hacía
el ratoncito.
En ese
momento comenzó a surgir la Luna, grande y roja como una granada madura.
-¡Qué hermosa es la Luna! – dijo Pancracio,
maravillado.
-Es verdad
– contestó Manuel, y preguntó-: ¿Quién enciende a la Luna, abuelito?
-Dios, hijo
mío. Dios enciende la Luna, el Sol y las estrellas.
-¿Y con qué
arde la Luna? – volvió a preguntar el gato.
-Con
querosén – contestó el abuelo Matías-. Todas las noches Dios destapa la Luna,
echa en ella un litro de kerosén y la enciende con un fósforo.
Manuel se quedó asombrado, pero como no estaba
conforme con la respuesta recibida, volvió a decir:
-Me parece
que la Luna está un poco vieja.
-¿Por qué
decís eso?
-Porque
algunas noches alumbra nada más que con la mitad y tiene la cara arrugada.
-Jua, jua,
jua. ¡Qué inteligente! – se burló Cicerón.
-No hay
nada que hacer – dijo Manuel de mal humor-, cuando los sabios hablan, siempre
hay un tonto que se burla de él.
-Ni sabios
ni tontos – lo interrumpió el abuelo-. Los verdaderos sabios jamás saben que lo
son y los tontos siempre andan diciendo que son sabios.
Pancracio y
Cicerón se hacían guiñadas mientras Manuel se mordía los bigotes de rabia.
Hicieron
silencio. Algunos pasos más allá se veían pequeños bultos reunidos alrededor de
una lucecita
-Miren – señaló el abuelo -, tienen una vela
encendida. Parecen ratones.
-Escuchemos lo que dicen.
Un grupo de ratones se había reunido en el hueco de
un sauce seco. Al aproximarse Filipín todos se pusieron de pie y alzando cada
uno su mano derecha, exclamaron a coro.
-¡Viva el Jefe de los Ratones Mentirosos!
-¡Viva! ¡Viva!
-Bien – dijo Filipín, tomando asiento en una piedra
con forma de silla-, comenzaremos la reunión de esta noche. ¿Quién ha inventado
una nueva mentira?
-Yo, señor Presidente – dijo un ratoncito flaco,
adelantándose con un papel en la mano.
-Bien, amigo Mentiroso, leé – ordenó Filipín.
El ratón comenzó a leer:
-Los ratones
somos los reyes de los animales. Los caballos y los toros son nuestros
esclavos. Don Quijote de la Mancha y el gaucho Martín Fierro eran ratones.
Nosotros hemos inventado la máquina de escribir, el queso y la bicicleta. El
animal más vago del mundo es el gato, el perro es el más tonto y el burro el
más mentiroso.
Al escuchar la última frase, Manuel y los perros
quisieron lanzarse encima de los ratones para pegarles, pero el abuelo que
estaba divirtiéndose, los contuvo pidiéndoles que siguieran escuchando. Después
le darían un buen escarmiento al señor Presidente de los Ratones Mentirosos.
-Perfecto – exclamó Filipín levantándose y dándole
un apretón de manos al orador-. Su trabajo será publicado en nuestro primer
Libro de Mentiras Célebres, grabado en hojas de acelga.
Todos los ratones aplaudieron con exagerada
ceremonia. Filipín siguió hablando:
-Ejem. ¿Alguien más quiere exponer esta noche?
-Yo, señor Presidente – dijo una voz femenina. Era
una ratita vestida de blanco con una flor de alfalfa en el pecho.
-Hable, compañera.
-Muchas gracias. Voy a leer un ensayo sobre la
mentirita. Dice así: Cristóbal Colón era
un ratón. Flotando en un zapallo hueco cruzó el mar con otros valientes ratones
y descubrió América. En el Nuevo Mundo vivían unos ratones llamados indios a quienes
Colón regaló un enorme queso. Era tan
grande el queso que, cuando llovía, todos los indios se metían adentro. En cada
agujero del queso podía vivir una familia entera. Por ello, propongo que el
queso sea declarado Comida Nacional.
-¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Excelente! –vocearon los
ratones.
-Bien, señores – dijo Filipín-, ahora ha llegado el
momento de las preguntas y respuestas. La primera cuestión es la siguiente:
¿Cómo hace la Luna para viajar?
-Tiene cuerda de trompo – contestó uno.
-Bien. Ahora esta otra: ¿De dónde vienen los gatos?
-De la noche negra. Cada gato es un pedazo de noche
con dos estrellas en los ojos.
-Excelente, compañero. Ahora respondan: ¿Quién hizo el mundo?
-Los ratones – contestaron todos.
-Muy bien, amigos. Ahora corresponde entonar la
canción revolucionaria. Cantemos.
Los ratones se pusieron de pie y cantaron esta
canción.
El caballo Antolín
Es
de aserrín.
El
gato Manuel
Es
un tonel.
El
abuelo Matías
Se
comió una sandía.
Que
viva la tontería
Patapún,
patapán
Que
viva el Coronel
Filipín,
Filipán,
De
la Ratonería.
Terminada
la función en el Club de los Ratones Mentirosos, todos se dispersaron dándose
apretones de manos y fuertes abrazos.
Filipín
tomó sus guantes, el sombrerito rojo y un pequeño bastón de duraznero, saludó
con una inclinación de cabeza y se retiró sacando pecho entre las exclamaciones de júbilo de sus compañeros de
aventura.
El abuelo
Matías y sus amigos se apuraron en volver para evitar que Filipín se diera
cuenta de que lo habían estado espiando.
La Luna,
que se había detenido un momento a escuchar lo que decían los ratones, se reía
a carcajadas.
Capítulo 17
ESCARMIENTO
Filipín ni soñó lo que le esperaba.
La granja estaba a oscuras. No se escuchaba un solo ruido.
La Luna dibujaba la sombra de las cepas del parral en el ancho patio.
-¡Qué rato! – dijo Filipín, asustado-. ¿No hay nadie aquí?
-No – contestó una voz extraña-, todos los habitantes de esta granja se han ido a la
Luna. Míralos, allá van, corriendo por caminitos de plata.
-¿Quién habla?
-La pared.
-No puede ser, nunca escuché hablar a las paredes.
-No te extrañes, todas las cosas hablan – dijo otra
voz, en tono suave.
-¿Y ahora, quién habla? – volvió a preguntar
Filipín.
-Una cepa de uva moscatel.
-A mí no me asusta nadie – dijo Filipín, sacando
pecho-. Alguien está tratando de engañarme.
-Nadie te está engañando, Coronel Filipín – dijo
una tercera voz-. Vos sabés bien de qué estamos hablando.
-Yo no soy coronel y tampoco sé nada de nada –
respondió el ratoncito a punto de enojarse.
-¿No sos, acaso, el Presidente del Club de los
Ratones Mentirosos?
-Eso no le importa a nadie. Yo no soy ni coronel ni
presidente. Me llamo Filipín.
-¡Ah! ¿Sí? ¡Muy bien! –, dijo la voz de la pared-.
Tome nota, señor secretario. Mañana pasaremos un informe al club.
Filipín tenía una lágrima en cada ojo. Todo le
parecía tan raro que empezaron a temblarle las patitas. Iba a entrar a su cueva
cuando una voz grave le gritó:
-¡Alto! Esta casa no te pertenece. La he comprado
yo y ahora es solamente mía. No puedes entrar.
-¿Quién sos para hablarme así?
-Soy el viento. Estoy en todas partes y todo en el
mundo me pertenece. No entrarás a esta casa mientras yo sea su dueño.
-Bueno, entonces me voy a otro lado – dijo Filipín.
Una voz dulce y femenina, que venía desde más arriba del parral, le
dijo:
-¿Por qué no venís a vivir conmigo?
-¿Quién habla?
-Soy la Señora Luna , tu amiga. Vení a vivir a este
hermoso lugar. Aquí hay bosques de duraznos, leche y queso. Tendrás una casita
amarilla de techo rojo para vos solo y un auto de juguete con motor de verdad.
Vení, subite. ¡Arriba!
Filipín se quedó con la boca abierta. ¿Cómo era
posible eso? Sus mentiras se estaban convirtiendo en realidad.
-Ja, ja, ja – dijo el viento-. Ya veo que no tenés
coraje para subirte a la Luna.
-Tengo valor para cualquier cosa – contestó Filipín
trepando por un poste del parral.
Levantó su manita pequeña y quiso tomarse de la
Luna, pero la Señora Luna, tan orgullosa, estaba muy lejos.
-Por favor, lunita querida – comenzó suplicando en
voz baja para no ser escuchado-. Vení, acercate, bajá un poquito tu rueda de
cartón. No me abandonés, lunita, en medio de estos locos.
-Pegá un salto y volarás hasta aquí – dijo la voz
que hacía de Luna-. Vení, te estoy esperando. ¡Salta!
Filipín dio un salto pero en lugar de volar cayó al
suelo. Se ensució el trajecito, los guantes blancos y el gorro rojo que la
había tejido Lola, la arañita. No pudo aguantar más y se echó a llorar con
desconsuelo. Entonces dijo con una triste vocecita:
-¡Qué desdichado soy! Nadie me quiere, todos se
burlan de mí porque soy chiquito. Mañana, cuando el abuelo se entere, se
enojará conmigo para siempre. Mi hermanita se negará a plancharme el traje,
Lola me quitará el gorrito, Manuel me pegará. ¡Ay, ay, ay! ¡Cómo me duele la
colita!
De pronto sonaron en la noche las carcajadas de sus
amigos. Habían estado escondidos y lo habían engañado como a un tonto. El
abuelo se aproximó y lo alzó en sus brazos. Cicerón encendió el farol a
querosén y lo colgó en la puerta de la cocina. A Filipín le parecía haber
vivido un sueño, una horrible pesadilla.
-Bueno, bueno – le dijo el abuelo, acariciándolo-.
Todo ha pasado. Tranquilizate. Desde hoy nos portaremos bien, no diremos
mentiras y trabajaremos un poco más en la chacra. ¿Estás de acuerdo?
-Sí, abuelito, estoy de acuerdo. Soy un ratoncito
muy malo.
-¡Oh!, no digás eso. Todos somos un poco buenos y
un poco malos. Ahora, todos a dormir.
-Somos buenos para las bromas – dijo Pancracio.
-Más o menos – dijo Manuel muerto de risa-. Se hace
lo que se puede.
Capítulo 18
POEMAS PARA EL GATITO BLANCO
Se
despertaron con los truenos. Los relámpagos encendían de azufre la mañana. La
lluvia gris comenzó a descender sobre la tierra mojando los viñedos, los
olivares y los álamos.
-Linda
lluvia – dijo el abuelo abriendo la ventana-. Huelan el olor a jarilla que trae
el viento.
-Me gusta
la lluvia – dijo Manuel-. Así no tendremos que trabajar.
-Yo haré
sopaipillas y cebaré mates – propuso Locadia.
-Muy bien –
contestaron todos-. Son muy ricas las sopaipillas con miel.
-A mí me
gustan con arrope.
-¿Dónde
está Filipín? No lo he visto en toda la mañana – dijo Manuel.
-Está en
cama con un poco de fiebre – le contestó Filipina.
Manuel se
puso serio y entró a la cueva. Filipín dormía.
-Eh,
Filipín, ¿cómo te sientís? – preguntó el gato, acariciándolo.
-Un poco
mejor – contestó el ratoncito abriendo sus ojos tristes.
-¿Necesitás
algo?
-No. No
quiero nada. Si no tenés nada qué hacer, quedate conmigo un momento. Estoy muy
decaído.
-No te
preocupés. La broma fue un poco pesada. Perdoname, Filipín.
-No digas
eso, sabes que te quiero mucho.
-Gracias,
hermanito. Nosotros siempre peleamos, pero lo mismo nos queremos.
En la
cocina, el abuelo tocaba la guitarra.
Cicerón y Pancracio bailaban una cueca.
-Manuel,
¿por qué no me contás una historia
de esas que vos sabé? – le rogó Filipín.
-Preferiría
leerte algunos poemas. Supongo que te gusta la poesía.
-Sí, sí. Leelos.
-Entonces
observa lo que voy a hacer.
Manuel
salió de la cueva, entró a la cocina y dijo en voz alta:
-Señoras y
señores. Aprovechando este día de lluvia, les daré una agradable sorpresa.
Entre nosotros hay una verdadera artista que nos asombrará con sus creaciones
poéticas. Tengo en este bolsillo un libro de poemas de mi hermana Locadia, de
quien me siento orgulloso.
Locadia se
dio cuenta de qué se trata y sólo atinó a decir:
-Por favor,
abuelo, dígale que no lea. Por favor, me da mucha vergüenza. No leas, Manuel,
te lo ruego.
-Tranquilizate,
hija – dijo el abuelo-. Todos ignorábamos
esa cualidad tuya. ¡Qué sorpresa!
-El arte no
debe permanecer oculto, eso es egoísmo, querida mía – dijo Lola, caminando por
la pared con sus largas patas.
-Que lea,
que lea – corearon los demás animales.
-Bien –
dijo Manuel-, pero antes traeré a Filipín.
Entró
nuevamente a la cueva, tomó al ratoncito en sus brazos y lo sentó en una sillita de totora. Sacó los
papeles del bolsillo y recitó con emoción de gato
POEMAS PARA EL GATITO BLANCO
Por Locadia
Las mariposas son niños
que aprendieron a volar.
¿Dónde has puesto tus alitas
que no las puedo encontrar?
La Luna es una viejita mendiga.
¿Qué le puedo regalar?
¡Oh!, le daré mi alcancía
para no verla llorar.
Yo soy un grillo
mi hermanita una aceituna,
La Luna
tiene cara de membrillo.
A las dos, a las tres, a la una.
Duérmete mi niño
que por la ventana
te mira la Luna.
Me pediste un tambor
y te di un beso,
Me pediste la Luna,
te di queso,
Cuando pidas el Sol
te dará una palmada
y otro beso.
Cuando nació mi niño
llovía,
Cuando hacía pininos
nevaba,
Cuando dijo mamá,
todo el cielo brillaba.
Pájaros, conejitos,
juguemos a la ronda.
Corramos, amiguitos,
antes que el Sol se ponga.
Cada patito
es un pedacito de Sol.
Yo no soy un patito.
Un caramelo, dos caramelos,
una uva, una manzana.
Abuelo, quiero comerme el cielo.
Jugaste todo el día
con el perro y el gato.
Hoy te
encontré dormido
con la Luna en los brazos
Quedaron orgullosos con la poetisa de la granja, sobre todo
Lola, vieja artista de la tela.
-¡Oh!, perdonen – gritó Locadia corriendo hacia la cocina-.
Se están quemando mis sopaipillas.
Capítulo 19
VIENE LA LLUVIA
¡Hay que
ver cómo pasa el tiempo! Las cosas más pequeñas se transforman. La granja era
la envidia de los vecinos. La viña había empezado a dar uva y la chacra con sus
verdes hileras de cebollas, ajos y tomates, se estiraba en surcos paralelos
hasta el alambrado.
Este último
invierno, el abuelo Matías ha construido
con la ayuda de sus amigos un nuevo dormitorio. La colmena tiene diez
enjambres, Lola ha llenado de telas las habitaciones de la casa, Manuel ha cultivado
un hermoso jardín y, sobre todo, el
ternerito Matías está hecho un verdadero toro.
Esta
mañana, el abuelo dijo, mirando sus plantaciones:
-Si tenemos
suerte, con la cosecha de este año podremos pagar la última cuota de la
hipoteca. Al fin podremos tener derecho sobre este pedazo de tierra.
-Yo espero
que todo marche bien – dijo Antolín-. Trabajaremos duro para juntar ese dinero.
De lo contrario nos quitarán la granja. ¿No es cierto?
-Así es.
Filipina se
acercó con timidez al abuelo y le dijo:
-Abuelo,
hace mucho que quiero decirle algo.
-Hablá,
hijita.
-Pasa que
no tengo ropa que ponerme. Este es mi único vestido. Ya soy una señorita y no
puedo andar mal presentada.
-Mirá, Filipina.
Sabés que no tenemos dinero ahorrado. Si la cosecha viene buena compraré todo
lo que haga falta. Mirá por la ventana. Las uvas están maduras, los tomates
parecen brasas en medio de las hojas verdes, y las orejas de burro de las
cebollas, los maíces con sus choclos bigotudos y los zapallos redondos junto a
los melones perfumados. Todo eso es nuestro. Si
tenemos suerte tendremos dinero suficiente para comprar muchos vestidos.
Filipina
quedó conforme.
Filipín,
con la ayuda de Manuel, había construido una bicicleta con la que jugaba todo el día. El patio se
veía garabateado por las huellas que dejaban las ruedas.
Serían
las cinco de la tarde cuando escucharon
un disparo de escopeta por el lado donde estaban plantados los pepinos. Las
liebrecitas se aterrorizaron y se escondieron en la cocina junto a Teodora.
-Vayan a
ver qué ha pasado – dijo el abuelo.
Manuel y
Cicerón salieron a la carrera. Encontraron a un hombre tirado en el suelo, con
una pierna herida de la que salía abundante sangre. Llamaron de inmediato al
abuelo y entre todos llevaron al cazador hasta la casa.
-Por favor,
ayúdeme – dijo el hombre-. Estoy malherido.
-¿Quién es
usted? –, preguntó don Matías-. ¿Qué anda haciendo en mi propiedad?
-Mi nombre
es Fortunato. Soy cazador de zorros. Al cruzar un alambrado se enredó el
gatillo de mi escopeta y me herí a causa del disparo.
El abuelo
lavó bien la herida, la curó con alcohol y vendó la pierna para que se
detuviera la hemorragia. Luego calentó un poco de leche y se la dio al cazador.
-Beba este
vaso con leche y luego recuéstese un momento. Ha perdido mucha sangre y tiene
que recuperarse antes de proseguir su viaje.
-Gracias,
abuelo – dijo el hombre, emocionando-, jamás olvidaré que me ha salvado la
vida. Tengo con usted una deuda de gratitud que algún día pagaré. Se lo
prometo.
-No diga
nada – dijo el anciano-. Duerma un poco y descanse.
Manuel tomó
una bolsa y se fue a buscar hinojo para las cabras. Los demás animales se
ocuparon de sus distintas labores menos Filipín que corrió a jugar en su columpio.
Allá lejos,
por encima del verdor de la chacra, se dibujaba la coliflor blanca de las nubes
veraniegas.
-Se viene
la tormenta – dijo Pancracio, metiendo leña a la cocina.
-Ojalá que
no caiga piedra – dijo el abuelo, sentándose a pelar papas para la cena.
-Si cae
granizo, adiós granja – dijo Locadia.
Se quedaron
pensativos. Los primeros truenos venían cayendo sobre la tierra,
estremeciéndola. Los pájaros escapaban de prisa en busca de sus nidos.
-Manuel,
Manuel… Apurate, que viene la lluvia.
Capítulo 20
TORMENTA DE GRANIZO
La tormenta
de granizo pasó como un caballo furioso que todo lo come, que todo pisotea. En
un momento, en el tiempo en que se fríe un huevo, la piedra dura y helada
aplastó las verduras y arrancó los racimos de uva de la viña.
Nadie dijo
una palabra en la granja. Sentado en su sillón de mimbre, viendo correr el agua
turbia por el patio, esa agua espumosa que se llevaba las uvas maduras y las
bolitas rosadas de los rabanitos, el abuelo contemplaba el daño que hacía la
tormenta sin decir nada, sin quejarse.
Filipín había vuelto a enfermarse y no había manera de
sanarlo. Hablaba solo en su camita y se negaba a comer.
Las otras
noches dijo todo esto:
-Me llamo Filipín y tengo la colita rota.
Todos me pegan, nadie me quiere. Abuelo, abuelo, quiero irme a la Luna a jugar
con los ratoncitos blancos. No, no quiero irme a la Luna, quiero comprarme un
bote para ir por la acequia hasta la laguna y jugar con los patos y las taguas.
¡Ay, me duele la pancita! Quiero té. No, no quiero té, quiero chocolate con
queso.
La luna es
una viejita mendiga.
¿Qué le puedo regalar?
¡Oh!, le daré mi alcancía
para no verla llorar.
¡Qué mentirosos son! La Luna no es una viejita. La Luna es la alcancía de Dios.
Todas las noches, Él mete una estrellita adentro. ¿Saben cuántas estrellitas
esconde en su alcancía? A las que se portan mal negándose a alumbrar el camino
a los viejecitos y a los labradores que riegan de noche. Yo quiero una zapa para
irme a regar la viña. Quiero uva, quiero chicha y pan con manteca. No iré nunca
a la escuela. Quiero ser un burro. No, no quiero ser un burro. Manuel, enseñame a leer…
-Abuelo –
preguntó Cicerón, después de que la tormenta se hubo marchado-, ¿ahora nos
quitarán la granja?
-No
importa, hijo, ya nos arreglaremos. Hace muchos años que somos pobres. ¡Qué le
vamos a hacer!
-¿Quién fue
el primero que hipotecó un pedazo de tierra? – preguntó Locadia.
-Un ladrón
– contestó Manuel, enojado-. El aire, el agua y la tierra no se hipotecan. La
sangre de uno mismo no se hipoteca. El amor, la alegría de vivir no se
hipotecan. Cuando venga el usurero lo voy a arañar donde yo sé. No me digan que
no, porque lo mismo voy a hacerlo.
-Tenés muy buen corazón, Manuel – dijo el abuelo-, por
eso te duelen las injusticias. Con rasguñar al prestamista no ganaremos nada.
En fin, vos sabrás lo que vas a hacer.
-Por favor – dijo Filipín desde su dormitorio en la
cueva-, quédense un momento en silencio. Escuchen la música de las gotas de
lluvia que caen de los árboles. No olviden que en la pobreza crece la riqueza
del espíritu.
-Si seguimos así tendremos que inaugurar una
escuela filosófica para granjeros arruinados – dijo riendo Pancracio.
-Yo quiero sopa de rocío con luna rayada – gritó
Filipín-. Además, quiero un trencito de juguete con rieles y todo, y un libro
de cuentos. De postre comeré un caramelo de menta y un vaso de leche con jugo
de tomate.
Manuel entró a la pieza y le arregló la ropa de la
cama a Filipín, diciéndole:
-Quedate calladito porque tenés fiebre y estás
delirando. Si mañana no te mejoras traeré a doña Tomasa, una gata amiga mía,
para que te dé unos remedios.
-No me gustan las medicinas. Me gusta el camote
asado con arrope de uva.
-Bueno, duérmete, que voy a cantarte una canción de
cuna.
Duerme ratoncito
De zapatitos rojos,
Duerme calladito
Que la luna se ha roto.
Que la luna se ha roto,
Sí, ayayay,
Y la llevan rodando
Por esos campos
Los negros potros.
Medianoche del gallo,
La luna se ha dormido
Sobre las ancas negras
De los caballos.
¡Qué importa que el granizo se lleve la cosecha si
la paz y el amor caen como un pañuelo azul sobre la tierra!
¡Qué importa si podemos decir: Aleluya, viva la
cueca, alabada sea la relojería sagrada de los grillos!
-Cric- cric cric-cric
cric-cric
Capítulo 21
EL USURERO
El mismo día que venció la
hipoteca, don Malaespina, el usurero, vino a cobrarla. Era un hombre pequeño,
amarillo y encorvado; nariz de pimiento, dientes de choclo, zapatos de zapallo
y alma de sapo. Un par de anteojos gruesos multiplicaba el tamaño de sus ojos
de pescado.
-Vengo a cobrar.
-No tengo dinero – contestó el abuelo
Matías-. Usted sabe, don Malaespina, que el granizo se llevó la cosecha.
-Entonces lo demandaré, lo haré
desalojar de mi tierra.
-Usted es el dueño y está en su
derecho. Sólo le pido un nuevo plazo. Le prometo que cumpliré.
-No,
no y no. Lo que pasa – gritó el usurero amenazando al abuelo con sus dedos de
alambre-, es que usted es un viejo loco y todos esos animales son hijos del
diablo. Llamaré a la policía y los meteré en la cárcel.
Se hundió el sombrero hasta las orejas y subió a su viejo automóvil.
Manuel, un momento antes, le había pinchado las cuatro gomas. El prestamista se
bajó del auto temblando de rabia. Los miraba a todos diciéndoles malas palabras
y se pasó la tarde entera emparchando gomas.
-Lo peor – dijo Manuel, muerto de risa-, es que cuando quiera irse no
podrá hacerlo.
-¿Por qué?
- Porque le eché agua en el tanque de la nafta.
El abuelo lo regañó:
-No está bien lo que has hecho, Manuel. Si no aprendemos a dar el buen
ejemplo, el mundo será siempre un campo de pelea.
-Abuelo, usted sabe cómo soy. La tolerancia mía es muy de gato, y tan
pequeña como una arveja. Dicen que mi abuelo era vasco.
-El usurero está por irse – dijo la araña Lola, mirando por la ventana.
El malvado prestamista, lleno de grasa hasta los ojos, colocó la última
rueda y le dio manija a su viejo auto de capota negra, ruedas negras, asientos
negros y alma negra de auto de usurero. La catanga no quiso andar ni para
adelante ni para atrás.
-¡Ah, canallas! – gritó amenazante-. Los voy a hundir para siempre.
Tengo dinero suficiente para comprar la luz del sol. Esta misma noche enviaré a
un pintor para que tiña de negro las estrellas. Compraré toda el agua del río y
me la tomaré yo solo. Mataré a todos los pájaros, quemaré las escuelas y
compraré cien perros negros para perseguir a los niños que vuelven del trabajo.
Los haré mis esclavos y tendrán que pedirme perdón de rodillas por este
atropello. ¡Ay, cómo me duele la cabeza!
Siguió hablando otro buen rato, hasta que se cansó. Luego se sacó el
saco, lo arrojó sobre el asiento y se fue empujando su automóvil calle abajo.
Capítulo 22
DEUDA DE GRATITUD
Como el abuelo Matías no pudo juntar el
dinero suficiente para pagar la hipoteca, don Malaespina, el viejo usurero, lo
demandó. El juez estudió el asunto y le dio al anciano un mes de plazo para
pagar la deuda. Si para entonces la misma no fuera cancelada, tendría que
abandonar la granja de inmediato.
Toda la familia estaba sumida en una
gran tristeza, pensando en los negros tiempos que se avecinaban.
-No importa – les dijo una mañana el
abuelo-, cuando se tiene amor por un
lugar tan bello como éste, nadie podrá quitárnoslo.
-Pero es muy injusto – dijo Manuel-.
Usted ha trabajado toda la vida en esta granja.
-Sí, es verdad. Pero he pedido dinero prestado
y debo devolverlo. Tengo que cumplir con la ley. Es mi culpa por no haber hecho
las cosas de otra forma.
-No diga eso, abuelito – dijo Locadia,
limpiándose las lágrimas-. Es por culpa nuestra. Somos muchos y todos comemos
de su trabajo.
En ese momento vieron que por el carril
de los carolinos, venía don Fortunato, el cazador de zorros que el abuelo
Matías había socorrido cuando se hirió con su propia escopeta.
-Hola, don Fortunato. ¿Qué anda
haciendo por aquí?
-Vengo a cumplir con una deuda.
-Con nosotros nadie está en deuda y
menos usted.
-Sí, lo estoy. Si no hubiera sido por
usted tal vez hubiera muerto sin remedio.
-Era
mi obligación – dijo el abuelo, invitándolo a pasar al comedor.
Manuel no estaba muy conforme con la
visita y tenía cara de pocos amigos. Todos los animales se reunieron para
escuchar la conversación.
-Traje unos caramelos – dijo don
Fortunato, entregándole al abuelo un paquete de vivos colores.
-Gracias, amigo. Lo repartiremos
después del almuerzo. Ahora dígame a qué ha venido.
-Estuve en el pueblo y me enteré que
don Malaespina lo ha denunciado a la justicia por falta de pago.
-Es verdad. Estamos en la ruina.
-Pero todavía están a tiempo.
Cicerón y Pancracio escuchaban
atentamente, echados a los pies del viejo granjero.
-Usted sabe que hemos perdido la cosecha y también que no estoy dispuesto a
vender a ninguno de los animales. Ellos son mis amigos, mi verdadera familia.
-No estoy hablando de vender. En la
ciudad se inaugura el lunes próximo una Exposición de Granja y hay valiosos
premios en dinero efectivo para los
ejemplares que resulten ganadores. Presente a su ternero Matías, que está hecho
un verdadero toro, y pruebe suerte en la competencia.
-No sabía que existía esa posibilidad –
dijo el abuelo sonriendo-. Gracias, don Fortunato. El lunes temprano saldremos
para la ciudad. ¿Estás de acuerdo, Catalina?
-Por supuesto, abuelo. Desde que nació
supe que mi hijo sería algún día un Gran
Campeón – dijo la vaca llena de orgullo.
-Gracias – le dijo Manuel al cazador de
zorros-. Gracias por la esperanza que nos ha traído.
Capítulo 23
VIAJE A LA CIUDAD
Ese lunes, el abuelo se levantó más
temprano que de costumbre. Ató a Antolín al sulqui, preparó el desayuno y se
marchó a la ciudad con todos sus amigos.
¡Qué lindo es conocer otros lugares! La
gente los miraba pasar y murmuraba con asombro:
-Miren ese viejito con tantos animales.
-¿A dónde irán?
-¡Qué
hermoso toro llevan!
-Seguro que irán a la Exposición de
Granja.
-Miren ese gato tan buen mozo con su
gorra a cuadros.
-Y la gatita blanca. ¡Qué belleza!
Vieron la estación del ferrocarril, los
trenes rápidos con sus silbidos estridentes, los altos edificios, los ómnibus
llenos de pasajeros, las plazas y jardines, los letreros de propaganda.
-Antolín está muy orgulloso de su
sombrero de paja y sus anteojos ahumados – le dijo Filipín al abuelo.
-Así es - dijo don Matías-. Nuestro
caballo usa anteojos y sombrero para que el sol no le dañe los ojos.
Catalina acompañaba a su hijo. No
quería separarse ni un momento de él.
-¿Cómo te sientes, hijo?
-Bien, mamá – contestó el torito-, un
poco nervioso nomás.
A Filipina se le antojó comer
chupetines. El abuelo detuvo el sulqui frente a un quiosco y compró golosinas con los últimos centavos que
le quedaban.
Pero algunas personas no son tan buenas
como parecen. Al pasar frente a una escuela, unos muchachotes gritaron:
-¡Eh, locos! ¿A dónde van? ¡Al
manicomio todos!
-Paciencia, Manuel – dijo el abuelo
sonriendo-, no reaccionemos como lo hacen los brutos.
-Sí, tiene usted razón – contestó el
gato. Por si acaso voy a prepararme.
Sacó de su bolsillo una lima y comenzó
a afilarse las uñas.
Capítulo 24
LA EXPOSICIÓN
¡Cuántos animales había en la
exposición! Se cansaron de dar vueltas por el parque y no terminaron de admirar
tantas cosas nuevas. Filipín y Filipina iban tomados de la mano de Manuel para
evitar que los chicos los tomaran para jugar y les hicieran daño. Las personas
se agrupaban alrededor de ellos y
exclamaban con admiración:
-¡Oh!
-¡Qué animales más raros!
-Usan ropa y conversan entre ellos.
-Ese anciano que los acompaña es el
abuelo Matías, el de la granja. Dicen que es una persona muy buena.
De un automóvil bajaron unos señores y les
dijeron al abuelo, mientras tomaban algunas fotografías:
-Somos periodistas. Queremos que nos
cuente la historia de su granja. ¿Es verdad que la gatita escribe poemas?
¿Podrían darnos unas copias? ¿Cómo hace usted para hablar con ellos? ¿Cuántos
años tiene usted, abuelo?
El anciano contestó como pudo a tantas
preguntas.
Luego tuvieron un agradable encuentro.
Los vagos que una noche habían secuestrado al gallo Rafael, estaban trabajando
como peones en la Exposición. Don Matías se alegró de encontrarlos allí y les
deseó buena suerte.
Don Malaespina, el usurero, se presentó
a la competencia con un toro. Era un animal negro como el alma de su dueño, flaco
y nervioso, con dos largos y retorcidos cuernos. Los niños se burlaban del toro y de la cara de
malo de su dueño.
El toro flaco y el viejo feo.
No es un toro, es un gato,
bien lo veo.
Por lo flaco, por lo feo,
Bien te veo, viejo flaco,
toro feo.
Filipín le preguntó al abuelo:
-¿Esos
gordos que están junto a los toros, también son toros?
-No, hijo. Esos señores son los
miembros del Jurado.
Un momento después, la multitud reunida
alrededor de un escenario donde se encontraban las autoridades de la Exposición, murmuraba:
-¡Cuánta emoción!
-¿Quién ganará?
Un señor alto y delgado como una planta
de maíz, pelado como un huevo de pato, dijo con voz chillona:
-Señoras y señores. Presten atención.
Los señores miembros del Jurado han decidido que el Primer Premio corresponde a
este hermoso ejemplar de la Granja del señor Matías.
-Muy bien. ¡Felicitaciones!
-¡Grandioso!
Los aplausos hicieron mover de risa las
hojas de los árboles. Todos querían saludar al Abuelo Matías, conocerlo y
sacarse una fotografía junto a él.
Unos señores, con trajes negros de
etiqueta, se adelantaron, exclamando a los gritos:
-Exijo que me venda su toro. No me
importa el precio. Le daré lo que me pida. ¡Quiero que sea mío, solamente mío!
-No, yo estoy primero. Véndame ese extraordinario animal.
¡Ya mismo! Soy el hombre más rico
del mundo.
-Mentira, el más rico soy yo. Miren
cuánta plata tengo.
-A mí, que tengo cara de millonario.
-A nadie se lo venderé – dijo el
abuelo-. Me basta con el dinero del premio. Adiós a todos, nos volvemos ya
mismo a nuestra granja.
Mientras regresaban, al trote de
Antolín, vieron como aquellos señores gordos y elegantes se daban puñetazos
entre ellos. Cada uno quería ser el más rico de todos.
-Volvamos a casa – dijo la vaca Catalina-,
la paz de nuestro hogar nos hace más felices.
-Sí – dijo Filipín -, yo también quiero
regresar pronto. Tengo ganas de comer tortilla de papas y dulce de membrillo.
Llegaron a la granja cuando las
estrellas formaban fila para ver pasar a la Luna. Como un enorme buey negro, la
noche dormía tirada sobre las chacras y las casas.
Los sapos hacían croac-croac y los
grillos cric-cric cric-cric.
Capítulo 25
FIESTA EN LA GRANJA
Con el dinero del premio, el abuelo
Matías pagó la hipoteca. De esa manera don Malaespina se quedó mordiéndose las
uñas de rabia y no pudo quedarse con la granja.
Manuel propuso a sus amigos hacer una
fiesta para el cumpleaños del viejito. Se levantaron muy temprano, en puntas de
pie para no despertarlo, y empezaron a preparar tortas y dulces. Eufemia trajo
una docena de huevos, Catalina puso la leche y las abejitas miel fresca.
Filipín y Filipina ensayaron una obra de teatro que había escrito Locadia.
A la salida del sol, apenas Rafael
soltó la cuerda de su canto, el abuelo sintió fragantes olores que venían de la
cocina y escuchó voces emocionadas.
-Feliz cumpleaños – gritaron todos
entrando a la vez a la habitación-. Que la nieve sienta celos de sus canas y el
viento envidia de nuestros cantos.
Había que emocionarse, ¡qué diablos!
Eran todos tan buenos. Besos y tirones de orejas para el abuelo, ponerle los
zapatos y peinarlo como si fuera un niño. Sentarlo a la cabecera de la mesa y
apagar las velas, muchas velas.
Después se largó una carrera. Las
liebres contra los perros: ganaron ellas. Los gansos hicieron vuelos de
acrobacia. Los triángulos blancos de sus alas iban tras los picos amarillos. El
abuelo Matías estaba tan feliz que iba de un lado a otro de la mano de sus
hijos adoptivos con los ojos relampagueantes de alegría. Filipín anduvo sobre
un alambre tendido entre dos palos con su bicicleta pequeñísima, haciendo equilibrio.
Lo que sigue sucedió al llegar la
noche.
-Silencio, por favor. Nuestros actores
interpretarán una obra de teatro para
niños. Se abre el telón. Manuel toca en su armónica una bella melodía.
EL NIÑO POETA Y
MANZANILLA
Filipín : Cuando sea grande seré poeta.
Filipina: Yo
seré chiquita y amarilla como una
manzanilla.
Filipín: Tendré
una barba de chivo y una pipa.
Filipina: Viviré
en una casa de rocío bajo la sombra de un olivo.
Filipín: Iré
del brazo de los niños a jugar en el río.
Filipina:
Vendré a buscarte los domingos con una
cesta de higos.
Filipín: Yo
estaré en los paisajes y en los caminos.
Filipina: Escucharé
tus pasos en el viento y el sueño de los
pájaros dormidos.
Filipín : ¡Oh,
Manzanilla! ¡Qué maravilla!
Filipina: ¡Oh,
señor poeta! ¡Qué hermosa es la vida!
Como todos habrán pensado, Manuel era
el que ordenaba. Manuel ha nacido para mandar y aunque nadie lo obedece, él da
órdenes. En realidad no es un gato malo; parece duro, pero tiene buen corazón.
-“Algún día se escribirá mi historia” – dijo cierto día, mientras
permanecía echado, boca arriba, mirando el cielo.
Después se acostaron a dormir. Los
grillos hacían cric-cric cric- cric
entre los malvones rojos. La Luna proyectaba una película de árboles
negros sobre las paredes.
A la mañana siguiente, fueron a
trabajar. El Sol dibujaba sus sombras largas por el callejón de los ciruelos.
-Abuelo, Manuel me está tirando piedras
– dijo Filipín.
-Chicos, pórtense bien – dijo el abuelo
con su voz de viejito.
Y siguieron caminando.
*
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